Capítulo 11

Amancio tiene clarísima la sensación de que su vida se está viniendo abajo pero, por momentos, lo asalta una especie de certeza loca de que todo va a cambiar. Esa idea no proviene de estar haciendo cosas concretas para mejorar su economía, apenas si puede administrar el naufragio. Sin embargo, a veces siente que el milagro está por suceder. Sueña despierto que presencia un asalto y en el tiroteo cae a sus pies un ladrón muerto con un maletín. De algún modo se las ingenia para escabullirse de la policía con el portafolios, y cuando lo abre, adentro hay un millón de dólares. O que aborda un ascensor con un hombre que también porta un maletín. Están los dos solos. Al sujeto le da un ataque, un infarto o lo que sea, y cae desplomado al piso. Comprueba que el tipo ha quedado fuera de combate y se lleva la valija. Cuando la abre, un millón de dólares. Pero éste no es momento de soñar, así que se levanta, se ajusta los pantalones, se controla en el espejo y sale del baño olvidando accionar la válvula del inodoro, cosa que a Lara le da muchísimo odio.

Lara termina de enjuagarse bajo la ducha. Amancio la pispea desde las sombras del corredor, creyendo que ella no lo ha notado. Aun con esa ridícula gorra de baño es hermosísima. Podría vestirse con andrajos sin que su belleza disminuyera lo más mínimo. Resaltaría por contraste. Cierra las canillas, se quita la gorra y sacude la cabellera con un movimiento circular que emboba todavía más a Amancio.

Lara se deja colocar la prenda sobre los hombros, pero cuando Amancio la va a abrazar se escurre con un movimiento ágil y calculado que certifica, una vez más, que siempre está un paso por delante de él. En la habitación, se cepilla el pelo frente al espejo, sentada como una diva de teléfono blanco, sin dejar de admirarse. Motivos no le faltan.

En realidad no sabe si tiene ganas de beber, pero no quiere darle el gusto de verla desnuda, y de paso se ahorra el trámite de rechazarlo cuando se ponga cargoso y demandante. Rápidamente se pone la ropa interior. Provocativa sí, entregada nunca, o por lo menos no en esta ocasión, ni con éste. Cuando su marido regresa haciendo tintinear el hielo en los vasos, creyéndose muy canchero, Lara ya está calzándose el vestido negro que, en París, le costó a Amancio lo que cinco Hereford. Ese vestido, que es una noche estrellada pintada en el cuerpo de Lara, es la demostración palpable de la curvatura del espacio.

Mientras Amancio se retira de la escena, Lara se toma un buen trago de su vaso y le hace al espejo un encantador mohín de fastidio.

Pérez Lastra se aproxima al armero desolado: sólo le quedan la Sauer 12 grande que heredó de su padre y la 9 mm que le regaló Giribaldi para su cumpleaños. La Remington, el Winchester, la Skorpio de dos caños superpuestos y el resto emprendieron el camino del Banco Municipal de Préstamos, Amancio confiaba en rescatarlas antes del vencimiento de las boletas de empeño. Pero el ladrón o el businessman con el millón de dólares no aparecieron, y las armas pasaron por la base a manos extrañas, bajo el implacable martillo del rematador. Maldice su suerte. Se aleja ofuscado de la vitrina y le grita a Lara que la espera abajo, en el auto. Lara repite su gestito con una variante pícara, el segundo trago le ha llenado los ojos de chispas y el ánimo de fiestas. Sabe que si quiere divertirse tendrá que poner a Amancio en caja.

Cuando llega a la vereda, debe sortear el camión recolector de basura y la admiración que despierta en los rudos, fornidos y sucios trabajadores.

Al escuchar el piropo, Amancio hace ademán de bajarse del auto. Lara lo ataja.

El viaje es corto y silencioso. Lara posa enfurruñada, con la cabeza vuelta hacia la ventanilla.

El salón está colmado de gente bien. Todos muy elegantes, los caballeros de smoking, las damas de soirée. Entre los civiles se mezclan unos cuantos militares en uniforme de gala, de coronel para arriba. En silencio, Lara y Amancio se sientan a la mesa adornada. Él consiguió una invitación especial para Horacio. Quiere impresionarlo y, a través de él, ganarse el favor de Biterman, el prestamista, para obtener mayor plazo y quizás más dinero. Cuando lo invitó se puso loco de contento, siempre había soñado con poner los pies en los salones que congregan a los burgueses de prosapia. Y allí viene, flotando por encima de los concurrentes, la cabellera roja de Horacio, abriéndose paso atléticamente entre las bien cultivadas panzas de los terratenientes. Amancio se pone de pie para recibirlo.

