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La Gran Teoría Final

Martes, 28 de mayo de 1996. Sala de actos del Museu de la Ciència. Steven Weinberg ha cautivado a la audiencia. Después, durante la cena, hablamos de Einstein, siempre presente en la sala, de Glashow, que ya ha venido, de Gell-Mann, que debe venir, de la teoría de las supercuerdas, de la Gran Teoría Final… Y de la Alhambra.

«El Sol da una vuelta completa a la galaxia en el tiempo que la Tierra tarda en dar 250 millones de vueltas en torno al Sol, mientras que la Luna necesita 27 días y medio para girar alrededor de la Tierra, en cuya atmósfera una gota de agua cae hasta estrellarse sobre el césped donde un balón avanza a golpe de puntapié.» Todos esos movimientos, en escenarios tan distintos y distantes, se describen con un mismo puñado de leyes. De ahí la grandeza de la Mecánica: infinitos casos y situaciones responden a dos o tres fórmulas breves, compactas… y elegantes. Eso es reduccionismo, pero reduccionismo del bueno, reduccionismo por oficio, el reduccionismo de la inteligibilidad científica. En tal reduccionismo creemos cuando confiamos en un vuelo transoceánico o en un medicamento.

«Una civilización milenaria, una persona centenaria, una oveja veinteañera, una medusa pentamesina y una bacteria decaminutina son entes que pasan por esta vida mostrando comportamientos poco comparables entre sí, francamente.» Sin embargo, la esencia de sus tácticas singulares y estrategias se explica según leyes muy generales y sencillas, a saber y por ejemplo, «comer y no ser comido». De ahí nuestra comprensión por el nacionalismo crónico, por el cazador hipocondríaco, por el susto permanente del ganado, por la transparencia como idea de despiste en el mar o por la versatilidad metabólica de ciertos microorganismos. En ciencia, comprender es clasificar, reducir, comprimir. La compresión es comprensión. Lo que ya no se puede comprimir, como las propias leyes, es también lo que ya no se puede comprender.

Comprender una ley de la naturaleza significa entonces comprimir dicha ley dentro de otra más fundamental. A veces se consigue. Einstein murió soñando con la unificación de las fuerzas fundamentales de la naturaleza. Y Weinberg, Salam y Glashow lograron poco después, y ante la emoción de la comunidad científica, comprimir dos de ellas, la fuerza débil y la electromagnética, en una sola. La pregunta ahora es: ¿reducir las reducciones es también reduccionismo del bueno? ¿Es una clase de investigación que el científico deba intentar también por oficio? Sean todas las leyes conocidas de la naturaleza y supongamos que no descansamos mientras queden dos leyes por comprender, es decir, mientras quede una ley por empotrar dentro de otra. Si tenemos éxito en esta gloriosa empresa, llegaremos a una cierta gran teoría final, ésa sí ya necesariamente incomprensible. He aquí la cuestión: creer o no creer en una Gran Teoría Final (¿por qué me suena esta expresión?).

Pensadores de probada solvencia pero tan dispares como el físico Steven Weinberg o el teólogo santo Tomás de Aquino tienden, efectivamente, a creer. Otros, en cambio, preferirían no hacerlo. Un ladrillo no puede unirse de cualquier manera a otro ladrillo. Vale. Pero intentar comprender la Alhambra por el procedimiento de mirar atentamente un ladrillo no parece un proyecto sensato. «Comer y no ser comido» acaso sea una buena ley para cualquier forma de vida basada en el consumo de la propia materia viva. Pero su fuerza semitautológica sería probablemente la misma en otro universo en el que las cuatro fuerzas fundamentales fueran, digamos, seis. A lo mejor la complejidad tiene sus propias leyes, leyes que hablan de información y de combinaciones, leyes que no pueden reducirse a otras leyes que sólo hablan de materia y energía. Hacer ciencia es proponer reducciones a la naturaleza. Otra cosa, claro, es que la naturaleza se deje.