En la oscuridad de la habitación, Eva se pregunta: ¿Qué quiere? Todo el mundo quiere algo. Decide poner a prueba a Lascano. Veamos qué pretende o consigamos salir de aquí con un mínimo de seguridad, se está diciendo cuando llega el Perro. Enciende la luz y se quita el gabán. Ella, hermosa y distante, está fijada en un punto indefinido de la pared.
¿Le pasa algo? No. Me da la sensación de que sí. ¿Esto es un interrogatorio? Pregunto no más. ¿Y qué te importa lo que a mí me pase? Bueno, no es que me importe… Y si no te importa, ¿por qué me tenés presa aquí? ¿Cómo? Cada vez que salís me dejás encerrada. ¿Quiere salir, quiere irse? Quiero saber qué es lo que querés conmigo. Mire, chiquita… Me llamo Eva. Perdón, Eva. Yo no quiero nada con usted. ¿Soy tu prisionera privada? No tengo por costumbre tener presos en mi casa. ¿Ah, no? ¿Y dónde los tirás? No los tiro en ningún lado, se los entrego al juez. No me vengas con cuentos, todo el mundo sabe muy bien lo que hacen los botones. ¿Ah, sí, qué hacen? Ah, ¿no lo sabés? Mire, chiquita…, perdón, Eva. Yo trato de mantenerme dentro de la ley. No jodas, ¿de qué ley hablás? Leyes hay, lo que falta es justicia. Pero ¿quién te creés que sos, el Llanero Solitario? Yo no me creo nada. Lo único que sé es que tengo un trabajo que hacer y trato de hacerlo lo mejor posible. ¿Desde cuándo laburan los canas? Yo desde los quince, ¿y usted? ¿Y yo qué? Nada. El comisario misterioso. ¿Qué le hice para que esté tan enojada? ¿Qué querés conmigo? La estoy protegiendo. No me pregunte por qué. Protegiendo. ¿Querés que te la chupe? Bueno, te la chupo. ¿Querés cogerme? Bueno, cogeme… Yo no quiero nada. No me hagas reír, vas a ser el primer cana que… Suficiente, ¿se quiere ir?, la puerta está abierta.
Eva se levanta y va decididamente hasta la entrada.
Perdón… ¿Perdón por qué? Porque no me di cuenta. ¿De qué? Que la dejaba encerrada. Es por costumbre. Como muchas veces me dejo las llaves, siempre cierro para no olvidarlas. ¿Cómo? Si cierro con llave, no me las olvido al salir. Hace mucho que vivo solo. Bueno, me voy. Haga lo que quiera, pero sin un peso y sin documentos no creo que llegue muy lejos. Los milicos andan muy activos por la calle. Eso es problema mío. Es verdad. Bueno, entonces me voy. Vaya no más.
Lascano la ve salir con una mezcla de alivio por la recobrada soledad y angustia de ausencia. Camina tras ella, pero al llegar a la salida se arrepiente, para y enciende un cigarrillo.
Todo lo que no es útero es intemperie. La calle se le hace siniestra a Eva. Por debajo de la falda de verano se le cuela el frío entre las piernas y se estremece. En el bolsillo del vestido ha encontrado algunas monedas. Ahora, dar con un teléfono público que funcione es una verdadera proeza. La realiza, pero el resultado de sus llamadas es nulo, o peor. En el número de Domingo contesta una voz desconocida, de hombre. Eva da su clave y le dice cualquier cosa. Corta. Domingo está perdido o en fuga. Su segundo llamado no es atendido. El tercero lo responde una voz de mujer:
Ya llegamos. ¿Quién habla?
