Capítulo 7

Son las horas pálidas del alba. La hora de los fusilados. Desde hace varias noches no cumple sus funciones habituales al frente del grupo de tareas que tiene bajo su mando. Por la llegada del niño a la casa, le han concedido licencia. Giribaldi duerme en su cama con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en puño. No oye la sirena que atraviesa la ciudad. A través de las hendijas de la persiana comienza a colarse la claridad del día. En la calle hay ruido de motores, órdenes, pasos apurados, movimientos de tropa. A su lado, Maisabé no duerme. Tiene la vista fija en el techo, le duelen los ojos porque casi no pestañea. No ha dormido en toda la noche.

Maisabé apoya la almohada sobre la cara del niño dormido, y vuelve la cabeza al cielo en el momento de presionar. No quiere sentir las convulsiones que ya adivina, detener el correr de toda esa sangre que está dentro, pero que ella ya ve afuera. En el momento de afirmarse con todo su peso sobre la almohada, el niño se mueve y ella lo golpea con los nudillos. Se despierta sobresaltado con un berrido. Como por encanto, aparece Giri en la habitación, toma a Maisabé por los hombros, no entiende, y se la lleva y ella se vuelve, ya saliendo, y el niño, que ha dejado de llorar, tiene para Maisabé una mirada más. Seria, de esas que sólo los muy pequeños pueden tener. Amén.