Capítulo 26

En la sacristía, sin darse cuenta de que el bebé se ha quedado dormido, Maisabé continúa meciéndolo frenéticamente. Giribaldi se distrae con las imágenes dolorosas afichadas en las paredes. El Sagrado Corazón, coronado de espinas, vierte gotas de sangre sobre el mundo. A un lado, san Sebastián, atravesado de flechas, sufre el martirio con expresión un poco maricona. Junto a él, san Jorge, feroz, ensarta al dragón que se retuerce en el suelo, entre las patas de su caballo. El padre Roberto abre la puerta. Es joven, viste jeans y polera, podría pasar por un estudiante de Ingeniería o Ciencias Económicas, tiene una sonrisa amplia, como de niño, y modos pausados, algo amanerados. Habla con suavidad.

Roberto pesca al vuelo el recelo de Maisabé sobre Giribaldi que parece estar vigilando a un prisionero peligroso.

El mayor vacila un momento y sale como quien va a cumplir una penitencia.

El cura le pasa la mano por la cabeza y la toma por el mentón con dulzura.

Avergonzada, Maisabé baja la cabeza. La mano de Roberto se demora en su cuello.

La conduce hasta un reclinatorio donde se arrodillan. Le entrega una estampita de la Virgen de la Inmaculada Concepción rodeada de querubines, con su mano en alto, los ojos vueltos al cielo y una pancita incipiente. Le pasa el brazo por los hombros y se coloca la otra mano, cerrada en puño, contra el pecho.

Abrazada por Roberto, sosteniendo al pequeño en sus brazos y contemplando fijamente la imagen, Maisabé repite en voz queda las palabras del cura.

Giribaldi no puede creer lo que ve cuando Maisabé sale de la sacristía seguida de cerca por Roberto. Da la impresión de que sus pies no tocan el piso, su rostro ha cambiado y parece iluminado por una luz de serena armonía. Sus manos aferran al pequeño con amorosa delicadeza, y al pasar a su lado le dirige una sonrisa tenue como si hubiera sido transportada a otro mundo. Giribaldi siente y reprime un potente deseo de llorar, que inmediatamente da paso a una sensación de terror.