La respuesta debía ser ¿Qué tal el vuelo 505? Corta. Ya no le queda a quién recurrir. La célula ha sido desbaratada. En estos momentos, los chupados estarán tratando de aguantar veinticuatro horas sin hablar. Es el tiempo que se necesita para difundir la alarma entre los compañeros y para desaparecer antes de que los desaparezcan. Los milicos lo saben, el apuro los hace más salvajes todavía. La noche se cierra anunciando lluvia. Las calles están desoladas. Eva retrocede saliendo de la avenida, sumergiéndose en las sombras más oscuras de los plátanos de una calle transversal. Por la esquina cruzan dos Falcon cargados de gorilas, los cañones de sus Itakas asoman por las ventanillas. Están tras ella o de quien sea. Es noche de cacería y ella es la presa. Está desarmada y se siente desnuda. Tropieza con una baldosa floja que le lanza un escupitajo de agua sucia entre las piernas. Es una señal. Camina cuadras y cuadras, llorando, el frío de la noche mordiéndole las mejillas húmedas, el cuerpo pidiéndole tregua. No tiene adónde ir, pero el orgullo le dificulta regresar donde Lascano, si no el mejor, el único refugio disponible. Cuando lo comprende vuelve. Sin embargo, al llegar, vacila, trata de considerar otras posibilidades, pero no las hay. De pronto, la luz se enciende, un adolescente sale del ascensor y se dirige a la salida. Eva finge estar buscando las llaves cuando el chico abre y la deja pasar. Adentro, flota un aroma delicioso a milanesas caseras con ajo y perejil, y el frío se atempera. Un cocodrilo se le revuelve en el estómago. Frente al departamento de Lascano, vacila de nuevo brevemente, porque hay gente entrando o saliendo. Para evitar el timbre, da tres suaves golpes en la madera. Una parte de ella desea que Lascano no la oiga, pero él se ha quedado junto a la puerta, fumando un cigarrillo tras otro, pensando en ella, y los tres golpes le suenan directamente en el cuerpo antes que en los oídos. Abre como si estuviera esperándola desde siempre. El cielo provee los efectos especiales, relámpago, trueno y cae una de esas lluvias torrenciales de gota gorda, propia de un día caluroso de marzo.
¿Usted por aquí? Perdoname, soy una chiquilina. Acá no la vamos a desmentir. Ya sé que la calle está brava. ¿Puedo quedarme hasta que consiga mis documentos y algo de dinero? El que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. ¿Entonces puedo? Con una condición. Ya me lo imaginaba. Esta noche cocina usted. Te gusta vivir peligrosamente. ¿Tan mala es? La verdad es que no sé hacer ni un huevo frito. Bueno, le propongo algo. Yo le enseño. ¿En serio? Estoy muerto de hambre. ¿Comenzamos con las lecciones? Dale. Mi especialidad, fideos con salsa de tomate. ¿De nuevo? De nuevo. La primera lección: para cocinar bien hay que hacerlo con placer. Si no, la comida sale mal. Mi abuela decía que era con amor. Es lo mismo, y la cocina, como el amor, tiene algunos aspectos menos gratos que otros. ¿Por ejemplo? Las lágrimas, así que usted va a picar la cebolla. Ah, entonces a mí me toca la peor parte. Como a cualquier aprendiz. A la orden mi comisario. No se haga la payasa y pique. Bien finita… Como ordene. Esto es muy importante: para que la salsa no se ponga ácida siempre hay que agregarle un poco de azúcar a los tomates. ¿Así está bien? Perfecto. ¿Le gusta el ajo? Me encanta. Maravilloso. No confío en la gente que no lo come. No me digas. ¿Sos raro, eh? Rarísimo. Ahora este diente de ajo, me lo corta en tiritas finitas… ¿Ve esa raicita verde que tiene adentro? ¿Ésta? Ésa. Sáquela. A veces es muy amarga…
En el estrecho espacio de la cocina, Eva y Lascano se relajan y se concentran, se acercan y se huelen. La comida va tomando forma mientras ellos se rozan sin querer y queriéndolo cuando se produce, envueltos en el aroma de las cebollas y los ajos friéndose. La cocinita toma temperatura de hogar y la contagia a los cuerpos, que se acomodan a esta tregua inmediatamente. El cielo tiene playas donde evitar la vida, la intemperie ha quedado suspendida, y bajo el cuchillo de Lascano sucumbe un morrón robusto, rojo como la sangre, que va a alborotar la fritanga que hierve con entusiasmo en la sartén. En tanto, el agua burbujea impaciente pidiendo espagueti. Las cebollas le pican a Eva en los ojos y la asalta el remordimiento, pero su necesidad de hogar, de alimentarse con un poco de alegría, es mayor, y manda a archivo, por el momento, el dolor, el miedo, la alarma incesantes. Manotea la botella del vino con que Lascano ha perfumado la salsa, sirve dos copas y brindan como debe ser, mirándose a los ojos. Ella siente que se le calienta el cuerpo. A Lascano lo recorre un escalofrío, como cuando el macho vertiginoso se atreve en los dominios de la viuda negra.