Capítulo 5

La noche desciende pegajosa sobre la ciudad. Eva está en la terraza, recogiendo la ropa tendida, cuando escucha motores y corridas abajo. Se asoma cautelosamente. La casa está siendo rodeada por hombres con armas largas en uniforme de fajina. Por la esquina asoma el capot verde oliva de un camión del ejército. Veinte soldados se despliegan en abanico. Una tanqueta cruza la calle, derriba la verja, atraviesa el jardín, embiste la puerta haciéndola volar y retrocede velozmente. La tropa avanza disparando.

Un miedo físico toma el control de sus músculos, vacía su mente de toda otra consideración que no sea huir. Rápidamente baja por la escalera que da al patio del fondo, de un salto se encarama al cobertizo que alberga los tubos del gas, se trepa a la medianera y pasa al jardín vecino. Cruza corriendo, escala otra medianera. Emergiendo de las sombras, un ovejero alemán le cae encima, esquiva sus dientes por un pelo. Una luz se enciende, una voz lo llama, el perro tiene un instante de desconcierto que ella aprovecha para meterse en un pasillo y cerrar la puerta. Alejándose de los ladridos, trepa por una escalera de gato hasta una azotea donde se detiene a recuperar el aliento. Pegada a la pared, sintiéndose un animal acosado por la jauría, huyendo del sonido de los disparos que rompen la noche, rebotan en el río y la persiguen implacablemente, entra en una gran habitación. Hay una larga mesa de maquillaje con luces y espejos como los que se usan en los teatros. Se derrumba en una silla. No logra reconocerse en esa jeta descompuesta por el miedo. Se toma la cabeza con las manos y llora. Afuera el tiroteo finaliza, dejando lugar a esporádicos tiros de gracia. A lo lejos, oye ruido de movimiento de tropas, de motores, órdenes incomprensibles. Agotada, con la mente en blanco, incapaz de moverse, se adormila.

Dos días atrás, Manuel, su pareja, su amigo, su compañero, cayó en una emboscada que les tendió el ejército. Piensa en él y en Silvio, cosas tiradas en un charco de sangre en una calle de Tigre. Su muerte le duele en la cabeza, pero no en el corazón, porque el amor por él se le murió la última vez que se vieron, que se tuvieron, cuando se lo dijo y él no la escuchó. Porque Manuel apenas la oía, encantado como estaba por una determinación cruel de cambiar el mundo a como diera lugar.

Algo la alerta. Desde la escalera le llegan voces que vienen acercándose. Se pone de pie. Busca un lugar donde esconderse, las voces cada vez más cerca. Como un ratón, se escurre debajo de la mesa de maquillaje y pone una silla delante de sí. Desde su escondite ve las piernas de dos mujeres que vienen conversando ruidosamente.

Llega otra mujer más y se sienta en la silla tras la cual se oculta Eva, obligándola a estampillarse contra la pared para evitar que la roce con sus rodillas. Las muchachas cambian las simples ropas de calle por vestidos provocativos con lentejuelas, y se maquillan. Irrumpe una chica de voz muy joven.

Eva se vuelve hacia el ruido de pasos. Son de un hombre con pantalones, medias y zapatos rojos.

El hombre las arrea fuera de la habitación. Se asoma y grita algo que Eva no entiende. Vuelve enseguida con otro.

Tony camina hasta la pared que está frente a Eva y se agacha. Ella siente que se le paraliza el corazón, se cree descubierta, pero el hombre se pone a forcejear con la tapa de un tomacorriente, que oculta una caja de seguridad. La abre y coloca dentro dos fajos de billetes, luego la repone en su lugar, vuelve a colocar el tomacorriente y sale. Eva está a punto de ahogarse, no sabe cuánto tiempo hace que contiene la respiración.

