Capítulo 22

Giribaldi lanza con furia el tubo contra la horquilla. Rebota y cae ululando al piso. Repentinamente, pasa de la agitación colérica a una calma contenida. Se agacha lentamente, recoge el aparato y lo coloca suavemente en la horquilla sin soltarlo. Permanece así uno o dos minutos. Por su cabeza comienzan a caer las fichas de las personas a quien debe tocar para resolver el entuerto que armó el imbécil de Amancio. Vida regalada, como lo llamaba él en la adolescencia. En el fondo, Giribaldi, que viene de una familia de clase media baja, desprecia a Amancio. Le parece blando y torpe, sin ningún propósito en la vida. Se considera a sí mismo un producto de su propio esfuerzo, todo se lo ganó con sacrificio, mientras que a Amancio todo le vino de arriba. Fortuna, posición social, la mujer, las mujeres, propiedades, todo gratis. Con un solo llamado a su amigo Jorge, averigua que el policía que anda metiendo la nariz en el asunto Biterman no se llama Lezama sino Lascano. Se entera también de que los cadáveres han ido a parar a la Morgue y que el médico que hizo el informe es Antonio Fuseli. Le parece oportuno, antes que nada, pegarle una visita al tal Fuseli.

Por la entradita de Lavalle, desciende a los sótanos del Palacio de Justicia, sede del Cuerpo Médico Forense. El encargado de la mesa de entradas no pone reparos a que pase sin anunciarse. Entra al despacho sin llamar a la puerta. Encuentra a Fuseli sumergido en una pila de informes. Cuando Giribaldi le da el «buenos días», el médico levanta los ojos por encima de sus gafas, sorprendido de que alguien entre de ese modo.

Giribaldi se sienta frente a Fuseli. No dejan de medirse ni un instante. No dicen una palabra ni hacen movimiento alguno. Fuseli rompe el silencio.

Giribaldi se pone de pie de un salto, como obedeciendo una orden. Las palabras del forense lo han confundido. Odia sentirse confundido. Rápidamente transforma esa sensación en ira, y la ira, cree, vuelve a poner todo en su lugar. Ridículamente golpea los talones y reprime el movimiento de hacerle la venia al médico. El «buenos días» se le atraganta y le sale tímido a su pesar. Gira y se va. A Fuseli lo recorre un escalofrío. El miedo que emana ese hombre se queda flotando como un churrasco quemándose en la parrilla.

Durante toda la mañana trata de localizar a Lascano por teléfono, pero no logra dar con él.