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Réquiem por Billy

Barcelona, martes, 21 de abril de 1992, 19 horas. Sala del auditorio principal. Dentro del ciclo «Las Noches del Museo» hoy vienen tres importantes científicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas para debatir con la audiencia sobre el tema: «El Mediterráneo aún no ha muerto». Comparece un químico ambiental, director de un centro de investigación, un oceanógrafo, también director de un centro de estudios avanzados, y un biólogo investigador del Instituto de Ciencias del Mar. Se trata, en una palabra, de la ciencia oficial. La sala, con aforo para 200 personas, está llena a rebosar, igual que otra auxiliar de 150 desde donde se puede seguir la sesión por un circuito cerrado de televisión. La expectación por la velada es espléndida. A mí me toca hacer las presentaciones y moderar el debate. Uno tras otro los científicos exhiben datos y exponen sus argumentos ayudándose con lujo de datos frescos, límpidos gráficos y atractivas fotografías. Un cierto optimismo se propaga por la sala. Se define por ejemplo una medida de la tasa de renovación de las aguas del Mediterráneo. Al parecer, desde que una molécula de agua entra por el estrecho de Gibraltar procedente del océano Atlántico hasta que vuelve a salir media un tiempo de cien años. Éste es el dato. Y la interpretación de los científicos: el mar Mediterráneo es muy grande, en muchos sentidos es como si fuera un océano. Otro ejemplo: se dan las toneladas de crudo perdidas en el mar por diferentes causas. Éste es el dato. Y la interpretación oficial: eso es muy poca cosa. Hay bacterias apropiadas que darán, sin problemas, buena cuenta de ello. Y otro más: las construcciones para la prospección de petróleo no suponen ninguna tensión suplementaria para la flora y la fauna de las profundidades. Más bien al contrario: suponen protecciones artificiales que favorecerán el florecimiento de nuevos paraísos subacuáticos. El Mediterráneo no sólo no ha muerto todavía, sino que no parece nada fácil acabar con él. Todos parecen estar de acuerdo entre sí, los científicos y la audiencia. El acto difícilmente acabará en debate. Los asistentes, en efecto, se miran los unos a los otros agradablemente sorprendidos. Pero el moderador, a pesar de su natural carácter entre ingenuo y semieufórico, escruta la audiencia un poco mosqueado. Algo huele a gato encerrado. Está claro que la sala está entregada de antemano; son de la esfera social y cultural de los ponentes: colaboradores, alumnos, familiares… ¡Salvo la última fila! Algo se agita en la última fila. El moderador reconoce a uno de ellos: nada menos que el presidente de Green Peace en España. Esto está mucho mejor. De repente el moderador parece recordar, echa una ojeada al programa que tiene delante y… ¡recuerda! Para el día siguiente, día 22 de abril, y por puro capricho del azar, la celebérrima ONG había alquilado el mismo auditorio para un acto muy similar. El título se parecía mucho al del acto de aquel día, aunque tenía, sin llegar a ser contradictorio, otros matices: «El Mediterráneo se muere». La casualidad era notable porque, aunque la sesión era privada, también me habían pedido actuar de moderador. La cosa está clara: los «onegetistas» se han enterado de la sesión que precede a la suya y se han presentado para tomar medidas y para presentar batalla. Para eso están. El moderador se frota las manos. En ese momento se escucha una gran ovación y el moderador empieza a dar las primeras palabras a la sala. Son intervenciones de la misma onda que las ponencias, una precisión aquí, un piropo por allá, un pronóstico, una confirmación… El moderador mira hacia la última fila con impaciencia creciente. ¿Es que no van a decir nada? Al final se dirige hacia ellos con las cejas levantadas y las manos abiertas como diciendo: «¡Adelante, está claro que no compartís lo que se ha dicho, os doy la oportunidad ahora…!». Pero los activistas de la ecología ponen los ojos en blanco y se encogen de hombros rechazando la invitación, como diciendo: «¡Éstos no tienen remedio, es el discurso de siempre, inútil intentar nada…!». Antes de despedirme de la audiencia, anuncio el debate del día siguiente e invito a la audiencia a presenciar lo que puede ser la otra cara de la moneda. Identifico a los espectadores de la última fila y la gente se vuelve con curiosidad para mirarlos. A los científicos, después de agradecerles su colaboración, les explico lo sucedido (los científicos se sorprenden de mi sorpresa: ¿qué esperabas?) y les emplazo para el día siguiente. Incluso les invito (al restaurante que ellos elijan) si acceden a volver, como público, e iniciar ¡ellos! el debate tras las ponencias de los ecologistas. Prometen hacerlo entre risas y pronósticos para el día siguiente.

Barcelona, martes, 22 de abril de 1992, 19 horas. Sala del auditorio principal. Dentro del ciclo «Las Noches del Museo», el mismo moderador se sienta para debatir el mismo tema que la víspera. Sólo han cambiado los ponentes… ¡y la audiencia! Ni un solo espectador de la víspera ha vuelto. Las dos salas están también repletas. Pero se trata de simpatizantes, curiosos e incondicionales de Green Peace. Después de proyectar unas acrobacias temerarias de miembros de esta ONG, que la audiencia aplaude a rabiar, empiezan las ponencias sobre el Mediterráneo. Y empiezan igual que las del día anterior. Los mismos datos. El tiempo de residencia de una molécula en el Mediterráneo es de cien años. De acuerdo en eso. Pero eso significa hoy que el Mediterráneo no sólo no es un océano: ¡es un charco! El mismo dato, pero diferente interpretación. También están de acuerdo respecto al volumen de las pérdidas de petróleo en el mar, pero en desacuerdo respecto de lo que esa cifra significa. ¿Bacterias que digieren el petróleo? Quizás en el golfo Pérsico, pero no en la Costa Brava o en la Costa Azul. ¿Paraísos bajo las plataformas? ¡Un sarcasmo!…