Lascano se apresta a cruzar la plaza de Vicente López. Esa adonde van a cagar los perros de las familias adineradas, paseados por mucamas con delantal de Casa Leonor. Ellas ganan una décima parte de lo que cuesta el más económico de esos soberbios animales, a cual más exótico. Desde la sombra que derrama el gigantesco gomero, ve con satisfacción que sus hombres ya están preparados. Le viene siguiendo el rastro a Tony Ventura desde hace ocho meses. Ahora lo tiene. Camina tranquilamente y fuma, mientras sus hombres terminan de tomar posición sobre la calle Gaspar Campos, a pocos metros de donde la corta Arredondo. En este barrio de doble apellido, Ventura ha montado su negocio. En alguna turbia maniobra se hizo con esta mansión que tiene hipotecados hasta los picaportes, y que, mientras no caiga el desalojo, es ideal para el quilombo de alto vuelo que instaló. Tony cree que al contar con clientes poderosos está a cubierto de redadas policiales o intervenciones judiciales. Alentado por esa sensación de impunidad, amplió sus operaciones incluyendo el tráfico de merca, mesas de póker en las que se apuesta con ganas y, para su mal, prostitutas menores de edad. Éste fue el argumento que finalmente convenció al juez para firmar la orden de allanamiento.

El verano anterior, en Punta del Este, el doctor Marraco vio florecer a Mariana, su hija de trece años. En la Brava, estrenó un bikini que sus tetitas adolescentes pugnaban por estirar. El culito se le puso redondo, los ojos se le llenaron de fantasías, por los costados de la breve bombachita comenzó a asomar un vello incipiente y lacio. Él nunca había visto una mujer con pelo lacio ahí abajo. La boca se le hizo más carnosa y una mañana encontró su trusita manchada de sangre. Ya era una mujercita. Al juez empezaron a volverlo loco las miradas de los hombres, incluyendo las de sus mejores amigos, que se demoraban sobre el cuerpito de su niña. Los celos le hincaron los colmillos y ya no iban a soltarlo. Intentó con firmeza que su hija usara un traje de baño más discreto. Sólo consiguió que Mariana se fuera con creciente frecuencia a otra playa, otro escenario donde representar el ensayo general de la histeria, lejos del foco paterno. Una noche, volviendo del casino de San Rafael, Marraco observó por la ventana al menor de los Pertinetti manoseándola en el sillón del living. Ella, de lo más contenta; su madre, cómplice; él rabia.

Ventura había traído tres chicas de quince años, compradas al precio de dos en Asunción. Mezcla de india guaraní con alemán, estas morochitas, de pelo renegrido y liso como el de las orientales y ojos verdes, bien podían pasar por tailandesas. De algún modo, Tony estaba continuando la tradición de la Zwi Migdal, que en las décadas del veinte y del treinta contrabandeaba polacas rubias que en Buenos Aires pasaban tranquilamente como francesas.

Lascano tiene en el bolsillo la orden de allanamiento dictada por los celos de Marraco. Si bien en estos días tal documento ha caído en desuso, al Perro lo protege en caso de encontrarse con algún pesado del gobierno o de las fuerzas armadas.

El grupo de policías, impacientes dentro de sus uniformes, está apostado a pocos metros de la casa donde se oculta Eva. Lascano saluda en general con la mano, algunos le hacen la venia, pero no les está prestando atención. Se dirige al subcomisario.

El oficial muestra una expresión medio de asombro medio de resignación ante las palabras de su superior: no está acostumbrado a la presencia de un juez en un allanamiento. Para él, los jueces son unos señores que a veces aparecen en los diarios, dándose dique, cuando ellos ya hicieron todo el trabajo sucio. No siente una particular inclinación a hacer preguntas. Sabe que así se vive más tranquilo, y se limita a responder con cortesía y subordinación.

En el asiento trasero de un Falcon, conducido por un policía que Lascano ya vio algunas veces, llegan Marraco y Arrechea, uno de sus secretarios. Mientras Lascano se acerca, el juez baja la ventanilla.

Marraco sube la ventanilla y le ordena al chofer que arranque. Quiere llegar rápido a su casa para controlar las actividades de su hija. El auto se aleja, se funde con las sombras para reaparecer alumbrado por los faroles de las esquinas, achicándose en cada cruce hasta desaparecer. A Arrechea lo irrita que lo trate como a un chico.

