Entrando a su casa, Lascano se pregunta si ella estará todavía allí. Lo desea y lo teme, por eso se demora ante la puerta, buscando las llaves que se han desprendido de la presilla y han ido a parar al fondo del bolsillo, donde se acumulan bolitas de pelusa. La introduce lentamente en la cerradura y con sigilo de marido infiel abre con delicadeza, para no despertarla, se dice, se engaña, porque en realidad teme despertar él mismo, y también se dice: Vamos, Perro, si son las siete y media de la tarde. Está a oscuras, en silencio. Aliviado y herido, comprende que ella se ha ido, está seguro, que todo vuelve a ser como antes, que nuevamente está a solas esperando la visita del fantasma de Marisa para que lo excite y lo apuñale una vez más. Pero la luz se enciende y allí está Eva-Marisa, sentada en el sofá, tal como la dejó, sólo que ahora se ha vestido con ropa de él que le queda cinco talles grande. Y a Lascano se le corta la respiración y enciende un cigarrillo para disimular, sin lograrlo, el miedo y la alegría. Eva lo observa como el ratón de laboratorio estudia su jaula, y se sorprende alegrándose de que haya regresado, cosa de la que Lascano no se da cuenta, ocupado en parecer casual.
Disculpá, tomé prestadas unas ropas tuyas. Está hecha un mamarracho. Bueno, tu closet no es precisamente de alta costura. Eso es verdad. Tenía un poco de frío.
El Perro tiene un momento de vacilación. Cree que va a enloquecer. No sabe bien si está hablando con Marisa o con Eva. Lo envuelve una especie de sueño en el que no puede evitar lo que dice y hacer lo que hace, y del que no logra despertar.
A ver…, creo que tengo algo para usted que le quedará mejor.
Lascano se encierra en su habitación sin saber por qué. Sus movimientos tienen algo de automático. Se dirige a su mesa de luz y revuelve el cajón buscando algo. Lo encuentra. Camina hasta el closet, mete la llave en la boca de la cerradura y trata de hacerla girar. A causa del desuso, el mecanismo está algo rígido, pero al fin, con pequeños movimientos, logra que ceda con un clac que se le figura un poco siniestro, como una sentencia. Toma aire profundamente como preparándose para lo que vendrá. En un impulso abre las puertas de par en par. El aroma de Marisa, concentrado tras meses de encierro, le cae encima como si lo hubiese atropellado el rápido de las diecinueve treinta. Allí está, intacto, todo su vestuario, tal como lo dejó la mañana en que salió de la casa para no regresar. Lascano tiene que aferrarse para no caer desvanecido. Nunca, desde aquella mañana, se había atrevido a abrir esa compuerta. Nunca había tenido el valor para enfrentarse con la segunda piel de su mujer. Siempre miró con aprensión ese lugar hermético, con un sentimiento de temor reverencial, y ahora lucha con la sensación de haberse encarnado en el cuerpo de un profanador de tumbas. Pero al mismo tiempo, dominado por un designio oscurísimo, es incapaz de detenerse. Fuera de su cuerpo, se ve a sí mismo en la cama, fumando, y a Marisa, en ropa interior frente al espejo, sin saber qué ponerse, como siempre, buscando en él, en su hombre, la aprobación necesaria.
¿Qué te parece, me pongo el rojo? Así estás muy bien. ¿Querés que salga así? Tendría que llamar a la Brigada Antimotín. El rojo entonces.
Con una espléndida sonrisa, Lascano se entrega al espectáculo de su mujer vistiéndose y goza con anticipación del momento en que la desvestirá, al terminar la noche.
¿Cómo me queda?
Pálido como un enterrador, sale de la habitación con el vestido rojo en la mano y se lo entrega a Eva, que lo recibe con un murmullo de aprobación y se lo pone por encima del cuerpo. Da un giro gracioso y entra en el baño. El Perro se derrumba en el sofá. Al poco tiempo ella sale con el vestido puesto. Le queda perfecto.
¿Cómo me queda?
Todo el cuerpo le grita a Lascano que se levante, que la abrace, que le quite el vestido, un poco indignado por la usurpación, pero más por encontrarla plenamente y saborearla y quererla y sentirla y, más que nada, cogerla. El terror de sí mismo se apodera de él, se da cuenta de que no controla sus actos, y repentinamente la habitación se le convierte en una trampa donde no sabe lo que sería capaz de hacer. Entiende que debe salir de allí inmediatamente, que no puede quedarse solo con esa mujer un instante más, y se pone abrupto.
Tengo hambre. Salgamos a comer.
Eva percibe que el ambiente se ha enrarecido. Todo ha sido tan rápido que ni siquiera ha tenido tiempo de preguntarse por qué ese tipo tiene un vestido en su casa. Él ya está en la puerta, esperándola. Se calza los zapatos como puede y sale. Cuando Lascano está cerrando, el pájaro, en su jaula, le lanza otro piu agudo, esta vez incomprensible.
