Lunes 20 de enero de 1997. Un equipo del Museu de la Ciència atraviesa el desierto del Antiatlas en Marruecos con destino a unos yacimientos de grabados rupestres. Nuestros guías son, como otras veces en la zona, Andreu Solé y María José Ruiz de Eloizaga. Somos, se diría, los únicos habitantes de un paisaje infinito. Andreu me adivina el pensamiento y me cuenta una experiencia vivida por él allí mismo unas semanas antes. Cuando termina, pienso que también yo me hubiera comido a besos al protagonista de la historia. Después de todo, yo hago ciencia del mismo modo, dejándome llevar por la brisa del momento. Se me ocurre entonces una manera de definir la ciencia en un folio. Así lo hago y poco después aparece en el diario El País. Nunca he recibido tantas cartas de lectores preguntando por lo mismo (uno me urgió, vía correo electrónico, a una respuesta en honor a su salud mental, otro incluso me interceptó por la calle): ¿habían comprendido realmente lo que significaba el final de la columna? Todos lo creían comprender, todos habían comprendido, pero todos necesitaban la recompensa de una confirmación. No hay mejor estímulo para el conocimiento que un resto de duda sobre la comprensión absoluta…
El conocimiento es una representación (necesariamente finita) de un pedazo de la realidad (presuntamente infinita). La ciencia es conocimiento elaborado con el método científico. Y método científico es cualquier método que respete tres principios: el de objetividad, el de inteligibilidad y el dialéctico. Se es objetivo cuando, ante varias formas de observar un objeto, se opta por aquella que menos afecta a la observación. Se es inteligible cuando la representación es, en algún sentido, más compacta que lo representado. Y se es dialéctico cuando el conocimiento se arriesga a ser derribado por la experiencia. El conocimiento es científico cuando tiene voluntad de serlo, es decir, cuando logra la máxima objetividad, inteligibilidad y dialéctica… por exiguos que sean tales máximos. Según esto, tan científico puede ser un mecánico de carambolas de billar como un mecánico cuántico. Según esto, un psicólogo no tiene por qué ser menos científico que un físico… (otra cosa es que renuncie explícitamente a serlo). De la misma manera, nada hay en contra de que la política, una forma de conocimiento dedicada a organizar la convivencia, se construya con método científico… (otra cosa es que apenas se haya intentado).
La aplicación del método es la parte más previsible, y por lo tanto más planificable, del oficio. Se pueden programar consultas a la naturaleza (experimentos) para descubrir paradojas turbadoras, para medir cómo la realidad se digna encajar en una inteligibilidad o para ensayar diferentes vías de objetividad. Ceder en el método, en honor de cualquier otro beneficio más o menos confesable, es un indicio de flojera científica.
Pero resulta que el método se aplica siempre a una idea. Y no hay un método para cazar ideas. O, lo que es lo mismo, todo vale con las ideas: la analogía, el plagio, la inspiración, el secuestro, el contraste, la contradicción, la especulación, el sueño, el absurdo… Un plan para la adquisición de ideas sólo es bueno si nos tienta continuamente a abandonarlo, si nos invita a desviarnos de él, a olfatear a derecha e izquierda, a alejarnos, a girar en redondo, a divagar, a dejarnos llevar por la contingencia… El célebre rigor científico no se refiere a la obtención de ideas sino al tratamiento de éstas. Aferrarse con rigor a un plan de búsqueda de ideas es una anestesia para la intuición.
(La carretera cruza el paisaje de horizonte a horizonte. En el centro del infinito un hombre mira cómo se acerca un automóvil. El conductor, deslumbrado por el sol de poniente, se pregunta por la estampa que se acerca sin moverse. Cuando por fin coinciden, la figura hace un leve gesto hacia el oeste. El viajero se conmueve, pero continúa su camino y susurra dos o tres veces «yo nunca me detengo para recoger desconocidos». La figura, ahora nítida en el espejo retrovisor, se encoge rápidamente hasta esfumarse entre las piedras del desierto. Y entonces el conductor gira en redondo y se lanza a toda velocidad en sentido contrario. La silueta resurge entonces de la nada y se dilata con su larga sombra. Ya se distingue la capucha puntiaguda bajo la que alguien intenta mirar a contraluz. De repente, la figura cruza la carretera con cuatro pasos muy decididos y, justo cuando el automóvil llega a su altura, lo vuelve a hacer. Vuelve a hacer el mismo gesto breve ¡pero ahora hacia el este! El viajero detiene el coche, tarda una centésima de segundo en comprender y tiene que reprimirse para no abrazarla.)