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El herrero, el biólogo y la ética científica

Patagonia, septiembre de 1994. He participado, con una serie de conferencias, en la recién estrenada universidad de verano de Buenos Aires. Dentro de una semana daré algunas más en Mendoza, pero de momento tengo nueve días libres. Decido darme una vuelta por la Patagonia: frente al glaciar Perito Moreno, nunca antes me había pasado con un paisaje, he llorado de emoción y he hecho la que, todavía hoy, es la mejor fotografía de mi vida; en la península Valdés, he cerrado el paso a un gigantesco elefante marino que dormitaba en una playa aprisionada entre el mar y el acantilado, el susto mutuo ha sido importante, pero, afortunadamente, todavía hay grados de obesidad y logro saltar a tiempo; mientras aterrizamos en la ciudad más austral del mundo, Ushuaia, otro susto, porque me despierto, miro por la ventanilla y veo las piñas de los árboles de una ladera con todos sus detalles, o sea, que nos estamos estrellando, pero no, no debe ser así porque el resto del pasaje, cuatro o cinco personas, lee plácidamente el periódico: es que el aterrizaje, aquí, es así; en el minúsculo e intenso Museo del Fin del Mundo, su director me cuenta el fin de los indios nativos, su dieta pasó de focas y mejillones a sólo mejillones. En los días siguientes, vagando por las calas desiertas, me tropiezo repetidamente con el eco de las palabras del director del museo: «¿Ves ese suave promontorio romo? Ahí había una cabaña… ¿Sabes de qué está hecho ese terreno? De cáscara de mejillón». Comparo mentalmente el contenido energético de un kilo de mejillón con el de un kilo de foca, sin olvidar la energía que hay que invertir para conseguir el uno y el otro… Los números cuadran. Mientras la piel, la carne y la grasa de foca viajan al esplendoroso progreso de algún centro del mundo, ellos, allí, en el fin del mundo, se encogen en silencioso regreso… La historia de siempre. La antigua felicidad extinta de los comedores de mejillones, que creo adivinar por todas partes, me hace mucha compañía durante todo el viaje.

Supongamos en primer lugar que un afamado herrero fabrica buenos cuchillos para carniceros. La tradición familiar, su profesionalidad y espíritu de superación le han llevado a producir unas herramientas casi perfectas. Son herramientas bien templadas y prestas a cortar con precisión músculos y cartílagos con el mínimo esfuerzo. Supongamos ahora que un delincuente se hace con uno de tales útiles y comete con él una de esas horripilantes fechorías que estremecen a la comunidad entera. Está claro que la policía, la justicia y el resto de la sociedad concentrará su interés y preocupación en el delincuente, en su historia, su psicología y sus relaciones con el prójimo. El arma del crimen, debidamente etiquetada, no será más que una prueba en el proceso judicial. Nadie se volverá hacia el herrero para pedirle explicaciones o responsabilidades. Supongamos ahora otro caso: un biólogo molecular desarrolla una depurada técnica para manipular genéticamente tomates convencionales y conseguir así tomates perfectamente cúbicos. La sociedad celebra el invento porque supone una gran ventaja a la hora de embalar los frutos para su transporte. Pero sigamos. Supongamos también que esa misma técnica permite que un desalmado manipule seres humanos y consiga inventar otra especie de humanoide, digamos, por ejemplo, un homínido de proporciones muy pequeñas (de un kilo de peso individual), laborioso, resistente, semiinteligente y manso. Un esclavo perfecto. Las consecuencias del engendro de origen humano son imprevisibles, pero, en este caso, la mayor parte de la sociedad se volverá, horrorizada, hacia el biólogo de los tomates cúbicos.

Estamos ante el problema central de la ética en la ciencia y tecnología. ¿Qué es lo común entre ambos casos? ¿Por qué nadie plantea siquiera la responsabilidad del herrero? ¿Por qué todos cuestionan la del biólogo? ¿Es inocente el herrero y culpable el biólogo? ¿Son inocentes los dos? ¿Será que ambos casos no son comparables? ¿Por qué no lo son? ¿Es la investigación totalmente libre? ¿Será que los investigadores son siempre inocentes y que los aplicadores de tales investigaciones son los únicos que pueden ser culpables? ¿Será que no pueden dictarse normas morales generales y que cada caso, como el del herrero y el del biólogo, deben resolverse con una especie de «sentido común particular»?

