Capítulo 19

Al despacho de Marraco se llega a través de un intrincado laberinto de estanterías colmadas de expedientes, en el sexto piso del Palacio de Tribunales. Lascano cree que la justicia casi siempre queda enredada en este mar de papeles que van y vienen, plazos, términos, oficios, cédulas, notificaciones, días de nota, casilleros, pase a la fiscalía, pase a los asesores, días que pasan, expedientes que crecen, abogados que suman más y más escritos, documentos, pruebas, traslados, pericias, trámites y más trámites hasta que nadie recuerda cómo comenzó todo o a nadie le quedan ganas de leerse un expediente de tres o cuatro volúmenes. El delincuente que tenga medios suficientes para alquilarse un abogado ducho quedará libre. Si carece de recursos, terminará contando los días que le faltan para salir, mientras aprende de sus errores y hace tiempo en «la escuelita», como llaman sus habitantes al penal de Devoto, porque allí se aprenden muchas cosas.

El juez está indicándole a un meritorio la forma de agregar los escritos a los expedientes y ubicar éstos en los anaqueles que están a sus espaldas. Es un muchachito de unos diecisiete años, un estudiante de Derecho que trabaja gratis para ir abriéndose paso en el escalafón judicial. Vivaz y curioso, ha estudiado rápidamente a Lascano. Hay entre ellos un reconocimiento familiar inmediato. Le cae bien el pibe. Lascano se sienta frente al juez y, mientras conversan, admira los movimientos precisos del joven clasificando y acomodando.

Marraco le pide al pinche que le alcance el expediente. Lo abre, pasa dos o tres folios y señala un renglón con el dedo.

Se saludan con un apretón de manos. En realidad, el apretón corre por cuenta del Perro porque la mano de Marraco es como un agua viva con uñas de manicura. Saluda con un chau pibe al meritorio, que responde con una sonrisa que lo hace sentir como un padre. Marraco, pensativo, agarra el expediente.

Abre un cajón del escritorio, mete el expediente y lo cierra con llave.