Capítulo 9

La una. Florida. La prisa. El galope inflacionario que se desboca en 1979 contagia a todos. Los oficinistas, los especuladores y hasta los mendigos son presa de una agitación frenética. El que tiene está apurado por gastar unos pesos que en poco tiempo no valdrán la tinta con que los imprimieron. El que no tiene, no tiene.

Aunque estamos transitando los fríos de agosto que se llevan a la mayor parte de los viejos, la sensación, sólo la sensación, es de primavera. No para Amancio que está enterrado hasta las orejas en deudas. La que más lo preocupa es la que mantiene con Biterman. El judío puede hundirlo en cualquier momento y destapar la olla en la que se cocina su futuro. Amancio ha garantizado fraudulentamente muchos préstamos con los mismos bienes, ocultando maliciosamente sus compromisos. El tema de los cheques es el agua que le está llegando al cuello. Todos los demás compromisos que ha firmado sólo pueden acarrear acciones ante la justicia civil, que a su paso de tortuga y con las debidas chicanas tardará diez años en dirimir, con buenas probabilidades de que terminen en nada. Pero los cheques lo pueden mandar derecho a la justicia penal. Si a Biterman se le ocurre pedirle la quiebra, la jauría de acreedores se le echará encima. El resultado no será otro que la bancarrota, y con toda seguridad la cárcel de Devoto. Situación que no puede concebir sino con una mezcla de asco y miedo que lo despierta cada noche, puntualmente, a las cinco de la madrugada. Al ruso hay que pararle los pies de alguna manera, y ahora se le ha ocurrido una idea genial para salir del brete: Giribaldi.

De joven, en los ratos libres que le dejaba el Liceo Militar, sus actividades en Tacuara, las arengas del padre Meinvielle en la librería Huemul y las misas de los domingos, Giri jugaba de medio scrum en Atalaya, Amancio de tres cuartos. Se hicieron amigos con las cervezas heladas del tercer tiempo, las visitas a los quilombos de Carupá y las congas del Rowing Club o del Atlético de San Isidro en las que esos muchachones pendencieros y fumadores, vestidos con smoking, hacían alarde de fuerza. Las muchachitas del Jesús María, de la Anunciata o del Mallinkrodt adoraban excitar a los machitos, pero sentían una repulsión instintiva por satisfacerlos. Los chicos salían de esas fiestas calentitos y furiosos. La calle los recibía en banda con muchas ganas de pelea. La buscaban y la encontraban, siempre había algún palurdo desprevenido con quien agarrárselas y sacarse la leche que las chicas estimularon. Giri era, naturalmente, el jefe de la patota. Nadie le dio el título, él lo tomó de puro macho, a fuerza de crueldad y porque en el grupo no había quien se atreviera a disputárselo. Cuando alguno se le retobaba, Giri lo paralizaba con una mirada de halcón que le recordaba al atrevido la forma en que era capaz de ensañarse con sus víctimas en las trifulcas callejeras.

Ahora sentó cabeza, es hombre casado, un oficial del ejército argentino, un tipo empeñado a fondo en la lucha contra un genérico difuso que llama «la subversión». Las historias de las confesiones arrancadas a golpes de electricidad, de los fusilamientos de comunistas, de sus hazañas en la represión tienen en Amancio al único confidente.

A la sombra de esta camaradería prepotente, Amancio, como quien no quiere la cosa, le pedirá consejo sobre la manera en que debe tratar el tema de las deudas con Biterman. Espera que Giri le haga la gauchada de sacárselo de encima. Después de todo, los judíos y los comunistas andan siempre de la mano, y él manifiesta más odio por los hijos de Israel que por los herederos de Lenin. Tiene los medios y el poder para hacerlo desaparecer para siempre, y junto con él, sus mayores preocupaciones. Con ese propósito camina por Florida llevándose el mundo por delante. Va rumbo al Augustus, donde, café mediante, sueña con la posibilidad de eliminar al judío de su lista de problemas.