Chiquita, se pudrió todo con una investigación que estoy haciendo. ¿Qué pasa? Un homicidio, me puse a averiguar cosas y me metí en el chiquero de los milicos. ¡Puta madre que lo parió! Eso digo yo. Lascano, vos sabés que yo… No me diga nada, Chiquita, sé todo sobre usted. ¿Y? Y no cambia nada. Si tuviera su edad, probablemente haría lo mismo. ¿Qué harías? Tratar de sacar del poder a estos hijos de mil puta que nos están reventando a todos. Lascano, no parás de sorprenderme. Ahora tenemos que salir del país si no queremos que nos sorprendan a nosotros. ¿Cuál es la idea? Mire, yo tengo que cerrar este asunto. No me pregunte por qué. Le voy a dejar a un juez las pruebas del homicidio. ¿Y eso para qué? Allí termina mi trabajo. Sos un iluso, Lascano. Hago mi trabajo. ¿Y? El plan es entregar esto, luego al banco a retirar los dólares que encontramos en lo de Ventura y de allí a Aeroparque a tomarnos el primer avión a Iguazú. Atravesar la triple frontera es un paseo. Después, adonde usted quiera. ¿Brasil? Brasil. ¿Bahía? Bahía.
Lascano estaciona el auto junto al monumento a Lavalle. Apoya un cartel de la Policía Federal contra el parabrisas, cruza corriendo Tucumán zigzagueando entre los colectivos. Desaparece un momento en la mar de abogados que pululan como aves. Reaparece en la escalinata del Palacio de Justicia y vuelve a desaparecer entre las columnas. Eva siente que se le encoge el corazón y se calza un par de Ray-Ban que encuentra en la guantera.
Marraco está en su despacho atendiendo una audiencia. Lascano se sienta en uno de los bancos del corredor que balconea sobre el patio. Abajo se encuentra el conjunto de calabozos donde se aloja a los procesados cada vez que tienen que cumplir un trámite judicial. Allí, los reos esperan ansiosos que los vengan a buscar para conducirlos esposados al juzgado, donde recibirán la pena, la libertad o se enterarán de que están hasta las bolas. Los presos se ponen impacientes y nerviosos en estas circunstancias, y se pasean de un lado a otro en las celdas, taciturnos y ensimismados. De ahí que ese lugar reciba el nombre de La Leonera. El Perro está muy quieto en su banco, pero por dentro se pasea también como un león enjaulado. Pasa una hora hasta que finalmente el pinche del juzgado le hace señas para que entre. Marraco está sentado adelante de su escritorio con su aspecto pulido de siempre y el notable malhumor que le produce la montaña de resoluciones, órdenes, sentencias y proveídos que tiene para firmar, en lugar de estar jugando al golf. Lascano arroja un sobre manila grande encima del expediente que está leyendo.
¿Y esto? El caso Biterman. Está resuelto. Bueno, qué eficiencia. Si todos los policías fueran como usted… Cuénteme. Amancio Pérez Lastra es el asesino. Lo mató porque le debía mucha plata. Biterman, la víctima, se defendió. Amancio tiene marcas en la cara y se encontró piel suya en las uñas del muerto. Ajá. Horacio fue el entregador. ¿El hermanito?, qué bien, pasan cosas lindas en una familia. Y ahora, la mejor parte. A ver. El cadáver fue plantado en el Riachuelo, junto a dos pibes que fusiló el grupo de Giribaldi. Por algún motivo, el mayor decidió que mandaría retirar los cuerpos más tarde. Pero, antes de hacerlo, un camionero tropezó casualmente con los muertos y lo denunció. Me comisionan a mí para que investigue, pero antes de que llegue, Amancio planta allí el cadáver de Biterman. Por eso, cuando me presento, en vez de dos, encuentro tres. El mayor Giribaldi le dio el dato a Amancio, luego su gente lo haría desaparecer como NN junto con los otros dos. ¿Y todo eso lo tiene probado? Está todo allí. Tengo localizada también el arma homicida, una 9 mm que Pérez Lastra empeñó en el Banco Municipal de Préstamos, los datos están en el sobre. Muy bien, Lascano, muy bien. Deje todo por mi cuenta. Mañana allanamos a Pérez Lastra. Ya mismo me pongo a trabajar en esto. En la orden, agregue el secuestro del auto de Amancio, el cadáver fue transportado en él y es seguro que ha dejado rastros. No sería mala idea requisar la estancia La Rencorosa, por las dudas. Toda la información la tiene en el sobre. De acuerdo.
