La mañana es clara. Giribaldi se impacienta al volante de su auto. Se pregunta por qué Maisabé tarda tanto, si cuando él salió hacia el garaje ya estaba lista. Por fin aparece llevando al chico medio escondido. Giribaldi le abre la puerta trasera. Por el retrovisor nota que tiene la cara desencajada y que ha estado llorando. ¿Quién la entiende? Decide que lo mejor será ir por el bajo. Toma la 9 de Julio, dobla por Diagonal Norte y desemboca frente a la Casa de Gobierno. Un grupo perteneciente a las Madres de Plaza de Mayo, con sus pañuelos blancos en la cabeza, da vueltas alrededor de la Pirámide.
Maisabé repara en esas mujeres silenciosas, mientras el auto las bordea por Hipólito Yrigoyen. El semáforo de Defensa les corta el paso. Quedan en línea recta con ellas. Una de las madres ha detenido su marcha y mira hacia el lado donde se encuentra Maisabé, que se siente descubierta. La mujer comienza a caminar hacia el auto con gesto duro. A Maisabé el miedo le cierra la garganta, le atenaza los músculos y no se da cuenta de que está apretando al niño con excesiva fuerza. El bebé se pone a llorar. Giribaldi pregunta qué le pasa. Suena una bocina detrás, las luces han cambiado, pone primera y arranca. Maisabé se vuelve, la madre está ahora junto al cordón, saludando y abrazando a otra mujer. Maisabé comienza a temblar y a sollozar.
¿Se puede saber por qué llorás? Por nada, Leonardo, por nada, dejame.
Continúan viaje por Leandro Alem hacia el norte, sin más alternativas que el caótico tránsito de un día cualquiera a las diez de la mañana. Giribaldi hace un alto en The Horse, bajo las vías de ferrocarril, en Juan B. Justo y Libertador. Deja a su mujer y al niño esperando y va al encuentro de Amancio. Está sentado a una mesa revolviendo ansiosamente el café. Ser blando, despreciable, demasiado preocupado por la esposa. Una putita, por más apellidos que gaste. Siempre pidiendo, siempre ahogándose en un vaso de agua, aunque en su caso sea de whisky. Es lo que sucede siempre con los civiles, tienen más vacilaciones que fuerza de voluntad. Se acerca a la mesa de Amancio y le habla desde arriba, haciéndole sentir su mayor estatura, su superioridad. Amancio le dedica lo que cree es su mejor sonrisa.
Giri, me parece que esto se está poniendo muy mal. ¿Y ahora qué hay? Me vino a ver el policía. Me hizo un montón de preguntas sobre Biterman. ¿Lascano? Ése. ¡Pedazo de boludo!, la otra vez me dijiste Lezama, me tuve que romper el culo para descubrir quién era. ¿Yo te dije Lezama? Sí. Perdón, me equivoqué. Vos siempre te estás equivocando. Lo que tenés que entender ahora es que te metiste en un juego de grandes y en esto los errores se pagan muy caro. Tenés razón, perdoname. Dejá de pedir perdón todo el tiempo, ¿querés? ¿Qué quiere Lascano? Es el mismo que fue a ver a Horacio. ¡Me cago en diez!, ¿qué le dijiste? Nada, pero me hizo mil preguntas. El tipo sospecha. ¿Cómo llegó a vos? Y qué sé yo. ¿No habrá cantado ese Horacio? No sé, puede ser. ¿Sabe algo de mí? ¿Quién? ¡Horacio!, ¿quién va a ser? Ni una palabra. ¿Seguro? Pero ¿vos te creés que soy boludo? Y… la verdad que un poco boludo sos.
Levanta la vista y ve que su mujer se ha bajado del auto y acuna nerviosamente al bebé, que manotea y berrea. Amancio cree que él ha provocado el malhumor que se pinta en la cara de Giribaldi.
Bueno. Me tengo que ir a lo del curita ese que me recomendaste, a ver si a Maisabé se le pasa la locura que tiene con el crío. Y yo ¿qué hago? Vos agarrás ya mismo a la putita esa que tenés, cerrás tu casa y te vas al campo hasta que yo te avise. Y, cualquier cosa, mantené cerrado el pico. Si te agarran, me tenés que avisar enseguida. Vos decí que por un tema de seguridad tenés que comunicarte con el mayor Giribaldi. ¿Está claro? Como el agua.