Capítulo 16

A Lascano le agradan los suburbios. Le traen aromas de su infancia. Conoce estos lares y estas gentes como nadie. Acá las personas no han perdido su aire provinciano, pero lo tienen condimentado con la radiación escéptica que emite la ciudad, a veinte minutos por la Panamericana. Charcos, perros vagabundos, un bar donde se juega tute cabrero y el quinielero toma apuestas ilegales, el pregón del ropavejero. Pero no lo traen las nostalgias por aquí. Sobre la arcada de planchuelas nerviosas que adornan el ingreso, han colocado el cartel de chapa que, con pretenciosa letra sombreada, reza: «Aserradero La Fortuna». Es la única pista que le ha brindado el cadáver del hombre panzón plantado en la escena del fusilamiento. Como protagonizando una película policial, el Perro saca la tarjeta y corrobora que es el lugar donde busca la punta del hilo para desenmarañar la madeja del crimen. Y no se equivoca.

Esquivando los baches llenos de agua podrida con restos de viruta que dejan los camiones de carga, avanza resueltamente. Lo guía el chillido que hace la sierra al cortar un tablón, manipulado por un hombretón rubio vestido con mameluco. Al índice de su mano derecha le falta la última falange y una de sus pupilas está cubierta por un nubarrón blanco. El tipo no parece haber advertido su presencia, concentrado en el borde de la madera recién aserrada. Repentinamente, sin abandonar su obra, le habla.

Lascano saca la foto de Biterman y la arroja sobre el banco.

El hombre cierra el ojo nublado y con el otro contempla la fotografía indiferente.

Lascano se aleja rumbo a la chica que lo aguarda en la puerta de la «oficina». A sus espaldas resuena el vozarrón del carpintero.