Con un ademán, el Perro ordena a dos hombres armados con un ariete que derriben la puerta.

Eva sale de su escondite, se asoma al vano que da a la escalera, desde abajo llegan voces de hombres y mujeres. Una explosión, es el estruendo que hace la puerta de la calle al ser volteada. Corridas y gritos.

En la casa, la fiesta terminó. Bloqueando la salida, Lascano, cigarrillo en boca, disfruta del desarrollo del operativo que diseñó a la perfección. En pocos minutos, putas y usuarios son identificados y Tony es traído esposado a la presencia del Perro. No puede reprimir una sonrisa, todo de rojo, parece un diablito de juguete. Se tapa la boca, tose y ordena a sus hombres que permitan vestirse a los detenidos. Un oficialito le susurra algo al oído.

Hace como que no ve a dos que, cabeza gacha, salen apurados y se pierden en la ciudad.

Aunque es muy alto, la derrota parece haber empequeñecido a Tony.

En el piso superior, Eva oye pasos subiendo por la escalera. Cierra la puerta con sigilo. Regresa a su escondite bajo la mesa. Coloca la silla delante de sí. Se sienta en el piso y espera con las manos entrelazadas, como para rezar, pero no reza. Un uniformado da una vuelta por la habitación y vuelve a salir, y Eva, a respirar.

Abajo, los policías arrean con putas, cafishios y parroquianos. El agente que baja por la escalera se acerca a Lascano.

Arrechea, que ha estado quieto y callado como en misa, adopta pose de autoridad cuando Lascano se acerca.

Lascano sonríe. Logró deshacerse de la presencia del secretario rápidamente y ahora puede dar rienda suelta a sus virtudes de sabueso. Se pone a examinar la casa, habitación por habitación. Es lujosa, el moblaje es original. Los muebles, los cuadros, los tapices hablan de riqueza pulida a través de varias generaciones, de estudios en Europa, de gente fina. Sube por la suntuosa escalera de mármol. Camina lentamente observándolo todo. Eva, sentada en el piso, oculta bajo la mesa, ve sus piernas y alienta la esperanza de no ser descubierta. Está a pocos centímetros de ella, revisando los objetos que hay sobre el tocador, encima de su cabeza. Se aleja dándose pequeños golpes en la rodilla con una pequeña libreta de tapas negras. Se le cae. Eva lo ve agachándose a recogerla, todo su cuerpo se encoge involuntariamente y con el pie mueve la silla. Los reflejos de Lascano llevan su mano a la cartuchera. Se acerca, corre la silla y ve que allí está escondida una mujer joven con la cara vuelta hacia el piso. Al sentirse descubierta, Eva levanta la vista hasta encontrarse con la del comisario. Al Perro se le paraliza el corazón. Allí está Marisa, su esposa muerta. La cara, el cabello, los hombros, las manos, el color. Ese aire entre desafiante y melancólico, pero, por encima de todo, los ojos, es Marisa. De pronto, el encanto es quebrado por la voz del sargento Molinari que, desde donde está, no puede ver lo que pasma a Lascano. Viene a comunicarle que el traslado de los detenidos ya se ha realizado. Sin apartar la vista de ella, el comisario le ordena que vayan adelante, que luego los alcanzará. Nuevamente solos, en silencio, la contempla sin salir de su asombro.

Oculta bajo la mesa de un quilombo de lujo, Marisa lo está mirando. Lascano ya no maneja la situación, no sabe qué hacer. Le toca el pelo sólo para cerciorarse de que es real. No puede llevarla presa, no puede dejarla libre, no puede pretender que no la ha visto. Cuando ella intenta hablar, sólo atina a ponerse el índice sobre los labios. La toma de la mano para ayudarla a salir, la envuelve en su gabán y dejan la casa, sin cambiar una palabra. Afuera, brama la estupidez de los hombres y se mata por dinero.