El Perro sólo piensa en salir de allí y volver con Eva lo antes posible. Se despide rápidamente. Atraviesa la puerta del despacho y se encuentra de cara con el pinche que simula estar entrando. El chico le ofrece una sonrisa generosa que Lascano retribuye acariciándole la cabeza.
Chau pibe, cuidate.
En la Morgue, Fuseli está terminando de guardar sus cosas apresuradamente. Desde donde está puede vigilar los portones por donde ingresa un Ford Falcon del que descienden dos hombres. Sabe que son ellos, que han venido a buscarlo. Mete el bolso debajo de una mesa, se acuesta encima y se tapa completamente con una sábana. Los tipos entran, recorren la sala y vuelven al portón. Fuseli los ve hablando con el policía de guardia, quien señala hacia su derecha. Los asesinos salen a la calle y doblan en dirección a Junín. Fuseli se pone el saco y saca su reloj de bolsillo. Espera un minuto, que es el tiempo que calcula les ha llevado llegar hasta la Administración, y sale.
¡Chaparro! Sí, doctor. Venga un momento. Doctor, hay dos que lo andan buscando. Sí, los estaba esperando, pero no sé dónde se habrán metido. Como no lo encontraron, yo pensé que estaba en el 760. Hágame el favor, vaya y dígales que vengan para acá. Los espero en la sala. Voy enseguida. Gracias.
El policía sale disparado por la puerta. Fuseli vuelve a la sala rápidamente, recoge su bolso y sale a la calle. Se sube al primer taxi que pasa. Cuando llega a la esquina ve a Chaparro regresando con los dos hombres que lo buscan.
¿Adónde señor? A la estación Retiro, por favor.
A pocas cuadras de allí, Lascano vuelve a su auto y lo pone en marcha. Eva está muy serena en apariencia, pero por dentro es el volcán de Krakatoa cinco minutos antes del estallido. El Perro toma aire profundamente y se incorpora al río de lata que es el tránsito por Tucumán. En unos minutos están en la puerta del banco. Lascano saca del bolsillo una llave y se la entrega a Eva.
¿Y esto? Es la llave de una caja de seguridad de este banco. Pregunte por Graciela, dígale que es mi sobrina y que necesita buscar algo. Tráigase toda la guita de Tony Ventura. Ya vuelvo.
