Capítulo 12

Parecía estar prisionero dentro de su cuerpo. Siempre apurado, como tratando de salirse de la carne. Siempre corriendo, siempre huyendo, siempre sediento, siempre al frente, siempre cruzando las calles sin fijarse. Eva se pasa todo el día pensando en Manuel. La falta de futuro. La clandestinidad tiene el efecto devastador de hacer que todo adquiera carácter provisorio, precario, turbio. La calentura que se les despertó, cuando aún eran militantes de superficie, en aquella manifestación frente al Ministerio de Bienestar Social, coreando junto a doscientas mil voces: López Re López Re López Rega la puta que te parió, no evolucionó en amor verdadero, si es que tal cosa existe. La causa fue más importante, y el futuro, una sentencia de ejecución postergada sin que se supiera por cuánto tiempo. Manuel nunca sería el padre de su hijo. Su muerte no es sino la confirmación de esa certeza. Las misiones los separaron y cada uno enfrentó convencido la singular tarea de cambiar el mundo por la fuerza, lo quisiera el mundo o no. Eran parte de una juventud violentamente catequizada por las palabras de los nuevos profetas, como el Che que para la breve historia de los jóvenes se expresaba con frases célebres: Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero guerrillero está guiado por profundos sentimientos de amor. La muerte y el sexo, que siempre vienen mezclados, se combinaron en ellos en proporciones desequilibradas. El resultado fue un cóctel letal. Aquella última vez que él la habitó, velozmente, como en un sueño, a las apuradas, en el aguantadero de Villa Martelli, no alcanzó para el orgasmo ni para que él se diera por enterado del atraso, de la ensoñación, de esa idea cada día más urgente de abandonar la lucha armada.

Eva no quiere morir, no quiere que le maten al niño que le crece dentro, cuya presencia certifican mejor las sensaciones de su cuerpo que cualquier examen. Se alegra de que no capturaran vivo a Manuel, de que se hubiera entregado al enfrentamiento y con la muerte le escatimara su cuerpo al tormento de la parrilla, del submarino, a los golpes y a los simulacros de fusilamiento. Se odia por tener eso como único consuelo y lo odia por haberse inmolado. Y, por muerto que esté, no le perdona no haberse enterado, no ser el padre de su hijo, no haber estado más cerca. Ahora se le hacen gráficas las palabras de Nuria Espert recitando Yerma en un teatro de la calle Corrientes, sobre una lona tensada, cuando le pregunta a la vecina encinta, con la nostalgia de lo que nunca se tendrá:

Hoy el mundo le parece más distante y se siente menos responsable de él. Ahora desea vivir y sueña con el momento en que pondrá sus tetas, que ya comienzan a reventarle los corpiños, en la boca del niño que flota dentro suyo y que no sabe nada de la estupidez de los hombres. Siente una necesidad nueva, imperiosa, inmediata de ser abrazada. Está sola en esta casa extraña de la cual puede irse fácilmente, pero Eva ya no quiere escapar más, quiere estar así, tendida en el sofá, viendo cómo huyen las horas, gozando de este silencio o, al menos, de la amortiguación del estruendo del mundo. Sólo quiere empollar, y por momentos le da risa, le dan ganas de ponerse a cacarear o a llorar. La piel se le ha puesto más lisa, más suave, el pelo más brillante. Se imagina una niña. Haciéndole trencitas para ir a la escuela, no sea que los piojos… Se imagina un niño en el parque con una pelota roja. El mundo podrá no ser mejor para todos pero sí para mi hijo. Piensa, recuerda:

… y sabe también que no quiere volver atrás, que no puede desembarazarse y tiene miedo. Se le hace patente que sólo hay dos clases de cobardes: los que huyen para atrás y los que huyen para adelante. Éste es el momento de planear la fuga, porque está cercada. Le parece oír el ladrido de los perros de la dictadura husmeando las calles en su busca, las bocas babosas. Ellos pueden oler su sudor, su aroma de hembra preñada. Ahuyenta esos pensamientos porque de ningún modo va a permitir que se le metan dentro. Quisiera volver a ser niña, sentirse protegida, evadirse de la preocupación, y sueña con otra geografía, sueña con el mar y comienza a organizar su exilio.

Eva se pone de pie, va hasta la cocina y se prepara un té. Con la taza en la mano, dándole pequeños sorbos con burbujas al líquido caliente, gozando de la sensación de lengua estragada, como cuando era pequeña, camina por la casa. Se mete en la habitación, abre los cajones, los inspecciona cuidando de que todo vuelva al lugar y posición en que estaba. Calzoncillos, medias, camisas, pañuelos, corbatas. El fondo del cajón de la mesa de luz está forrado con hule. Hay varios paquetes de cigarrillos vacíos, papeles, una birome agotada, una maraña de facturas viejas que revisa sin demasiadas expectativas, gas, luz, teléfono, cajitas ya sin fósforos, kipple. Cuando los regresa a su sitio, nota que algo abulta bajo la tela, la levanta y cree ver un espejo, pero no, es una fotografía. Allí está ella misma en el Ital Park, abrazada a Lascano, ambos sonriendo a la cámara. Cae sentada en la cama, ahora es ella quien ve un espectro. Va al baño, se mira alternativamente en el espejo y en la foto. Comprende por qué este hombre la protege, la ayuda. Se da cuenta de que esa mujer lo abandonó o murió, seguramente lo último porque él tiene la expresión apagada del viudo prematuro, y entiende por qué no sabe qué hacer con ella. En ese instante todo se hace claro, vuelve a la cama de él y examina la foto más detenidamente. Se los ve felices, queriéndose, mientras, por detrás, en la montaña rusa, en el carrito que desciende a toda velocidad bajo luces fucsia, verde y amarillo, la gente se precipita aterrorizada y fuera de foco. Lascano tiene una bella sonrisa que ella nunca ha visto. La piel le brilla, en contraste con ese color de mate amargo que tiene ahora, y entiende su dolor, la dicha perdida. Una lágrima cae y corre sobre las sales de plata inmovilizadas para siempre sobre la placa. Se desploma, se abraza a la almohada que guarda su perfume y llora y llora su propio dolor hasta que se apagan las luces del día. Se duerme, y en el sueño se le confunden Lascano, su hijo creciéndole dentro, la mujer de la instantánea, y ella misma. Hay un parque donde el césped se encuentra con el mar, donde todo es amable, sincero y tibio.

Ruidos. Eva se levanta de un salto, esconde la foto y se escabulle mientras Lascano, de espaldas, está girando la llave. Ella finge que sale del baño con el corazón puñeteándola desde adentro y se le encienden las mejillas. A él se le insinúa una sonrisa que es como un fosfeno que apaga rápidamente como si de pronto hubiera recordado una grave y triste obligación. Sucede aquí ese instante en que los ojos de hombre y mujer se engarzan, ambos sienten que la cosa se ha puesto seria. Tratan de ocultarse esa revelación y se ponen en movimiento al mismo tiempo, los cuerpos tropiezan: el deseo les ha hincado el garfio y ya nos los va a soltar, aunque por el momento cada uno se haya recluido en su propia soledad. Ella al menos tiene al niño entibiándole la panza. Él no tiene nada más que la imagen que encuentra bajo la almohada sin preguntarse cómo habrá ido a parar allí, acostumbrado como está a que Marisa lo asalte en cualquier momento, en cualquier lugar. En la sala, Eva quiere reír y llorar mientras va quedándose dormida en el sofá. Mañana será otro día, decía siempre su abuela, campeona de lo obvio, cuando le daba el tranquilizador beso de las buenas noches.