La chica se deja llevar en silencio. De vez en cuando le dirige una ojeada rápida y furtiva a Lascano, tratando de adivinar sus intenciones. Teme, calcula sus posibilidades de fuga, pero no se decide. Nada puede deducir de ese hombre con edad suficiente para ser su padre, que fuma incesantemente y la trata como a una dama de la corte. Cuando toma Libertador, cree que la conduce a la Escuela de Mecánica de la Armada, pero siguen de largo. Piensa que van al Batallón 601 de Inteligencia, en Viamonte y Callao, pero doblan por Juan B. Justo. Se adentran en La Paternal y estacionan. No ve en este barrio nada que pueda parecer un chupadero, pero ¿quién sabe cuántos hay? Ya en la vereda, mientras él camina cinco pasos por delante, piensa en huir, pero ¿adónde? Deja de caminar. Él continúa adelante sin volverse. Asustada, intrigada y temblando, sigue al Perro hasta el interior de su departamento.

Lascano contempla al pájaro en su jaula. El animalito otea haciendo movimientos nerviosos con su cabecita y le lanza un piu de reconocimiento. Lascano sacude la cabeza y se mete en la cocina. Se siente algo mareado. Coloca una pava con agua sobre la hornalla. Con el mismo fósforo enciende el gas y el cigarrillo y deja flotar su mente, arrullado por el siseo del fuego. Poco antes de que hierva el agua, gira la perilla y la llama se extingue con una leve explosión. Prepara el mate según metódico ritual.

Está sentado en el sofá que alguna vez fue rojo, cuando ella vuelve de la ducha. Más Marisa aún que antes, más cotidiana. Le alcanza un mate.

Ella asiente con la cabeza. El Perro deja su asiento. Desde el sofá, Eva lo ve preparar la comida. No entiende nada. Al rato, emerge con dos platos humeantes de fideos en salsa de tomate y los coloca frente a frente sobre una inestable mesa ratona. Vuelve a la cocina. Sale con una botella de vino, dos vasos, cubiertos, y deposita todo desordenadamente sobre la mesa. Se sienta, comienza a comer apurado y, con un ademán, le indica a Eva que haga lo mismo. Ella se sumerge en el plato. La comida pobre, simple, sabe deliciosa. Se demora en los sabores, sintiendo que el alimento le va reconfortando el cuerpo, ansiando más de esa sensación. Se echa un trago de vino, que de inmediato se le sube a las mejillas. Se instala en un clima de calidez que hasta ahora era tan sólo un recuerdo escondido entre los pliegues de un presente desolado. Se pregunta: ¿Cómo llegué hasta aquí? Lascano aprovecha para estudiarla mientras está concentrada en la comida. Le parece estar reviviendo la primera vez que le cocinó a Marisa. Sólo falta que le diga:

Y que él le conteste:

Normalmente las respuestas agudas e ingeniosas se le ocurren varias horas, y hasta días, después de que sean oportunas, pero no en aquel tiempo cuando la risa surgía como por encanto entre los dos. Lascano sonríe para sí con tristeza. Un detalle que Eva no se pierde, ni entiende, ni falta que hace. Aquí está pasando algo. No sabe qué es, pero le gusta, la tranquiliza, la hace sentir como en casa. No sabe por qué, pero este hombre le inspira seguridad. Repentinamente, Lascano se pone de pie y se mete en su habitación, de donde sale enseguida con una frazada que arroja en el sofá junto a ella.

Regresa a su cuarto y se encierra. Eva permanece inmóvil unos segundos. Oye algunos ruidos. Luego silencio. Platos vacíos. Se levanta. Toma la vajilla, va a la cocina, lava, algo tiene que hacer. A los lejos tabletean las ametralladoras.

Lascano se adormece en su cama. Marisa le sonríe.

Se revuelve. El Perro desliza la mano sobre su cuerpo, lentamente, hasta llegar a su sexo dormido. Lo despierta y vuela hacia atrás como un colibrí, hasta ese lugar donde se encuentra Marisa. Abierta, indefensa y entregada y necesitada y tibia y hospitalaria y habita su cuerpo como si su cuerpo fuese su casa y se sumerge en el deseo de más y se derrama sobre sí mismo y se le cae el corazón y llora y a lo lejos tabletean las ametralladoras.