Amancio estaciona su camioneta en la calle lateral. El frío de la noche se asemeja al de la furia que le ha dejado la discusión con Lara. Camina despacio y con rabia hasta la esquina. Le llegan los latigazos de dos luces de emergencia. En la vereda opuesta, en doble fila, hay dos Ford Falcon verde estacionados con luminarias portátiles imantadas al techo. Retrocede dos pasos hasta quedar bajo la sombra de los plátanos. Junto a uno de los autos hay un hombre joven, vestido de civil, con una Itaka en la mano. Más allá, frente a una casa de departamentos, hay otro armado con una Pam.
Siente un escalofrío. Recuerda lo inestables y celosas que son esas ametralladoras, la vez que se le descargó una que Giribaldi lo llevó a probar en un polígono del ejército. Los tiros se escaparon repentinamente sin que él hubiera hecho ningún movimiento ni tocado el gatillo. La Pam se puso a escupir balas sin control. Fue por obra y gracia de Dios que no se diera un tiro él mismo o a cualquiera de los que allí estaban. Desde ese episodio, le guarda a esa arma una mezcla de respeto y rencor. Tampoco olvida las risas de los militares amigos de Giribaldi, burlándose del susto que se había pegado.
Del edificio salen cuatro tipos armados trayendo a la rastra a una pareja. El hombre va tanteando el aire como hacen los ciegos. A ella la introducen a empujones en el asiento trasero del segundo auto. A él lo sueltan frente al primero. El que parece dirigir la operación le grita imperativo: Subí. El tipo sondea nerviosamente el ambiente con sus manos, uno de sus captores lo empuja haciendo que se golpee contra la puerta. Todos ríen. A Amancio le llama la atención que haya un subversivo ciego, pero bueno, nunca se sabe. Finalmente, es arrojado en el piso del asiento trasero. El resto del personal se sube y los dos Falcon parten. Antes de llegar a la siguiente esquina, las luces son retiradas de los techos. Amancio camina hasta la casa de Biterman y abre con la llave que le entregó Horacio. En el palier hay olor a comida. Algo frito que le repugna. El ascensor produce un bum bum rítmico al subir que parece acompañar los latidos del corazón de Amancio, cada vez más acelerados. Siente las sístoles y diástoles golpeándole el cuello y las sienes. Tiene la vista algo nublada, en parte por el alcohol que ha bebido para darse coraje, en parte por la bronca que le quedó de la discusión con Lara y su salida de la casa. Comprende que no está en las mejores condiciones para lo que piensa hacer, se siente inseguro. Respira rápida y ruidosamente para ventilarse.
Al llegar al cuarto piso, no se percata de que es vigilado por una vecina a través de la mirilla, que se cierra en cuanto ingresa a la oficina de Biterman.
El prestamista está sentado en su escritorio revisando sus cuentas cuando advierte la presencia de Amancio, pistola en mano. Sin inmutarse, lo espía por encima de sus anteojos de leer.
¿Qué hacés aquí, cómo entraste? Eso no te importa. Vine a cancelar mi deuda. Dame los cheques. Está bien. No te pongas nervioso. Los tengo acá. No hagas ninguna piolada. Abrí el cajón despacito con la mano izquierda, poné la derecha sobre tu hombro. ¿Querés los cheques?, te los voy a dar. Dale, sacalos.
Sin dejar un instante de vigilarlo, Biterman abre el cajón lentamente. Amancio siente que le hierve la cara. No puede ver bien lo que hay en el cajón. Se pone en puntas para controlar que el judío no tenga allí un arma. Biterman se da cuenta de que, al hacerlo, ha dejado de apuntarle y decide aprovechar la situación. La fiera se desata y suelta un rugido feroz que atornilla a Amancio en sus zapatos. Con un zarpazo, le hace volar la mano. Con otro golpe quita de en medio el escritorio provocando una lluvia de gigantesco confeti, se abalanza sobre Amancio con toda su fuerza y peso y lo derriba. Amancio intenta resistir, pero ha caído con las piernas torcidas y su contrincante lo inmoviliza con una dolorosa palanca. Ahora tiene muy cerca de la suya la enorme cara de búfalo de Biterman, que escupe cuando habla. Intenta librarse con movimientos desesperados que sólo provocan en Elías una leve sonrisa. Se siente una hormiga pisoteada. Las piernas comienzan a acalambrarse.
¿Te creías que vos, cajetilla inmundo, me ibas a asustar con tu pistolita? Ahora te la voy a meter por el culo para que aprendas. Bueno. Bueno, pequeño idiota. Mocasín. Da gracias que soy un hombre de negocios. Si te mato, no cobro más.