Lara se fija en Horacio. Lo que él interpreta como interés femenino es en realidad la veloz radiografía que ella le hace a cualquier hombre que se le cruza: para el caso, un pelagatos igual que su marido, aunque es buen mozo y tiene manos de pianista. Un revolcón con el crío es una posibilidad a considerar. Atisbando por encima de los dos hombres que la acompañan, la sonrisa de Lara se ilumina. Ha notado que se acerca Ramiro, medio primo, amante ocasional, siempre seductor, siempre elegante, siempre riquísimo, en todo sentido. Al pasar junto a Amancio, Ramiro le da una palmada en la espalda, un poco demasiado fuerte.

A Amancio nada puede caerle peor que Ramiro. Desde chicos siempre lo trató con desprecio, y aunque es diez años menor que él, nunca pudo ganarle a nada. Ramiro es un excelente deportista. Siente hincharse el viejo rencor cuando besa a su mujer en ambas mejillas, a lo francés, demasiado cerca de las comisuras, demasiado demorado en ellas.

Advierte la presencia de Horacio, le tiende la mano con una sonrisa amplísima.

Amancio los ve alejarse hacia la pista de baile, tomados de la mano y cuchicheando entre risas. Horacio lo saca del caldo en que ha comenzado a hervir, señalando a Lara con la cabeza.

El entrelíneas le da a Horacio en los huevos: los judíos son cagones. Lo escuchó mil veces, en la primaria, en la secundaria. En su interior se le aprieta un nudo de rencor y desprecio: Si este idiota supiera quién es Elías.

La historia de su hermano y las pocas veces que lo vio furioso le bastan para inspirarle un temor absoluto. Debajo del prestamista calculador y medido hay una bestia lista para atacar. Un hombre decidido, alguien que ya ha matado y que está en condiciones de hacerlo nuevamente. Amancio cree que puede asustarlo con facilidad. Si lo convence para que amenace a Elías, el resultado sólo puede ser que uno de los dos, o los dos, terminen muertos. Si su hermano muere, él es su único heredero. Si muere Amancio, el mundo no perderá mucho. El riesgo es que la cosa salga mal y se descubra su complicidad, algo que siempre puede negarse. Lo más probable es que cuando lo apriete, Elías le salte encima y no le deje más alternativa que liquidarlo. En todo caso, es una ficha jugada al cinco, si sale el cinco, bien y si no sale, no va a estar mucho peor que ahora. El premio bien vale el riesgo, concluye.

Pam, pam, papam. El baile cesa repentinamente y, como si fuera la hora de Pavlov, toda la concurrencia se pone de pie. Unánime solemnidad ante los acordes del himno nacional. Los militares se cuadran y ostentan patriotismo con tensas venias. Se canta el «Oíd, mortales», alguien saca a relucir un pretencioso registro de barítono. Lara y Ramiro aprovechan para acomodarse en el lugar más alejado de la pista, fuera de la vista de Amancio. Horacio está pendiente de alguien a su derecha. Con los repetidos juremos con gloria morir, finaliza el homenaje a la patria y hay estruendo de sillas mientras vuelve el caos de risas y voces. A Horacio la vista de la presa le despierta el instinto predador.

Horacio se acerca a la mesa donde se encuentra Isondú Quiroga, joven representante de la nobleza provincial, tres veces Reina de la Yerba Mate, hija del propietario del mayor yerbatal de Misiones. Tiene tanto de dama como de animalito cerril y sus ojos brillan como dos carbones encendidos sobre su piel aceituna. Está para comérsela, piensa Horacio ya sentado al lado de su sonrisa. Amancio, con no poca envidia carcomiéndole el alma, se ha quedado pensativo y solo en su mesa. De pronto recuerda a Lara. En vano recorre con la vista todo el salón, han desaparecido. Se sirve una copa de champán y la apura por su garganta. Recorre el lugar, revisa los salones contiguos, nada, vuelve a la mesa y se sienta nuevamente. Pasa una hora, dos, algún conocido habla ocasionalmente con él, que no deja de rastrear a su mujer. Pasa otra hora, los convidados comienzan a retirarse, la fiesta inicia su agonía. Amancio no ha dejado de beber y de buscarla, pero sus sentidos empiezan a traicionarlo. Horacio se acerca a despedirse, le susurra al oído…

