Capítulo 27

Lascano pasa por el taller a buscar su auto. Tiene que presentarse ante su superior inmediato, que lo citó para las diez. Se zambulle en el tráfico de la ciudad.

A su jefe lo llaman Dólar Azul porque hasta el más boludo se da cuenta de que es falso. Lo intriga qué se traerá entre manos. Sabe que debe tener mucho cuidado con él. Corre la voz de que mandó a varios policías a una encerrona de la cual no salieron vivos. Se dice que ésa es su manera preferida de sacarse de encima a quienes lo molestan, especialmente a aquellos que meten la nariz en sus negocios. Dólar Azul maneja los fondos provenientes del sistema de adjudicación de las comisarías. Si un comisario quiere ser titular de una, debe pagar el valor llave. Las distintas seccionales tienen, por supuesto, diferente precio. La Primera es la más cotizada y apetecida. Por su ubicación en plena City, es la que mejores negocios produce. Allí hay de todo y corre guita para tirar al techo: putas, bares, discotecas, traficantes, homosexuales, banqueros, empresarios, todos tienen algo que ocultar, algo para conseguir, algo que simular. Todo eso significa dinero a raudales. Lascano se ha mantenido siempre alejado de ese sistema, por el cual nunca demostró mayor interés, cosa que complace pero que también despierta suspicacias entre quienes están en la trenza.

A la altura de Congreso consulta la hora, está llegando a tiempo. A las diez menos tres minutos atraviesa la puerta de Moreno del Departamento de Policía. Rodea el patio de palmeras, sube hasta el segundo piso y, a las diez en punto, golpea la puerta del despacho de Dólar Azul. Allí se encuentra el jefe acompañado por otro tipo, lo sabe enseguida, es milico, y a Lascano una burbuja ácida le revienta en el estómago.

El jefe se pone la gorra y la entallada chaqueta de su uniforme y deja el despacho. Giribaldi toma su lugar en el escritorio.

El militar lo estudia callado, con los dos puños tensamente apretados sobre la mesa. Suelta un suspiro y se reclina en el asiento.

El Perro no espera el ascensor, baja por las escaleras a toda velocidad. La burbuja de su estómago se transforma en una bola de fuego. Teme que lo levanten en la misma puerta del Departamento. Marcha hasta la esquina, se sube a su auto y parte de inmediato. Dos cuadras más adelante, coloca la sirena chupete sobre el techo y atraviesa la ciudad como un demonio, sin detenerse ante ningún semáforo, serpenteando entre el tránsito enloquecido de la mañana y sin prender un solo cigarrillo en todo el trayecto. Cuando llega a su casa, estaciona en cualquier lugar, sin perder tiempo siquiera en cerrar con llave. Irrumpe como una tromba en su departamento.

En ese momento, dos hombres, uno alto y fornido, con una buena panza de bebedor de cerveza, y otro bajito, gris y amargo, entran en el edificio de Biterman. Llegan al cuarto piso en el instante en que Horacio sale cargando un maletín. Lo llaman por su nombre, y cuando responde que sí, que es él, Gris saca su pistola y le mete un balazo en la cara. Horacio inicia un breve vuelo, dejando los zapatos donde había estado parado, que finaliza cuando sacude la cabeza contra la pared y se derrama sobre el piso con los ojos abiertos. Enseguida comienza a borbotearle un torrente de sangre. Cuando se apagan los ecos del disparo, Panza de Cerveza oye claramente el ruido que hace la mirilla de la vecina al cerrarse. Gris le hace un ademán con la cabeza. Panza se dirige hasta la puerta sacando y amartillando su pistola. Llama. Enseguida se abre el visor y se oye la voz de la vecina preguntando quién es. Panza coloca el cañón de su arma en la mirilla y tira del gatillo. Del otro lado de la puerta se oye el ruido que produce el cuerpo de la vecina al dar contra el suelo. Cuando se vuelve, Gris ya está metido en el ascensor. Panza lo alcanza y se van.

Eva se sobresalta por el portazo que da Lascano al entrar.

La reacción de Eva es inmediata y absolutamente eficaz. Localiza y guarda rápidamente todo lo que mínimamente necesitan. La experiencia de años de clandestinidad le va dictando las prioridades y el orden con que va metiendo todo dentro de un bolso. Odia el regreso de esta sensación de huida vertiginosa. Mientras se dedica a esa tarea, Lascano toma el teléfono.

Eva, sosteniendo el bolso, aguarda con la mano en el picaporte.

Corren a la salida. Lascano se detiene.

El Perro gira sobre sus talones y se acerca a la jaula del pájaro. Abre la reja, lo toma muy delicadamente con la mano, va hasta la ventana, la abre y lo suelta.

La casa queda en silencio. El pájaro se posa con sus pequeñas garras en la baranda. Salido de ningún lugar, veloz como un rayo, un gato da un salto, lo atrapa con sus zarpas y le clava los colmillos en la cabecita con un crac, como el que hacen las nueces al partirse.