Repentinamente, Biterman, con las dos manos, le da un golpe en las orejas para aturdirlo. Recoge la pistola, se pone de pie y le patea las costillas. Amancio boquea como una sardina fuera del agua.
Ah, debo decirte que esto ha aumentado tu deuda al doble y ha extinguido el plazo. Te cuento lo que vamos a hacer. Mañana, bien temprano, lo llamás al escribano y le llevás la escritura de La Rencorosa. Desde ahora es mía. Pero Biterman… Señor Biterman para vos. Dejate de joder. ¿A vos te parece que estoy jodiendo? No. Así está mejor. Pero más vale asegurarse.
Lo mira como a un insecto y le da tiempo para que recupere el aliento. Finalmente, entre toses, Amancio logra incorporarse y sentarse en el piso. Desde su posición, Elías puede patearlo y golpearlo a gusto si se le ocurre intentar algo. Amancio está azorado por el cambio que se ha producido en el judío. Tiene los ojos encendidos de un animal salvaje, la boca se le expande en una extraña sonrisa en la que se entrevé una dentadura muy blanca y dos colmillos afiladísimos. La violencia implícita en su musculatura no se afloja ni cuando sus modales recuperan el sosiego de siempre. Intimidado, Amancio vigila sus enormes pies y sus manos mientras se frota las costillas fisuradas. Cuando Elías se agacha a juntar algo del piso, el otro tiene un reflejo defensivo. Biterman tiene la actitud seria del boxeador viendo al rival desplomarse sin remedio.
No te asustes, sólo quería alcanzarte estas hojas para que las firmes. Ponete cómodo y firmá, una página en un costado y la otra al final. ¿En blanco?, ¿y si me niego? Salís con los pies para adelante. ¿Acá? Ahí y ahí… Bien. Dámelos… ¿Contento?, ¿me puedo ir? Una cosa más. ¿Cómo entraste…? Imbécil, ¿no ves que te tengo en mis manos? ¡Contestá!, ¿cómo entraste? Horacio. El otro gusano. Lo imaginaba.
Biterman lo toma por las solapas y lo pone de pie. Con un empujón, lo hace rebotar contra la pared, se le abre una herida en la ceja de la que comienza a manar sangre sobre sus ojos. Lo hace girar como a un muñeco y lo empuja fuera de la habitación. Amancio, mareado, sale dando cómicos pasos de baile. Otro empujón lo voltea junto a la puerta, que Biterman abre con violencia golpeándolo con ella. Lo toma de los fundillos y lo arroja contra el muro del palier, el salpicrete le muerde la cara. Ganando la posición dominante, Elías le saca el peine a la pistola y se lo guarda en el bolsillo. Luego la frota cuidadosamente con un pañuelo. Su experiencia le enseñó a odiar las armas y su prudencia a evitar involucrarse con ellas. Cuando termina de borrarle todas sus huellas, se la arroja a la cara. Amancio atina a protegerse con las manos. Cae la 9 mm entre sus piernas.
Tomá, nene, andá a jugar a los vaqueros.
Los ecos del portazo se van reverberando por el corredor. Pérez Lastra, sentado en el suelo, siente todos los golpes que ha recibido mientras se pone de pie trabajosamente. A medida que lo hace, el miedo se le va transformando en bronca. Piensa ahora en todo lo que sucederá. Ha perdido La Rencorosa, y en pocos días, cuando sus otros deudores se enteren, y se enterarán, se destapará la olla y comenzarán a lloverle los juicios penales. Se le representa ahora Lara, haciéndole chaucito con la mano, mientras a él se lo llevan esposado. Da un paso, el resabio de la pierna torcida le produce un relámpago de dolor. Se reclina contra la pared, el salpicrete le peina el saco azul mal entrazado con un mechón de canas grises. Siente deseos de llorar y de gritar. Busca un pañuelo en su bolsillo para secarse la sangre de la cara. Su mano tropieza con la última bala de la caja. Recoge la pistola, corre el cerrojo y la inserta en la recámara. Luego, se quita el saco y envuelve el arma con él. Avanza medio metro y llama con dos golpes fuertes. Oye los pasos acercándose. Retrocede, se apoya contra la pared y levanta la pistola envuelta en su saco. La puerta se abre de par en par, el vano es ocupado por la imponente figura del judío. Amancio aprieta los párpados y tira del gatillo. Biterman se mira el vientre asombrado. Luego levanta la vista, da un salto y lo agarra por el cuello. Caen al piso. Amancio siente las tenazas en que se han convertido las manos de Elías cortándole la respiración. Lo golpea en los costados pero la presión no afloja. Siente que las fuerzas comienzan a abandonarlo. Lo invade una