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Crocuta crocuta

Jerusalén, sábado 2 de mayo de 1998. La universidad y la municipalidad de Beer Sheva sueñan con construir un museo de la ciencia en pleno desierto del Negev. Seis directores de museo, James Bradburne (Ámsterdam), Geory Delacote (San Francisco), Alan Friedman (Nueva York), Saroj Ghose (Calcuta), Syd Katz (Ontario) y el que lo cuenta (Barcelona) acudimos encantados a la llamada de los responsables israelíes para discutir lo que puede ser el nuevo proyecto. Acabamos de llegar y, sin deshacer las maletas, visitamos juntos Jerusalén… No hay duda: hubo un tiempo en el que todo el espacio estaba aquí… Mañana empiezan las sesiones en el Hotel Hilton de Beer Sheva. Todos nos conocemos, pero es imposible no aprender de las renovadas discrepancias que siempre asoman en un nuevo lugar, un nuevo complejo cultural, una nueva ocasión…

Massada, miércoles 6 de mayo de 1998. Visitamos, juntos de nuevo, la fortaleza en la que unos centenares de judíos resistieron hasta el suicidio colectivo final el asalto del ejército romano. Corría el siglo 1. Dos perplejidades: el panorama más sobrecogedor del planeta y la rampa que construyeron los asaltantes para empujar sus máquinas de guerra desde el nivel del mar Muerto hasta la cima, ¡cuatrocientos metros más arriba! Los arqueólogos la han encontrado recientemente ahí, tal como el historiador Flavio Josefo la había descrito. Miramos la rampa, nos miramos boquiabiertos entre nosotros y volvemos a mirar la rampa. Pero ¿es posible una obsesión tan mayúscula? Jerusalén y Massada, miles de años de identificación colectiva…, un instinto ancestral que la cultura puede explotar hacia la gloria o hacia la miseria. Al regresar a Barcelona, recibo una llamada de Eric Rode de La Recherche: «¿Te apetece escribir una columna para un número monográfico sobre genes y comportamiento?».

Para vivir hay que empeñarse en ello. Hay muchas más maneras de estar muerto que de estar vivo. Algunas maneras de vivir ya se han seleccionado. Están escritas en cada una de nuestras células. Es el instinto. Pero, para algunos seres vivos, todavía queda dónde elegir. Es lo que se aprende, la cultura. ¿Qué parte del comportamiento nace y cuál se hace? ¿Se puede deshacer lo que ha nacido? ¿Se puede desnacer? Atendamos al increíble caso de las hienas manchadas (Crocuta crocuta).

Las hienas son agresivas. La selección natural (1) favorece todo lo que pueda desanimar a un intruso, pero la idea tiene un efecto secundario: se puede confundir lo propio con lo extraño y dificultar así la cohesión del grupo. La misma selección (2) puede corregir: dos machos mutuamente recelosos se sitúan en paralelo, pero, mirando en direcciones opuestas, levantan la pata trasera que expone sus genitales a las mandíbulas de su oponente (¡Dios mío!). Y se entregan a un codificado juego (homo)sexual que, si todo va bien, refuerza los vínculos comunitarios. Quedan efectos secundarios porque ¿y las hembras? La selección (3) sigue y mejora: las hembras de la especie Crocuta crocuta no tienen problemas de posición social. Están fuertemente masculinizadas. Los labios de la vagina se funden en un pseudoescroto que se completa con dos núcleos de tejido adiposo a modo de pseudotestículos y un clítoris prolongado a modo de pseudopene eréctil. La función es femenina pero la forma da el pego al cien por cien. Las manchadas son, con mucho, las más exitosas de todas las hienas. Efecto secundario: copular y parir a través de un pene es, por muy falso que éste sea, un auténtico calvario. ¿Algo más? (4) Difícilmente. Lo escrito en los genes no es un texto sagrado, se puede cambiar, arreglar, borrar, burlar… Pero la selección no parece trabajar para la satisfacción y bienestar de los organismos… Queda la cultura, la asistencia veterinaria por ejemplo.

Creo que es fácil ponerse de acuerdo en casos concretos como éste. Sin embargo, cualquier intento de generalización se calienta a medida que el objeto de conocimiento se acerca al sujeto de conocimiento, es decir, cuando lo que está bajo la luz de los focos es la propia especie humana. Tomemos, por ejemplo, la xenofobia, un instinto reinventado una y mil veces durante la evolución. En general, no se aprende a odiar al forastero. Si algo se aprende es, en todo caso, a dejar de odiarle. La idea encaja bien con la metáfora del gen egoísta: la selección opera a nivel genético, los organismos no son más que excusas temporales para perpetuar la identidad potencialmente eterna de los genes…, luego la selección natural deja pasar aquellos comportamientos de los organismos que protegen la identidad colectiva escrita en los genes.

Releamos ahora la historia de la humanidad. En cada página hay alguien intentando convencer al prójimo de que… «la vida no vale la pena si no es para incendiarla en honor de una causa grande». Es una frase de la cultura, es verdad, pero que debe su contrastada eficacia a que apunta al centro mismo de un instinto mil veces milenario. Multitudes de correligionarios y compatriotas, cofolclóricos y cohinchas, están dispuestos a morir por una identificación colectiva potencialmente inmortal. La historia de la infamia de la humanidad es una lista de efectos secundarios de instintos cuya ventaja original ya nadie recuerda. Nada más natural que corregir lo natural. Lo hace la propia naturaleza. Y lo puede hacer la cultura. La inteligencia, en el fondo, no es más que un gestor de instintos.