Hay que caminar por el Once, el Barrio Judío de Buenos Aires, cualquier día cuando los comercios ya han bajado sus persianas y las veredas quedan inundadas por rezagos de tela, rollos de cartón y otros desechos abandonados por los comerciantes, para encontrarse con los hombres, mujeres y niños que revuelven los desperdicios a la pesca de materiales aprovechables, reducibles, que venderán al peso por monedas a los reducidores. Familias pioneras de una actividad que les permite sobrevivir a expensas de rebuscar en la basura. De ella se benefician los policías de la Séptima que obtienen su mordida, no a cambio de protección, sino sólo, por el momento, de hacerse los distraídos, permiso precario. Las familias judías ricas han comenzado un éxodo lento y sostenido y aunque mantienen sus negocios en el Once, eligen el Barrio Norte o Belgrano, zonas con mayor prestigio social, para instalar sus residencias. En los antiguos edificios de lujo de la época de oro van quedando los ancianos, fundadores de las fortunas que ahora hacen posible los grandes pisos sobre los jardines de Libertador, las vacaciones en Punta del Este, los colegios privados, dudosamente ingleses, los autos importados. A estas nuevas generaciones el afán de amarrocar no les quita el sueño y encuentran gozo en ostentar. Hijos de la afluencia que no han experimentado las privaciones de la guerra, las miserias de los pogromos, la fantasmagoría de los campos de concentración, se permiten obrar a lo grande. Piensan que gastar más es vivir mejor. Quedan no pocas excepciones. Elías Biterman es una de ellas.
Éste es uno de esos tiempos muertos en la vida de Biterman. Trata de evitar las horas vacías. Flancos descubiertos que las fuerzas de ocupación de la memoria aprovechan para asaltar el refugio de su presente. Se recuerda muy joven, apiñado con cientos de paisanos custodiados por SS con ametralladoras, atravesando la campiña en un tren jaula. El paso del convoy, que no se detenía en las estaciones, era saludado por católicos polacos que le cantaban al Zyklon B y a los hornos crematorios. Su destino fue el campo de concentración cercano a Oswiecim que los nazis bautizaron Auschwitz. Cuando leyó Arbeit macht frei, el cartel que coronaba sus portones, y se encontró con los espectros en que se habían convertido sus habitantes, comprendió que debía evadirse cuanto antes, mientras le quedasen fuerzas y voluntad para intentarlo.
Su padre, Shlomo, sobreviviente de los pogromos de Ucrania, estaba muy alerta a cuanto acontecía en la Alemania de los años cuarenta. Obtuvo, a cambio de una fuerte suma que fue a parar a los bolsillos de un funcionario de la embajada, pasaportes argentinos.
Años atrás, durante la depresión, el viejo Biterman había rescatado a Heinz Schultz de la miseria. Le dio alimento, trabajo y vivienda sin pedirle mucho a cambio, hasta que fue tentado por una oferta de lo más nacionalsocialista: un puesto de guardia en Auschwitz. Antes de partir de la Alemania encapotada por la esvástica, se puso en contacto con él y compró su voluntad con una buena cantidad de Reichsmarks y la promesa de muchos más si facilitaba el escape de su hijo.
Schultz complicó a algunos camaradas con unos pocos de esos marcos y por la noche, a empujones, sacaron a Elías de la barraca que lo alojaba. El resto de los internos, acostumbrados a estas incursiones, lamentaron su suerte y, con vergüenza, se alegraron de no haber sido ellos. Biterman, escondido en el doble fondo de un camión de suministros, fue llevado hasta el bosque cercano. Allí, el chofer lo fotografió junto a un Schultz sonriente. Cuando Elías vio que sus captores se llevaban la mano a las cartucheras, no dudó un instante. Golpeó a Heinz en la nariz con todas sus fuerzas y se echó a correr bosque adentro, noche adentro, zigzagueando entre los árboles encendidos por los flashes de los disparos. No logró eludir todas las balas, una de ellas le atravesó la espalda y se le metió en el pulmón. Pero entonces era joven, fuerte y determinado. Siguió corriendo y corriendo hasta desplomarse en un claro. Schultz utilizó la foto para cobrarle a Shlomo el resto de lo pactado, y le aseguró que Elías estaba en un lugar secreto a la espera de poder salir del país. El viejo Biterman duplicó el valor del rescate, con la condición de que le entregase otra importante cantidad a su hijo, para que él también pudiera comprarle un pasaporte a Vignes, el funcionario consular de la Embajada argentina. Con esa esperanza, y apremiados por el temor a las delaciones, Shlomo y su mujer iniciaron una penosa peregrinación hasta el puerto de Buenos Aires. Tres años más tarde, agotado por las persecuciones y las penurias, murió dejándola en el cuarto mes de embarazo.