especie de resignación y se va aflojando. Sabe que está a punto de desmayarse y parece habérsele ido todo deseo de vivir. De pronto, Biterman abre los ojos desmesuradamente y un hilo de sangre comienza a escapársele de la boca entreabierta. Una expresión de asombro le transforma la cara, sus manos se aflojan, cae su cabeza sobre el pecho de Amancio, comienza a atragantársele la respiración. Emite un sonido grave y profundo, sus músculos se ablandan, da unas patadas espasmódicas y se derrumba. Con el cuerpo inerte sobre él, Amancio recobra un poco de aliento y dificultosamente logra sacárselo de encima. Como puede, se levanta. Se encienden las luces del palier. Jadeando, oye el ascensor yendo hacia la planta baja. Velozmente agarra a Elías por las piernas, lo mete dentro del departamento, cierra y se deja caer en una silla. Allí permanece no sabe cuánto tiempo contemplando el cadáver, tratando de recuperarse, con puntadas por todas partes. Cuando se siente un poco más compuesto, se levanta y va al baño. Tiene magulladuras y cortes en la cara. En el cuello le han quedado marcados los dedos del prestamista. Abre la canilla y se moja la cara una y otra vez. Con la toalla se limpia la sangre que sigue brotando de su ceja, presiona, y vuelve para cerciorarse de que Biterman es cadáver. Se sienta nuevamente. Piensa, piensa: ¿Qué hago ahora? Se le ocurre una solución. Vuelve al baño, se arregla como puede. Sale.
Con el aire frío de la noche recupera algo del poco dominio que tiene sobre sí mismo. Tiembla. Inspira y exhala rápidamente varias veces. Se aleja unos pasos y se sienta en el escalón de una casa para terminar de recobrarse.
Enfrente, en el lugar de donde se llevaron al ciego y la mujer, hay ahora un Mercedes 1518 blanco. En las puertas, dos trozos de papel madera que parecen cortados a mordiscones tapan las insignias de la marina de guerra. Varios conscriptos entran y salen cargando muebles, heladera, televisor, valijas y enseres domésticos que van colocando en la caja del camión, supervisados por el soberbio capitán rubio. Amancio comienza a sentirse algo más repuesto, se pone de pie, camina hasta la esquina. Se cerciora de que su auto está todavía donde lo dejó, cruza la calle, entra al café y se dirige al teléfono público. El gallego que pasa mecánicamente el trapo rejilla por el mostrador de formica lo detiene.
No pierda tiempo. Hace tres meses que pedí el arreglo. Si me paga la llamada, le presto éste. Muchas gracias.
El camarero pone el aparato sobre el mostrador y piensa que el tipo tiene la facha típica de alguien que ha recibido una paliza. Pero como no es cosa suya, haciendo alarde de discreción, se retira a repasar las mesas del salón, como si lo necesitaran.
Hola, Giri… Amancio… Nada… Todo mal… El ruso no era tan cagón… Se la tuve que dar… Sí… ¿Qué hago?… No jodas, te necesito… ¿Podés pasar por acá?… En un bar, en la esquina de Irigoyen y Pichincha. Sí, cerca de la plaza… Metele. Te espero… Dale.
Busca una mesa que da a la vereda desde donde puede controlar la casa de Elías y el trajín de los conscriptos cargando el camión. Ahora transportan cuadros, alfombras, ollas y cacerolas. Pide una Bols que el gallego le sirve a rebalsar en una copita de vidrio grueso. La bebe de un sorbo y pide otra. El brebaje le calienta el esófago y paulatinamente va dejando de temblar. Los dolores se le hacen más localizados, menos generales, lo ataca una jaqueca que cree va a combatir con su tercera ginebra. A no ser por los marinos de la mudanza, la calle está vacía. Piensa con satisfacción que Elías ya ha comenzado el proceso por el cual va a ir pudriéndose, llenándose de gusanos hasta desaparecer. Hacerlo desaparecer, ése es el problema que debe enfrentar. Podría dejarlo allí y que mañana Horacio se haga cargo del embrollo, después de todo… Pero no confía en él. Está seguro de que, en cuanto la policía lo apriete, cantará o se hará el inocente echándole todo el fardo. Por otro lado, si no hay cuerpo del delito, no habrá condena, aun cuando lleguen a él. Sí, el judío tiene que desaparecer. Con su muerte, Pérez Lastra se ha librado del problema de los cheques. Ahora que lo piensa, tiene que volver a buscarlos y también esas hojas que le hizo firmar. Se tantea el bolsillo, suspira aliviado, aún conserva las llaves que le dio Horacio. Giribaldi sabe qué hacer con un muerto.
