Capítulo 28

Las torcazas revolotean por los eucaliptos. La mañana es espléndida. El invierno aún no ha apagado totalmente la brillante sinfonía de ocres del otoño. Amancio está sentado en el porche de La Rencorosa, vestido con bombacha de campo, alpargatas, blusa corralera, pañuelito rojo al cuello y campera de gamuza. Goza de sus primeros momentos de distensión en los últimos tiempos y se entretiene leyendo los obituarios de La Nación. Sólo le queda esperar hasta que todo el asunto de Biterman se calme. Giribaldi se encargará de poner al cana en su lugar y él podrá regresar a sus asuntos en la capital. Planea encender el fuego para el asado con los cheques y los papeles que le había firmado a Biterman. Cuando está en el campo, se apodera de él un sentimiento rural que se le pega hasta en el lenguaje. A su lado, Lara, como de costumbre, se pule las uñas. Para ella el campo es un lugar espantoso donde los pollos se pasean vivos, y, a modo de protesta, se viste y se arregla como cuando sale de compras por Santa Fe. No entiende por qué tienen que quedarse allí, Amancio no le ha dado muchas explicaciones ya que teme que algún día ella las use en su contra. Doña Lola llega desde la cocina con las pilchas del mate y las coloca en la mesita entre los dos. A Lara el mate le da asco.

Se hace el desentendido y disfruta del placer de tenerla allí, de algún modo cautiva, sin lugar adonde ir, sin posibilidad de encontrarse con el Polaco, con Ramiro o con quien sea. Por la avenida, la brisa juega a hacer remolinos con las hojas caídas. Amancio levanta la vista. Junto a la tranquera se ha detenido un Ford Falcon con dos hombres adentro. No necesita más datos para reconocerlos como gente de Giribaldi. Con toda seguridad, vienen a comunicarle que ya está todo en orden. Llama a doña Lola y le ordena que vaya a abrirles. Se pone de pie en pose de patrón de estancia. La mujer trota por el bulevar secándose mecánicamente las manos con el repasador. El auto pasa la tranquera, se detiene junto a doña Lola, el conductor le habla brevemente. La mujer permanece allí sin cerrar. Llegan hasta el porche, el acompañante desciende, da la vuelta por detrás del auto y se acerca a cinco pasos de Amancio. Lara se ha subido la falda unos centímetros para que los visitantes puedan apreciar sus magníficas piernas.

Por toda respuesta el hombre saca una pistola y hace fuego. Una bandada de palomas se echa a volar abandonando las ramas del formidable eucalipto. Amancio se desploma arrastrando la pava, el mate y el convoy con la yerbera y el azúcar. Lara está paralizada, se le ha caído la mandíbula y su hermoso rostro se pinta con una pátina de asombrada imbecilidad. El asesino dirige entonces el cañón contra ella y dispara. Con la fuerza del impacto, la cabeza de Lara hace un movimiento circular, revolea su magnífica cabellera como si fuera un anuncio de champú, y cae con silla y todo entre los malvones. El matador se acerca a los cuerpos caídos y les reparte un tiro a cada uno en la sien. Vuelve al auto que el conductor ya ha enfilado hacia la salida, se sube y salen. En la tranquera, doña Lola, aterrada, inmóvil, pálida como un fantasma, se aferra al repasador. El Falcon llega a su lado y frena, el conductor saca un arma por la ventanilla, ella levanta el trapo como si fuese un escudo. A través del repasador, el hombre la fusila y la remata cuando ya está caída sobre una matita de tréboles. El auto atraviesa la tranquera y se va por donde vino.

Lentamente vuelven los trinos de los pájaros, el viento a jugar con las hojas, las torcazas a sus nidos, y va aplacándose la nube de polvo que las visitas han levantado en su carrera.