Capítulo 10

En la oscuridad de la habitación, Eva se pregunta: ¿Qué quiere? Todo el mundo quiere algo. Decide poner a prueba a Lascano. Veamos qué pretende o consigamos salir de aquí con un mínimo de seguridad, se está diciendo cuando llega el Perro. Enciende la luz y se quita el gabán. Ella, hermosa y distante, está fijada en un punto indefinido de la pared.

Eva se levanta y va decididamente hasta la entrada.

Lascano la ve salir con una mezcla de alivio por la recobrada soledad y angustia de ausencia. Camina tras ella, pero al llegar a la salida se arrepiente, para y enciende un cigarrillo.

Todo lo que no es útero es intemperie. La calle se le hace siniestra a Eva. Por debajo de la falda de verano se le cuela el frío entre las piernas y se estremece. En el bolsillo del vestido ha encontrado algunas monedas. Ahora, dar con un teléfono público que funcione es una verdadera proeza. La realiza, pero el resultado de sus llamadas es nulo, o peor. En el número de Domingo contesta una voz desconocida, de hombre. Eva da su clave y le dice cualquier cosa. Corta. Domingo está perdido o en fuga. Su segundo llamado no es atendido. El tercero lo responde una voz de mujer:

La respuesta debía ser ¿Qué tal el vuelo 505? Corta. Ya no le queda a quién recurrir. La célula ha sido desbaratada. En estos momentos, los chupados estarán tratando de aguantar veinticuatro horas sin hablar. Es el tiempo que se necesita para difundir la alarma entre los compañeros y para desaparecer antes de que los desaparezcan. Los milicos lo saben, el apuro los hace más salvajes todavía. La noche se cierra anunciando lluvia. Las calles están desoladas. Eva retrocede saliendo de la avenida, sumergiéndose en las sombras más oscuras de los plátanos de una calle transversal. Por la esquina cruzan dos Falcon cargados de gorilas, los cañones de sus Itakas asoman por las ventanillas. Están tras ella o de quien sea. Es noche de cacería y ella es la presa. Está desarmada y se siente desnuda. Tropieza con una baldosa floja que le lanza un escupitajo de agua sucia entre las piernas. Es una señal. Camina cuadras y cuadras, llorando, el frío de la noche mordiéndole las mejillas húmedas, el cuerpo pidiéndole tregua. No tiene adónde ir, pero el orgullo le dificulta regresar donde Lascano, si no el mejor, el único refugio disponible. Cuando lo comprende vuelve. Sin embargo, al llegar, vacila, trata de considerar otras posibilidades, pero no las hay. De pronto, la luz se enciende, un adolescente sale del ascensor y se dirige a la salida. Eva finge estar buscando las llaves cuando el chico abre y la deja pasar. Adentro, flota un aroma delicioso a milanesas caseras con ajo y perejil, y el frío se atempera. Un cocodrilo se le revuelve en el estómago. Frente al departamento de Lascano, vacila de nuevo brevemente, porque hay gente entrando o saliendo. Para evitar el timbre, da tres suaves golpes en la madera. Una parte de ella desea que Lascano no la oiga, pero él se ha quedado junto a la puerta, fumando un cigarrillo tras otro, pensando en ella, y los tres golpes le suenan directamente en el cuerpo antes que en los oídos. Abre como si estuviera esperándola desde siempre. El cielo provee los efectos especiales, relámpago, trueno y cae una de esas lluvias torrenciales de gota gorda, propia de un día caluroso de marzo.

En el estrecho espacio de la cocina, Eva y Lascano se relajan y se concentran, se acercan y se huelen. La comida va tomando forma mientras ellos se rozan sin querer y queriéndolo cuando se produce, envueltos en el aroma de las cebollas y los ajos friéndose. La cocinita toma temperatura de hogar y la contagia a los cuerpos, que se acomodan a esta tregua inmediatamente. El cielo tiene playas donde evitar la vida, la intemperie ha quedado suspendida, y bajo el cuchillo de Lascano sucumbe un morrón robusto, rojo como la sangre, que va a alborotar la fritanga que hierve con entusiasmo en la sartén. En tanto, el agua burbujea impaciente pidiendo espagueti. Las cebollas le pican a Eva en los ojos y la asalta el remordimiento, pero su necesidad de hogar, de alimentarse con un poco de alegría, es mayor, y manda a archivo, por el momento, el dolor, el miedo, la alarma incesantes. Manotea la botella del vino con que Lascano ha perfumado la salsa, sirve dos copas y brindan como debe ser, mirándose a los ojos. Ella siente que se le calienta el cuerpo. A Lascano lo recorre un escalofrío, como cuando el macho vertiginoso se atreve en los dominios de la viuda negra.