Mientras tanto, con la cuarta copa, lo envuelve una modorra tibia. Se le aparece Gretschen, que a los catorce tenía ya unas tetas para un festival. Paseos a caballo en el campo de los tíos en Tapalqué. Su prima al galope por la cañada, los pechos rebotando en sus ojos de doce años. Recostados en el trébol, ella le permitía que se los tocara y que le diera unos besos en la boca con los labios cerrados, y le decía que eran novios en secreto, porque los hijos de primos salían tarados, nadie debía enterarse. Por la noche, con el sol del día ardiéndoles aún en la piel, en el comedor, intercambiaban miradas pícaras y, más tarde, mientras las sábanas iban calentándose, Amancio se tomaba el sexo con las puntas del pulgar y del índice y se masturbaba lentamente imaginando que Gretschen, en la habitación contigua, hacía lo mismo pensando en él. Y luego, con cierta alegría, en el trozo de papel higiénico traído del cuarto de baño dejaba millones de hijos que nunca tendría.
Se sobresalta. Giri, en uniforme de fajina, golpea la vidriera. Amancio le hace señas para que entre. El militar se sienta frente a él, pide un submarino y repara en el camión de la armada.
Parece que alguien se está mudando. Parece.
Giribaldi nota las marcas en el rostro de Amancio.
¿Qué pasó? Cuando vio el arma se puso como loco y se me tiró encima. Estos judíos, cada vez más insolentes. No jodas. ¿Qué hago? Mirá, yo ahora no te puedo ayudar porque tengo algo que hacer. ¿Y? Dejame pensar. ¿Estás en auto? Lo tengo acá a la vuelta. Bien. Cargá el fiambre y llevátelo a dar una vuelta un rato. ¿Ubicás la ruta que corre al lado del Riachuelo? Sí, la que usábamos para ir al Autódromo. Ésa. Bueno, allí vamos a trasladar a unos perejiles. En un momento vas a ver una chocita de chapa medio destruida. Al lado hay una huella. Metete por allí, es como un pajonal. Vas a ver unos zurdos tirados por ahí. Dejá a tu judío junto a ellos. Y después, ¿qué hago? Te vas a tu casa. Yo me encargo de hacerlo desaparecer. No sabés cuánto te lo agradezco. Y los amigos, ¿para qué están? Me tengo que ir. Ojo, que no te vea nadie. Éstos ya están terminando. En cuanto se vayan cargate al ruso y llevalo a pasear. A eso de las siete tiralo donde te dije. Dalo por hecho. Con cuidado, ¿eh? No te preocupes. Preocupate vos. Me debés una. Estamos. Chau, mi viejo. Se te puso bravo el rusito, ¿eh? Prestame algo para pagar esto. Además tengo que darte guita. Dale, no jodas. Acá tenés, me debés dos.
Enfundado en su uniforme impecable, Giribaldi sube a su auto y sale arando. Los soldados terminan de cargar el camión. Amancio pide la cuenta, paga y sale. Una ráfaga lo azota mientras cruza la calle para entrar con un escalofrío al inmueble donde está Biterman muerto.