Como es natural, Heinz se quedó con todo, y además utilizó la información sobre el cónsul para extorsionarlo. Con su pequeña fortuna montó un taller para fabricar cacerolas y utensilios de cocina. Sus contactos le suministraron trabajo esclavo de los campos de concentración y su empresita se convirtió en una de las fábricas que proveían al frente. Harto del olor dulzón a carne quemada que emanaban las chimeneas del crematorio, compró un certificado médico y fue dado de baja del servicio activo. Se hizo rico, pero el aroma se le quedó pegado en la nariz hasta el 28 de mayo de 1969, cuando metió el cañón de su Walther PPK entre los dientes y apretó el gatillo. Sus hijos lo heredaron y fueron, andando el tiempo, prósperos industriales muy preocupados por los estándares de calidad de sus productos, que exportan a muchos lugares del mundo.
Elías, por su parte, fue rescatado por un grupo de bandidos que tenían sus guaridas en lo profundo del bosque. Eran enemigos naturales del orden constituido, de cualquier orden. Instintivamente, tendían a considerar al fugitivo como uno de los suyos. El rescate y cuidado de Elías estuvo no sólo guiado por la lealtad a ese código jamás escrito, sino también por la utilidad que ese muchacho corpulento y decidido podía suponer a la pandilla. La política no les interesaba lo más mínimo, y sentían una aversión animal por los uniformes, fueran del color que fuesen. Esta banda de salteadores de caminos solía emboscar con eficiencia a patrullas aisladas del ejército nazi, para hacerse de armas y municiones. Sus golpes eran rápidos, certeros, y normalmente no dejaban a nadie con vida ni cadáveres de los suyos. En una de estas acciones fueron sorprendidos por un pelotón de las SS que venía siguiéndoles el rastro. Fueron diezmados. Elías fue uno de los pocos supervivientes. Por la madrugada llegó a una aldea dormida donde encontró su salvoconducto: una carretilla. Con ese disfraz perfecto, se lanzó a los caminos. Iba calzado con la Luger obtenida en una de las incursiones contra los nazis. En caso de verse perdido, la utilizaría contra sí mismo. Estaba decidido a no regresar al campo. Cuando se topaba con soldados o patrullas, era tomado por un aldeano en sus tareas diarias y, en general, tratado con indiferencia. Si era necesario, se cuadraba al estilo alemán, alzaba la diestra y les dirigía el consabido Heil Hitler! Empujando siempre su carretilla, se dirigió al sur: atravesó Checoslovaquia, Hungría y Austria. En Trieste tuvo que abandonarla para colarse de polizón en un barco. En Dakar lo descubrieron y lo arrojaron al muelle sin más.
En total le llevó cinco años arribar al puerto de Buenos Aires, localizar a su madre, conocer el destino de su padre y a su hermano Horacio. Los largos años de soledad y de riesgo constante transformaron a Elías en un ser huraño y silencioso, preocupado únicamente por no volver nunca a la miseria. El pasado es una colección interminable de horrores que sólo merece el más completo de los olvidos; el futuro, una incógnita poco confiable que es preciso asegurar; el presente, el campo de batalla donde hay que garantizarse la vejez. Ahorrativo hasta el ridículo, todo le parece caro. Cuando debe comprar zapatos, calcula el precio de cada uno, y siempre, por cansancio, en toda transacción obtiene jugosos descuentos, mientras que no afloja un milímetro cuando se trata de sus ganancias. El poco dinero que le cedió su madre, en las manos de Elías se reprodujo y multiplicó cientos de veces, suministrándole a ella, a su hermano y a sí mismo un pasar en el que se ahorra mucho y no falta ni sobra nada. Hasta el día de su muerte, única vez en su vida que Elías lloró, Sara lo miró arrobada reconociendo en él la entereza, la visión y la templanza de su marido. Las mujeres son un capítulo yermo en la vida de Biterman. Huraño, jamás adquirió las habilidades necesarias para la seducción y el cortejo. Mientras fue joven, apaciguó el llamado del sexo con los servicios de putas baratas, ocasionales, apuradas y mal pagas. La chispa erótica se le apagó pronto, cosa que lo alegró pensando que podría disponer de todo su tiempo para las cosas que verdaderamente le importaban. La posibilidad de cortar un gasto siempre fue para él un motivo de alegría.