… y sale del salón tomado por la cintura con Isondú. Amancio observa las llaves que le entregó como si fueran un talismán. Cuando se convence de que Lara no volverá, se las mete en el bolsillo, se levanta y enfila hacia la calle. En la vereda se da cuenta de que está demasiado borracho para manejar, y toma un taxi hasta su casa. Su cabeza es un maelstrom. Horacio le ha dicho que, si es necesario, mate a su hermano. Esa muerte sería la mejor solución a sus problemas. Pero matar a un tipo…, no sabe si se anima. Darle un susto puede ser, pero ¿matarlo? Por su imaginación pasa el cadáver de Biterman y la escena le repugna. Le oyó decir a Giribaldi que muchos, a la hora de morir, se cagan encima. Si el miedo no da resultado, siempre puedo pedirle a Giri que se haga cargo del ruso. Total, un muerto más, ¿qué le hace?

Amanece. Amancio, con su smoking desaliñado, duerme en el sillón del living. Y continúa durmiendo hasta casi las siete de la tarde, cuando el ruido de la puerta lo despierta sobresaltado. Es Lara que regresa agotada.

Lara desaparece rumbo al dormitorio dejando a Amancio masticando rabia e impotencia. Se sirve una copa de whisky y se la zampa como un latigazo, pero su estómago rechaza la bebida y lo obliga a ir a abrazarse al retrete en el baño de las visitas y vomitar hasta que no le quedan más que una docena de arcadas secas y dolorosas. Se levanta como puede, regresa al living y se derrumba nuevamente en el sillón. A eso de las once de la noche, despierta para ver a Lara a punto de irse nuevamente.

Desolado y confuso, Amancio oye el ascensor al abrirse y al cerrarse, el motor distante en la azotea poblada de sombras. Como un relámpago, piensa que ha salido a encontrarse con Horacio. Aunque no, no han tenido oportunidad para arreglarlo. En ningún momento estuvieron solos. Pero el intercambio de miradas ardientes no le pasó desapercibido. Amancio está enamorado de Lara, metido hasta el cuello. Siente, sabe, que es mucho más de lo que se merece. El cuento de la amiga no se lo traga ni por un instante. Será Ramiro, entonces, o su jefe, ese Polaco con un apellido que tiene más consonantes que vocales. Y él no puede hacer nada para evitarlo, como tampoco puede impedir que la sangre se le suba a la cabeza y le anude el pecho. No tiene ningún poder sobre Lara, ninguna influencia, nada que a ella le interese como para endulzarle la actitud. Le ha puesto plazo y el reloj lo está corriendo. Se sirve y empina un Tres Plumas. La bebida es una manada de gatos rabiosos que cae por su garganta. Se toma uno más para ahogarlos, y otro, y otro. Finalmente comienza a serenarse y la imagen de Lara desnuda, encima del Polaco, se desdibuja y pierde importancia. El cuerpo se le ha entibiado, el dolor anestesiado y el odio enfriado. Tras el quinto o sexto trago, hace añicos la botella vacía contra el piso y piensa que Biterman, los judíos, los polacos, son los culpables de que todo se esté acabando. Va hasta la vitrina, tiene en los labios una sonrisa boba. Abre el cajón, saca la 9 mm. La acaricia, está tan fría como él mismo. Abre la caja de balas con punta de acero, extrae el peine de la culata, carga uno a uno los ocho cartuchos y se la echa a la cintura. En la caja ha quedado un último proyectil, se lo mete en el bolsillo. Va al dormitorio, busca su chaqueta de Félix, que ya está empezando a sacar lustrina en las solapas, y se la pone. Se arregla la corbata de escudos y sale.

Cuando abre y cierra las puertas del ascensor, y oye el motor arriba, piensa que él también puede irse, y se va con la sensación de que ahora todo cambiará. Que es el judío el que le trae la mala suerte. Siente que está al mando de la situación.