Siente un poco de asco al pensar que deberá tocar el cadáver. Arranca la cortina de un tirón, envuelve trabajosamente al muerto y con las sogas de la corredera hace un paquete. Se sienta. La tela comienza a teñirse de sangre. Se levanta. Sale al palier. Pulsa el botón del Otis. Cuando llega, lo abre. Vuelve. Con mucho esfuerzo arrastra el cuerpo hasta el ascensor y, también con grandes dificultades, logra meterlo adentro. Cierra y empieza el descenso. Tiene la impresión de que Biterman se ha movido. Cree oír un quejido. Aterrorizado, comienza a patear el bulto donde supone está la cabeza. Llega al nivel cero. Apaga la luz. Baja. Cierra el enrejado interior. Con una mano libera el mecanismo de seguridad que debe mantener la puerta trabada, mete la otra entre las rejas y presiona un botón. Retira la mano velozmente y se asoma para verlo subir. Suelta el mecanismo, el ascensor frena entre dos pisos. Con la culata de la pistola tuerce la planchuela que bloquea la puerta cuando el ascensor está en otro piso, sin advertir que ha quebrado la cacha. Cierra. Sale a la calle. Se da cuenta de que ha empezado a temblar nuevamente y se dice que es a causa del esfuerzo que le ha demandado mover el corpachón. Va hasta la esquina. Dobla. Se sube a su auto, pone marcha atrás, su pie patina del pedal de embrague, el coche da un salto y choca contra el camión estacionado detrás. Baja. Comprueba que le ha hecho un bollo al portón y que ha roto una de las luces de posición. Vuelve al volante, sale, da la vuelta y estaciona. Baja. Entra. De un tirón abre la puerta del elevador. Acciona con una mano el mecanismo de seguridad y con la otra presiona la llamada. El ascensor desciende. Llega. Abre. Oye un ruido en la calle. Se mete adentro. Cierra y sostiene el picaporte para que no se pueda abrir. Ruido de pasos. Alguien, un vecino, trata de abrir, golpea. Finalmente se va por la escalera refunfuñando. Amancio se asoma, escucha, arriba cesa el ruido de pasos. Va hasta la puerta de la calle, la abre y la traba con un broche de tender la ropa que encuentra por allí. Sale hasta la vereda, el barrio está desierto. Abre el portón de la Rural. Trasladar el cadáver y colocarlo en la parte trasera le provoca una puntada en el pecho, un instante de pánico, cree que le va a reventar el corazón. Con la lona que utiliza para cubrir el auto en las noches de invierno, en el campo, cubre el paquete. Regresa, retira el broche, la puerta se cierra automáticamente con un bufido. Sube al auto. Arranca y sale. Los latidos de su corazón le retumban en los oídos. Está transpirando, ojos desorbitados en el espejo. Abre la ventanilla. El aire invernal le da de lleno en la cara. Cae en un bache que comprime los amortiguadores hasta el tope. El volante le transmite la desidia municipal.
Sale a Entre Ríos, circula lentamente por el centro de la avenida. Inspira profundamente, cuenta hasta diez, larga el aire, otra vez. Los cheques, los cheques. ¡Puta madre, me olvidé los cheques! Comienza a amanecer. Controla la hora. Llega a Vélez Sarsfield, rodea el puente, ya está junto al río estancado. Toma el pañuelo perfumado del bolsillo, conduce con una mano y con la otra se lo aplica sobre la nariz para paliar el olor a podrido. Recuerda que su padre, siempre que atravesaban el Riachuelo, hacía el mismo chiste: Respiren fuerte, chicos, que es bueno para la tos. La mañana está gris, no puede ver a más de diez metros, la niebla es como una pared que refracta las luces de su auto. Las apaga, baja la velocidad. Con esta visibilidad no sé cómo mierdas voy a encontrar la chocita. En ese momento la ve. Es como una pincelada marrón, planchada sobre el manto gris. Frena. Da marcha atrás lentamente hasta que la alcanza. Gira cruzando la avenida y se mete por la huella muy lentamente. A poco recorrer, divisa unos bultos. Hay un par de cadáveres en el suelo. Vientos encontrados comienzan a barrer la neblina. La chica tiene la cabeza destrozada a balazos, parte de su cerebro se ha derramado por lo que queda de su cara. Siente una arcada, se vuelve. Ya no quiere ver más. Abre el portón y encara la penosa tarea de extraer el cadáver. Quita la lona. Con el movimiento, la cortina que envuelve al muerto se ha descorrido dejando a la vista la panza del judío empapada en sangre. Cuando tira, comprueba que uno de los brazos ha ido a encajarse debajo de la rueda de auxilio. Amancio tiene la impresión de que el muerto no quiere separarse de él. Forcejea y sólo consigue que el brazo se encaje más. Con la llave cruz, suelta el tornillo que la mantiene fija. Finalmente consigue destrabar el brazo y sacar medio cuerpo fuera del auto. Lo toma por el cinturón y tira. La hebilla se rompe. Arroja con furia la lonja de cuero a un costado. Agarra a Elías por las piernas y logra sacarlo del auto. Cuando desata la soga y lo desenvuelve, para no dejar allí la cortina, advierte que el cuerpo ya va poniéndose rígido. Recupera el aliento. Hace un bollo con la tela y la arroja al río. Las aguas la embeben, la manchan. Se hunde lentamente, se convierte en un fantasma y desaparece. Sube al auto y desanda la huella marcha atrás. Cuando va alcanzando la avenida, ve que se acerca un coche con las luces encendidas. Toma el mismo carril y se aleja a toda velocidad. En el espejo, las luces del otro vehículo se van achicando rápidamente hasta que dejan de verse. Baja la velocidad y sigue recto hasta la General Paz. En lo único que piensa es en un whisky, un baño y una cama.