Billy, un macaco devorador de cangrejos, fue sacrificado el 14 de enero de 1990 en un laboratorio de Silver Spring (Maryland), tras cuatro horas de experimentación neurológica. El animal, cuando se le amputaron ambas extremidades inferiores, ya había sido utilizado por la ciencia durante cierto tiempo. Militantes pro derechos de los animales, indignados por estas prácticas inhumanas, habían obtenido del juez del distrito una suspensión de la ejecución. Esto ocurría el 12 de enero, pero el domingo por la mañana responsables del NIH (National Institutes of Health) manifestaron que la suspensión no tenía sentido, puesto que de todos modos Billy estaba a punto de morir: «Sus numerosas deformidades y heridas le habían hecho perder definitivamente el apetito» (sic, Nature, 25 de enero de 1990).

Según ciertas teorías, existen zonas cerebrales que, después de perder la función que les es propia a causa de un traumatismo, se adaptan a otras funciones. Billy había sido elegido para proporcionar nuevos datos sobre esta reorganización cerebral, con la esperanza de que, algún día, seres humanos afectados por lesiones similares puedan agradecérselo. Sin embargo, para numerosos investigadores, la experiencia, desarrollada de forma excesivamente rápida, había sido una crueldad absurda, inútil y de nulo valor científico. La polémica estaba servida.

Uno de los pilares fundamentales del método científico consiste en la dialéctica de principio entre teoría (representarse el mundo o una parte del mismo) y experiencia (perturbar el mundo y tomar buena nota de las consecuencias que esto conlleva). La teoría, que pertenece al universo de las ideas, es un ejercicio mental. La experiencia, que no puede sustraerse al universo de los objetos, es, por su parte, una práctica material.

Otro pilar del método científico es el principio de objetivación: hay que esforzarse para que la observación modifique lo mínimo posible aquello que se pretende observar. El espíritu se enriquece por su interacción con la materia, pero existe un problema. El espíritu posee —cuando menos en este mundo— un soporte hecho de materia, y no de cualquier clase de materia. Es materia inteligente.

Las fronteras que separan lo vivo de lo no vivo, o lo inteligente de lo no inteligente, son indefinidas e indefinibles, pero el caso del macaco mártir nos conmueve epistemológicamente, porque la materia del macaco —de ahí su desgracia— está muy próxima a la de los cerebros que lo estudian. Una bacteria es un ancestro biológico muy lejano, mientras que Billy es un pariente biológico próximo. El espíritu científico siente que roza la divinidad cuando cree comprender algo del mundo, pero sabe, gracias a la ciencia misma, que su propia materia —ésa que le permite existir— proviene de otras formas anteriores… (El viejo dilema del huevo y la gallina tiene respuesta: primero fue el huevo, aunque no era, claro, un huevo de gallina.) ¿Dónde está la dificultad? Los dos principios mencionados del método científico garantizan una propiedad muy particular: la universalidad. No se exige universalidad, por ejemplo, al conocimiento artístico ni al conocimiento revelado. La ciencia quiere ser universal por oficio. La ciencia pretende ser independiente del espacio y del tiempo, independiente de las mentes que la han forjado y que la aplican, independiente de sus costumbres, tradiciones y creencias. La ciencia aspira a ser una cultura muy amplia, tanto que puede hasta cambiar de nombre y denominarse civilización.

La ciencia consigue, en efecto, unos resultados razonablemente universales. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las emociones asociadas a tales resultados. Ésta es la cuestión. La ciencia será civilización, pero la ética es cultura (tradición y creencia). Para extraer algunas migajas de ciencia, hay que pagar un precio, el de la separación entre el espíritu y la materia de la que aquél intenta diferenciarse. En cierto modo, se trata de un mecanismo de conservación. La tensión necesaria para hacer funcionar el método científico se libera más tarde en forma de cuestiones éticas específicas. Los científicos trabajan para una misma civilización, pero no siempre pertenecen a una misma cultura.

Los japoneses creen, debido a una compleja mezcla de creencias y tradiciones, que el criterio más aceptable de la muerte es más el cese de la actividad cardiaca que el cese de la actividad cerebral. Esto plantea problemas, por ejemplo, a la hora del trasplante de corazón. En este caso la civilización tira de la cultura. El aborto, en cambio, no suscita ningún particular debate moral en el país. En ciertos países como Francia, Estados Unidos y el Reino Unido florece, desde hace años, un intenso movimiento a favor de los derechos de los animales. Se ha llegado a asaltar laboratorios científicos para liberar animales cautivos. Aquí la cultura tira de la civilización. La ingeniería genética es un sueño lleno de esperanza y, a la vez, una pesadilla. ¿Cómo generar opinión en torno a asuntos de la cultura y la civilización?

Cambiar de opinión es tanto más fácil cuanto menos cargada esté tal opinión de ideología. Cambiar de opinión científica no es deshonroso. Al contrario, la historia de la ciencia no es otra cosa que la historia de los cambios de opinión científica. La ciencia cambia la ciencia. Para eso está, justamente, el método científico. Pero cambiar de opinión moral es otra cosa. Cambiar de opinión moral es, en sí misma, una cuestión moral. No hay ninguna moral que estimule su propia evolución. La civilización tiende a ir demasiado deprisa. La cultura tiende a ir demasiado despacio. La primera se ha torcido un pie, a la segunda se le ha dormido el otro. Ambas cojean. ¡Que se apoyen la una en la otra!