Eva lo mira a los ojos y le da un beso que se demora unos instantes, luego se baja sin decir palabra. Lascano la ve entrar al banco y dirigirse al mostrador. Saca un cigarrillo y lo enciende. El indicador de combustible denuncia que en el taller le han soplado toda la nafta del tanque, tendrá que cargar pronto si quiere llegar a algún lado. En el banco, Graciela conversa con Eva, quien se vuelve y le sonríe. Todo está bien. Graciela sale de detrás del mostrador e invita a Eva a que la siga, ambas desaparecen por una escalera lateral rumbo al sótano, donde se encuentra el tesoro. Un agente de calle se acerca canchero, agitando un talonario de infracciones en la mano. Lascano le da una larga pitada a su cigarrillo y baja la ventanilla. No necesita decir nada ni identificarse para que el vigilante se de cuenta de que está ante un superior. El Perro se lleva una mano al mentón y con el índice le indica que se retire sin hacer preguntas. El agente sigue su camino. Lascano lo ve alejarse por el retrovisor. Por la esquina gira un Falcon a toda velocidad. El corazón le da un brinco y se lleva instintivamente la mano a la sobaquera. El Falcon se cruza delante de su auto, se abren las puertas, dos hombres descienden rápidamente, pistola en mano, y comienzan a dispararle. Lascano abre la puerta, se arroja a la vereda y gira sobre sí mismo mientras saca su pistola. La gente de la calle sale corriendo o se tira al suelo. Lascano se pone de pie de un salto y, con la técnica del índice paralelo al caño, apunta a la cabeza del hombre más cercano y tira. El impacto lo hace rotar poniéndolo de espaldas. El Perro, en tiro rápido, dispara dos veces más. La fuerza de los balazos lanzan al hombre contra el capot de un coche, rebota y cae de boca al piso como una bolsa de papas. Cuando Lascano va a apuntarle al segundo, siente como si le dieran una trompada en el pecho y cae sentado en el suelo detrás de la puerta abierta de su auto. El tipo que lo baleó lo pierde de vista. Da dos pasos al costado buscándolo para rematarlo. Cuando vuelve a ver a Lascano, éste lo tiene encañonado entre los ojos. Sin vacilar el Perro tira del gatillo y le pone el proyectil en medio de la frente. El hombre cae fulminado sobre el pavimento, sus piernas se estiran en un último espasmo. A Lascano, una punzada feroz le atraviesa el pecho, su camisa comienza a empaparse de sangre, se le nubla la vista, se siente muy cansado y cae de costado en cámara lenta. Con la cara contra el piso, ve que a pocos centímetros humea el cigarrillo que había estado fumando. Estira su brazo lentamente, lo toma, se lo lleva a la boca y aspira profundamente. De pronto comienza a hacérsele de noche.
La puta madre, cómo duele esto.
Alrededor de Lascano y de los otros dos caídos comienza a juntarse gente curiosa. Eva sale del banco aferrando su cartera. Se queda paralizada. El agente de calle regresa corriendo, se agacha junto al cuerpo de Lascano, le pone dos dedos en la yugular y hace una mueca de abatimiento. En ese instante chillan las gomas de un patrullero frenando junto a él. Un oficial y un sargento se acercan a los cuerpos y los observan como cosas. Dos policías se dedican a dispersar a los curiosos. Del banco sale Graciela junto con otros empleados. La empleada ve a Lascano caído, le parece reconocerlo y luego a Eva, congelada a su lado, que reacciona y comprende que debe alejarse de allí inmediatamente. Parte en dirección contraria a los policías, camina hasta la esquina. Para un taxi, se sube y le indica que la lleve al primer lugar que se le ocurre, el Rosedal.
Sentada frente al monumento a Sarmiento, Eva recuerda los dos primeros versos del himno escolar y canturrea como un lamento: Fue la lucha tu vida y tu elemento, la fatiga tu descanso y calma. Y los repite mecánicamente como un mantra, hipnotizada, quieta en el banco de la plaza, con las piernas heladas. Así se queda durante horas sin ver a las parejas que pasan abrazadas, los patos nadando en las aguas estancadas del lago, las glicinas desnudas en la pérgola, los chicos que están soplándose la clase y disimulan sus libros y guardapolvos entre sus ropas, el guardián municipal manco y malhumorado, ni los atrevidos que osan meterse a pedalear en esas extrañas balsas de lata a veinte pesos la hora. En ese estado pasa Eva el resto del día. Cuando el sol inicia su descenso por el lado del Hipódromo, se pone de pie y empieza a caminar. Lentamente al principio, pero a medida que avanza sus músculos comienzan a calentarse y ella a apurar el paso. Pasa corriendo junto al caballo güevón de Urquiza, el Planetario, los puentes del ferrocarril. Le da toda la vuelta al final de la pista de Aeroparque, emboca por la Costanera, indiferente al río que se ha ennegrecido, y continúa trotando hasta que llega al aeropuerto, donde compra un pasaje para el primer vuelo a Resistencia.