Elías oye llegar a su hermano. Su cara asomada a la puerta lo trae al presente. Horacio es exactamente su opuesto. Cuando va por la calle de un lugar a otro, su camino es determinado por el rumbo que lleva alguna mujer apetecible que se le cruza. La sigue cuadras y cuadras tratando de seducirla hasta que ella acepta un café o él desiste tentado por otra. Con una particular aritmética, Horacio intenta levantarse a cualquier chica, es cuestión de poner la estadística a su favor: si me tiro con veinte, treinta o cuarenta al día, es seguro que una o dos aceptarán mis invitaciones. Así su agenda está siempre poblada de muchachas, y su vida, de problemas de polleras. Heredó de su madre los cabellos color zanahoria que le adornan la cabeza como una llamarada. Tiene la sonrisa fácil, los ojos soñadores, el porte digno, y cultiva una afición por la ropa fina, bien cortada, que luce con elegancia. Horacio es un dandy sin un cobre. Sus ingresos llegan con cuentagotas y salen como por una manguera de bombero. Aunque no se atreve con Elías, no vacila en robar, en estafar a sus conquistas con el cuento de los muebles para el casamiento y en recurrir a cualquier ardid para hacerse de unos pesos. Su programa predilecto es la tribuna oficial del Hipódromo de Palermo, donde se codea con los socios del Jockey Club, mientras espera el milagro del caballo de cuarenta pesos que se demora siempre en la llegada. Admira a las rubias, hermosas y ajenas, de la alta burguesía porteña, en las que sólo logra despertar un interés fugaz. Allí conoció a Amancio Pérez Lastra. Una versión jet set de él mismo. Se hicieron amigos de inmediato, las afinidades son muchas. Ansía acortar la distancia social que en el fondo los separa siendo indulgente con un comentario habitual de Amancio que lo irrita: Vos sos mi amigo judío.
Para ganarse su favor, Horacio pensó en presentarlo a su hermano, a fin de que le prestara los fondos que necesita con creciente urgencia. Especula también con la posibilidad de que le dé alguna comisión por traerle el candidato. Siente que merece mucho más de lo que la vida le da y, sobre todo, mucho más de lo que Elías le asigna como salario, a cambio del empleo de mandadero que no necesita. Se lo concedió a instancias de su madre, la única persona en el mundo que fue capaz de hacerle gastar un centavo en algo superfluo.
… ¿Entonces? Entonces nada. ¿Cómo que nada? Así, nada, nulo, cero. ¿No me vas a dar nada por el cliente que te traigo? Primero, yo ya te pago por no hacer prácticamente nada, y segundo, el tipo todavía no vino y vos ya estás pidiendo comisiones. ¿Qué, acaso a vos no te sirve lo que yo hago? De la misma manera que a vos te sirve lo que te pago. Pero no me alcanza. ¿Tengo yo la culpa de que no te alcance? Si a vos nunca te alcanza nada. Tenés demasiados vicios. Eso es problema mío. Justamente, es lo que yo digo: problema tuyo. Y si me las tomo, ¿dónde vas a conseguir en quién confiar? Mirá. Mientras me afeito por la mañana me tengo bien vigilado, porque yo no confío ni en mi sombra. La manija la tengo yo y jamás la largo. Y en este mundo la manija tiene un solo nombre: guelt. Pero Elías… A llorar al templo. Entonces tampoco me vas a dar nada por éste. Primero veamos el pescado, después decidamos cómo lo vamos a cocinar. El tipo tiene un campo que puede garantizar lo que le prestes. Esa parte dejámela a mí, que de esto sé algo más que vos. Bueno, pero después no te olvides. Yo no me olvido de nada. Sobre todo no me olvido de lo que ya me debés.
En el palier está Amancio con su mejor traje, su uniforme de robar como él dice, su sonrisa amplia, a la puerta de Biterman, presionando el timbre, sin notar que es espiado por una vecina a través de la mirilla.
Éste debe de ser tu amigo. Atendelo. Cerrá, lo voy a amansar un poquito. ¿Fuiste a ver el campito que tiene? Bastante bien, en realidad, lo único que quedó del campo es el casco. Deben de ser cuatro o cinco hectáreas. Está un poco abandonado, pero con poca guita se lo puede dejar bien. A mamá le habría encantado. Para vos todo es poca plata. ¿Cómo se llama la estancia? La Rencorosa. ¡Qué nombre! Me gusta. Hacelo pasar y que espere. Yo voy a atender un llamado del interior.
