A Lascano le agradan los suburbios. Le traen aromas de su infancia. Conoce estos lares y estas gentes como nadie. Acá las personas no han perdido su aire provinciano, pero lo tienen condimentado con la radiación escéptica que emite la ciudad, a veinte minutos por la Panamericana. Charcos, perros vagabundos, un bar donde se juega tute cabrero y el quinielero toma apuestas ilegales, el pregón del ropavejero. Pero no lo traen las nostalgias por aquí. Sobre la arcada de planchuelas nerviosas que adornan el ingreso, han colocado el cartel de chapa que, con pretenciosa letra sombreada, reza: «Aserradero La Fortuna». Es la única pista que le ha brindado el cadáver del hombre panzón plantado en la escena del fusilamiento. Como protagonizando una película policial, el Perro saca la tarjeta y corrobora que es el lugar donde busca la punta del hilo para desenmarañar la madeja del crimen. Y no se equivoca.
Esquivando los baches llenos de agua podrida con restos de viruta que dejan los camiones de carga, avanza resueltamente. Lo guía el chillido que hace la sierra al cortar un tablón, manipulado por un hombretón rubio vestido con mameluco. Al índice de su mano derecha le falta la última falange y una de sus pupilas está cubierta por un nubarrón blanco. El tipo no parece haber advertido su presencia, concentrado en el borde de la madera recién aserrada. Repentinamente, sin abandonar su obra, le habla.
¿En qué puedo serle útil, comisario? Buenos días.
Lascano saca la foto de Biterman y la arroja sobre el banco.
¿Sabe quién es?
El hombre cierra el ojo nublado y con el otro contempla la fotografía indiferente.
Biterman. ¿Perdón? Biterman, un prestamista. Lo conoce. ¿Está muerto? Tan muerto como Gardel. ¿Cuál es su relación con él? Cuando estaba muy ahorcado me cambiaba cheques. Lo mataron por fin. ¿Cómo lo sabe? Si se hubiera muerto de gripe usted no estaría aquí. ¿Sabe quién pudo haber tenido motivos para asesinarlo? Sí. ¿Quién? Yo… y la mitad de la guía telefónica. El tipo era un miserable. La verdad, me alegro de que esté mirando la raíz del perejil. ¿Usted lo mató? Para mi fortuna, alguien se me adelantó. ¿Dónde estuvo el martes por la noche? ¿Vio el bar que está enfrente? Vaya y pregunte. Estuve viendo la biaba que le dio Galíndez a Skog. Además de los dueños y el mozo, había como veinte personas. Nos quedamos hasta tarde. ¿Qué, la televisaron? Ahora que lo pregunta, no, en realidad escuchamos el combate por la radio. Lo que pasa es que este locutor… Cafaretti. Ése, Cafaretti, relata tan bien que a uno le parece que está en el ringside. ¿Tiene la dirección de este… Biterman? La tengo. ¡Gladys! ¿Qué pasa? Dale acá al señor la dirección del ruso. Muchas gracias.
Lascano se aleja rumbo a la chica que lo aguarda en la puerta de la «oficina». A sus espaldas resuena el vozarrón del carpintero.
Si encuentra al que lo mató, dígale que yo le pago el abogado.