El problema es cada día más importante en una sociedad cada día más dependiente de la ciencia y la técnica (si en verdad existe alguna diferencia fundamental entre ambas, y creo que no) y en una sociedad que pretende avanzar cada día en su autogestión democrática. La cuestión parece compleja y confusa, pero, y a ello voy a dedicar estas breves líneas, a lo mejor resulta ser de una sencillez casi brutal. Veamos lo que la fábula del herrero y del biólogo da de sí.

La clave está, creo, en que ambos casos son más que comparables. De hecho sólo existe una diferencia fundamental entre ellos. Y en el análisis de tal diferencia está la solución. ¿Por qué tendemos a considerar inocente al herrero? Sólo por una razón. Todos conocemos y aceptamos el peligro de que el cuchillo de carnicero llegue a tener un mal uso. Es un riesgo perfectamente evaluado y asumido por la sociedad entera. Y, como lo asumimos todos, el herrero es tan inocente y tan culpable como cualquier otro ciudadano. En otras palabras, el herrero comparte su presupuesto de riesgos y beneficios. ¿Por qué tendemos a considerar responsable al biólogo? Porque ese presupuesto no se comparte. Atención, no se trata de que el riesgo no esté claro (podría no estarlo, podría ser incluso difícil de evaluar), pero esa falta de claridad, el riesgo del riesgo, es justamente lo que hay que conseguir compartir. Si el biólogo hiciera tomates cúbicos compartiendo el riesgo de sus trabajos con la sociedad entera, entonces su caso no se distinguiría en nada del caso del buen herrero. Y ahora la clave de la clave. ¿Por qué no se comparte el riesgo? He aquí algunas razones, sólo dos, por las que tal clase de riesgos no se comparte:

Primera: Para que dos entes compartan algo, en principio debe poseerlo uno de ellos. Y, en general (y aunque la situación ya ha empezado a invertirse), el científico no suele detenerse a evaluar los riesgos de las consecuencias de lo que produce. En otras palabras, la comunidad científica genera muy poca opinión científica. Y si la comunidad científica no la genera (no tiene costumbre de debatir dentro de la propia comunidad científica este tipo de temas), entonces difícilmente se generará opinión científica en la sociedad. Compárese por ejemplo el volumen de opinión científica con el volumen de opinión política, económica, artística y, sobre todo, ¡deportiva! que manejamos cada día. Recuérdese el desconcierto cósmico de los legisladores a la hora de tratar temas sobre la vida humana (aborto, eutanasia… ¿qué es la vida?), sobre el medio ambiente (calidad del agua, del aire, basuras… ¿dónde están los límites?) o la energía (centrales nucleares, pantanos… ¿cuáles son los riesgos?). Está claro que la creación de opinión científica entre científicos todavía necesita estímulos.

Segunda: Un sentimiento común dentro y fuera de la comunidad científica podría expresarse más o menos así: «El hombre de la calle, pobre hombre, no está preparado para seguir los complicados argumentos de un especialista. Su opinión, por tanto, jamás tendrá el mismo valor. Por lo tanto, no queda más remedio que confiar en los científicos. Que inventen ellos, que ellos sean los responsables».

Falso. Una buena hipótesis de trabajo es:

Todo (absolutamente todo) lo científico es transmisible y comprensible.

Las hipótesis de trabajo son principios y como tales no son verdaderas ni falsas. Funcionan o no funcionan. La mencionada hipótesis se asume, por ejemplo, en los modernos museos de ciencia. Hay que admitir que en ciencia funciona mejor que en otras formas de conocimiento, como en el caso del conocimiento político, económico, artístico o místico. Pero entre asumir la hipótesis o rechazarla, mejor asumirla. El conocimiento, cualquiera que sea su forma, no es una riqueza aplazable a ninguna otra. El conocimiento es, literalmente, materia de subsistencia, no menos, por ejemplo, que la mismísima salud.

El pensamiento es libre, libérrimo, y ello afortunadamente para el concepto idea. Y la prueba está en que, de momento y en condiciones normales, no se puede «pinchar» un cerebro como se pincha un teléfono. En el mundo de las ideas todo es posible y, por lo tanto, todo está permitido. Pero cuando uno pasa del mundo de las ideas al mundo de los objetos, cuando uno altera la realidad, cuando uno experimenta, entonces uno se encuentra con que en esa realidad preexisten otras libertades que en muchos casos pagan, gozan y sufren tales experiencias. En ese mundo no todo es posible. Ese mundo tiene sus ligaduras. Son las limitaciones del progreso, es decir, las limitaciones que hacen que el progreso sea posible. Y ésta es la conclusión:

La comprensión pública de la ciencia no es ni un gramo menos trascendente que la comprensión que de la ciencia tienen los científicos.

Éste es, sin duda, el pilar central de la llamada ética científica.