Él camina tres pasos delante de Eva. ¿Me está dando la chance de huir? La noche comienza a enfriarse y ella a temblar. Lascano lo advierte y con galantería de película de mosqueteros, se quita el saco y se lo coloca sobre los hombros. Ella se acurruca dentro de la chaqueta que la envuelve también con el olor de él, combinado con el de los Particulares 30 que fuma sin cesar, y lo observa.
No es muy alto, de estatura normal en un país de petisos, pero tiene las espaldas anchas. No ha criado la típica pancita que echan los hombres a su edad, ni le han crecido pelos en las orejas y la nariz. Aunque se le han volado algunas chapas, no muchas, tiene apenas unas canitas incipientes en las sienes que prácticamente ni se ven. Luce bastante atlético, hecho que contrasta con la parsimonia de sus movimientos. Si fuera un poco más dinámico, se diría que aparenta diez o quince años menos de los que debe de tener. Sus ojos sólo dejan de investigar cuando se cruzan con los suyos, fugazmente, porque él los aparta de inmediato y parece que se sonroja. Si no se adivinara que tras su calma aparente hay un tipo fuerte, peligroso, diría que me teme.
Entran en una típica fonda de barrio y el mozo lo saluda con familiaridad y un cierto asombro al verlo acompañado. Sin preguntarle, ordena el plato del día para dos, medio de la casa y soda. Ella trata de comprender lo que sucede, sin lograrlo en absoluto. Cuando llega la comida, Lascano la devora en cuatro bocados y espera que Eva dé cuenta de la suya. Cuando va por la mitad, él pide perdón y enciende un cigarrillo. No le ha prestado atención en ningún momento y a ella se le han ido las ganas de entender lo que está sucediendo. Cuando está pinchando el último bocado, el Perro pide la cuenta. Paga y salen. Él abre la puerta, le cede el paso y aprovecha la ocasión para contemplarla. El vestido le queda fantástico.
Con el aire frío de la noche, siente amainar el torbellino de su mente y comienza a recuperar el dominio de sí mismo. Se distrae pensando en la cantidad de recursos que tienen las mujeres para ser hermosas. No hay ropa capaz de esconder la sexualidad de sus cuerpos que la moda se ocupa en enfatizar. Piensa que, hoy en día, una mujer debe esforzarse para ser fea, que en realidad no hay feas, sólo distraídas, y que Eva no podría serlo aunque se esforzara, y ya no quiere pensar más. Enciende, cómo no, un cigarrillo. Tres pasos atrás, ella está feliz como una niña el día de su cumpleaños. Alcanza a Lascano, lo toma del brazo y se aferra a él que siente su pecho contra el bíceps y el sexo poniéndosele juguetón y traicionero dentro de los pantalones. Así caminan de regreso a la casa. Lascano no sabe qué hacer para que se despegue de él o para que el camino no termine nunca. Eva canturrea por lo bajo y apoya, ahora también, la cara contra su brazo. Al Perro le llega con violencia su aroma cargado de feromonas. Siente la necesidad de ese otro cuerpo con intensidad superior a cualquier pensamiento, y aprieta los puños dentro de los bolsillos para no saltarle encima. Pero han llegado a la estrecha puerta y deben separarse para atravesarla. A punto de entrar en el departamento, Eva se apoya en la pared y lo observa buscando las llaves, pero no de cualquier modo. En sus ojos hay provocación, en sus pupilas no hay temor, y sus pechos se elevan y contraen con curiosidad al ritmo de su respiración. Él abre y le mira el culo al pasar. Ella sabe que la está mirando, él sabe que ella lo sabe y se pregunta cómo es que las mujeres saben que les están mirando el culo. Y oye, o cree escuchar, la canción tristísima que habla de amores perdidos. Y ella lo ve cruzar la sala, zambullirse en su habitación y cerrar de un portazo, pero no lo oye llorar, porque llora en silencio, pero llora. Se duerme vestido. Esa noche no viene Marisa a visitarlo. Enojada, con toda seguridad. Pero al dormirse:
Estoy en el desierto. Es de noche. Su inmensa soledad transmite la misma sensación que el mar. Está vivo, más que presente. Es el todo. Me circunda y me anega. El desierto y yo comenzamos a ser un solo animal. Se me mete dentro. Estoy sentado intentando perforar la oscuridad y, al cabo, el desierto es espejo donde circulan todos y cada uno de los personajes de mi vida. Clarísimos y distintos. Todas las emociones vividas, una tras otra, sin descanso, mientras la luna rasga la noche como la barracuda al pez. Alquimia, transmutación: yo soy el desierto y el desierto es yo. Y de pronto me encuentro aullándole a esa misma luna. Afuera el sol resplandece y filtra con furia sus rayos en la estancia donde creo que soy un caballo, un zorro, un murciélago. Donde me pregunto: ¿Quién sos?, ¿sos un caballo, sos un zorro, sos un ratón?
Entonces despierta cocinándose en su propio jugo. Se levanta dando tumbos y sale. En el sofá duerme Eva. Ha doblado con esmero su ropa nueva y la ha colocado sobre una silla, primorosamente. Un brazo larguísimo le cuelga fuera de la manta. Se acerca, le toca levemente la mano. Sólo para cerciorarse de que ella no es parte del sueño, del desierto, sino que realmente está allí, viva. Está allí.