Biterman toma el diario de la mesa y, desabrochándose los pantalones, se mete en el bañito. Tiene serios problemas de estreñimiento, así que éste es un momento sagrado. Horacio sale, cierra, va hasta la entrada y abre. Con una rápida ojeada, Amancio mide el departamento. Es uno de esos sucuchos ciegos con paredes de papel, donde todo es mínimo. Uno no podría desperezarse aquí sin pegarle a alguna cosa. Los muebles, los escasos adornos, las cortinas, todo es barato y usado más allá de su vida útil, pero este lugar huele a dinero.
Amancio. Adelante. ¿Qué hacés, pichón? Lo que se puede. ¿Tu hermano? Está con un llamado, ya te atiende. Llamó el otro, así que seguro va a hablar un rato. El hombre cuida lo suyo. Peso que cae en sus manos no ve más la luz del sol. ¿Estuviste en la estancia? Sí. ¿Y qué te pareció? La casa es buena pero está un poco destartalada. Con veinte guitas de pintura y veinte de albañil, la dejás como nueva. Puede ser, pero andá a sacarle vos veinte guitas a mi hermano. ¿Por qué se llama La Rencorosa? Es una historia familiar. Mi madre heredó el campito de una tía solterona, pero no le gustaba, nunca iba. Mi padre se hizo cargo y se metió en amores con una minita de por allí. Una chinita del pueblo, pero tenía un cuerpo que te quitaba el hipo. Mujeriego el hombre. Y el abuelo y el bisabuelo y mi hermano y yo. Eso se lleva en la sangre, pichón. El asunto es que la preñó y la metió a vivir en el casco que entonces se llamaba El Vergel. Un mal día le fueron con el chisme a mi vieja. Ella agarró una escopeta, se subió al auto y se fue al campo, la encaró a la chinita y, como se le quiso retobar, la molió a culatazos hasta que escupió el aborto. Después la tiró a la calle. ¿Y tu viejo, qué hizo? Nada. Ni se dio por enterado. Lo único que dijeron sobre el tema, hasta el día de su muerte, fue cuando mamá le hizo cambiar el nombre. Papá le preguntó por qué le había puesto La Rencorosa. Ella le contestó: Para que sepas que la próxima de éstas que me hagas, los culatazos los vas a recibir vos. Papá metió violín en bolsa y acá no ha pasado nada… Che, ¿va a tardar mucho tu hermano? No creo. Familia brava la tuya. Nosotros no nos andamos con chiquitas. ¿Te conté del día que un peón se me insolentó y lo reventé a talerazos?
Elías aparece sonriente. Le ha ido bien.
Así que usted es el famoso Amancio. Mucho gusto. ¿Cómo anda todo? Dando la batalla, como siempre. Pase por aquí. ¿En qué puedo serle útil? Bueno, ando con algunas dificultades financieras. ¿Y cómo se llaman esas dificultades? Unos diez millones. Eso es algo más que dificultades. Bueno, la tasación de La Rencorosa dice que puede garantizar esa cifra, el campo vale diez veces más. Si usted lo dice…, ¿cómo la devolvería? Puedo darle cheques. A ver. Bueno, haga cuatro de tres millones y medio. Me está cargando un interés de locos. De locos es prestar sin aval. Pero yo le garantizo con un campo espléndido. ¿Y cómo sé yo que no está comprometido con otras deudas, que mañana se va a la quiebra y yo a la cola de acreedores? Pero, por favor, tiene mi palabra. ¿Usted cree que la podré depositar en el banco? Mire, la cosa es así. Tómelo o déjelo. Está bien. ¿Cuándo puedo tener los billetes? Despacito, primero me da sus datos y yo me hago informar, después usted pasa por lo del escribano Berún, Horacio le dará la dirección, y le firma una inhibición de bienes. Pero me parece que sería mejor que lo piense bien, porque debo advertirle que no soy un hombre tolerante con los incumplimientos. Si usted no cumple, yo lo demando. No me va a importar que sea amigo de mi hermano, la paciencia no es mi mayor virtud. Ni la mía. ¿Cómo hacemos? Una vez que haya hecho los trámites con el escribano, pasa por aquí a buscar el préstamo. Los gastos corren por su cuenta. Los cheques me los deja ahora. ¿Y quién me asegura que no se los guarda y no me da nada? Nadie. ¿Y entonces? Las condiciones son ésas, lo toma o lo deja. ¿A nombre de quién? Al portador.