Ha comenzado a soplar un viento destemplado. Por el cielo, deshilachándose, corren apuradas unas cuantas nubes. El mayor Giribaldi pasea su nerviosa espera por los jardines. Ésta será la noche, le dijeron. Cree que acá está la clave para solucionar los problemas de Maisabé, su mujer. No tiene más de cuarenta años, pero se siente como de setenta esta noche. Está impaciente. En los múltiples bolsillos del uniforme de fajina rebusca el cigarrillo que le sacó a un conscripto. No fuma, pero en estos casos se fuma. Entonces fuma. La luna se asoma por entre las ramas de las tipas enormes de Luis María Campos. Giribaldi recuerda una luna igual, cuatro años atrás.
Ay lunita tucumana, de la mano con Maisabé, por la orilla del río, jurándole amor eterno, lo que sea con tal de meterla en su cama. La conquista de Maisabé fue un intrincado camino desde la iglesia a su casa todos los domingos, y su estrategia, tan indirecta que le llevó no menos de seis meses, y arriesgarse a perderla, tocarle un pecho por primera vez. Ella lo dejaba hacer hasta cierto punto, luego lo paraba en seco, con mano firme, y él ya sabía que se le había cruzado la Virgencita del Valle y que no podría seguir avanzando. Las convicciones católicas de Maisabé eran más fuertes que los calores que él, con mucho esfuerzo, lograba hacerle subir. Siempre alcanzaban el mismo punto: ella jadeando, las mejillas hirviendo, los pezones erguidos como acero y el ¡basta Giri! que le sonaba como advertencia de terreno minado. En un año no pudo llegar más lejos. El altar se imponía al deseo. Harto de la masturbación y de las chinitas del prostíbulo local, aquella noche, con esa luna, le propuso matrimonio. Maisabé se emocionó hasta las lágrimas, y aceptó enseguida. El militar avanzó un tranco de pollo en sus arrumacos. Con mano tenue, Maisabé le tocó apenas el sexo urgente y la retiró de inmediato como un pez asustado. Ése fue todo el avance que consiguió con su propuesta. Primero, habría que pedir su mano a los padres de ella y autorización a sus superiores. Después, el vestido blanco, la iglesia, la fiesta… y luego, sí, la entrega. Ya convertida en su mujer, Giribaldi avanzó abruptamente hasta la penetración. La cosa fue breve. Un veloz desahogo para él y, para ella, el cumplimiento de una más de las muchas obligaciones de mujer casada que asumió ante Dios. El novio se quedó entredormido preguntándose si para eso se había casado. Cuando despertó, Maisabé, arrodillada al pie de la cama, rezaba. Imperativo, la tomó de la mano, la trajo a su lado y la abrazó. Ella se acurrucó, lo miró con sus ojos negros llenos de tristeza y calló. A Giribaldi, la proximidad de ese cuerpo nuevo que venía ansiando desde hacía tanto, ese cuerpo postergado que estaba muy quieto pegado al suyo, comenzó a llenarlo de emoción. Entonces la apartó de su lado, lo más suavemente que pudo, se dio vuelta y se durmió.
Sus encuentros amorosos no tienen la frecuencia ni la intensidad que Giribaldi desea. Maisabé jamás toma la iniciativa, nunca un gesto seductor, una caricia. Él siempre tiene que comenzar y guiarla todo el camino. En algún momento, ella jadea unos instantes y pronto retoma su respiración normal. Eso es todo por su parte. El clímax es un lugar reservado para su esposo, a quien ella acompaña silenciosa y quieta, como resignada. Nunca le explicaron si el placer forma parte del plan de Dios. Entonces no. Luego, espera que el marido se duerma para arrodillarse y pedir perdón con el pecho dolorosamente cerrado. Giribaldi ansía lo que nunca ha tenido: una mujer satisfecha, sin fuerzas ya para otra cosa más que abandonarse, rendirse a la contemplación plena de su macho, unos besos como los que se ven en las películas. No con Maisabé. No con ella. Y otra… no hay otra, ni siquiera la posibilidad o el pensamiento. Giribaldi no sabe seducir.
Hace más o menos un año que recurrió al argumento del hijo. Eso, que santifica su unión porque sí está en el plan de Dios, le dio a Maisabé una coartada para aumentar la frecuencia, aunque no la intensidad. Aquello va por otro camino. A pesar de todos los intentos, Maisabé no se embaraza. Hacen cálculos de días, piden consejo, acuden a la consulta, nada. El organismo está bien, los sistemas responden positivamente en los estudios de fertilidad. Todo funciona correctamente, pero Maisabé no se preña y, con cada menstruación, se hunde en un charco de tristeza. Giribaldi se avino, no sin resistencia, a hacerse un análisis de esperma. Por ese lado también normal. Pero nada. El doctor afirma que el problema está en otra parte. Entonces ella comenzó a sentirse culpable y él a explotar ese sentimiento para tenerla más seguido. El argumento le dio resultado por un tiempo. Maisabé es una mujer severa y abnegada, pero la repetida frustración mensual, cada vez que las reglas delataban su infertilidad, minaron su voluntad y los encuentros amorosos fueron clausurados con una mezcla de vergüenza y rencor en dosis variables. El médico militar que los asistió, con la discreción correspondiente al rango, le contó a Giribaldi su experiencia: muchas mujeres que no quedan embarazadas a pesar de ser orgánicamente aptas deciden adoptar. Una vez que adoptan a un niño, quedan, como mágicamente, embarazadas de inmediato. Éste, me juego la vida, es el caso. A solas, le aconseja: Adopte, mayor, va a ver cómo se soluciona todo. Total, hoy en día es lo más fácil del mundo. Lo consultó con su mujer, quien le dio un sí temeroso y mudo con la cabeza. Éste es el negocio que lo trae esta noche a los jardines del Hospital Militar.
Hace cuarenta días, una chica de poco más de veinte años fue traída desde el Comando de Operaciones Tácticas de Martínez. Acá es donde los grupos de tareas traen a parir a las cautivas rubias. El Eutocol corrió por sus venas apurando las contracciones que le llegaban como olas cada vez más frecuentes. El médico siguió, distraído, el proceso de dilatación. Ella asumió los dolores del parto desolada y ajena, pero colaborando con empeño. Moría por ver a su hijo. Pero cuando el bebé comenzó a ser expulsado, cuando sus esfuerzos ya no fueron imprescindibles, el Pentotal hizo lo suyo y la chica cayó en el sueño químico que la medicina describe con la fórmula «coma controlado».
Hoy el doctor se llevó al niño con el argumento de que había que vacunarlo. Ella lo vio irse y supo, supo, supo que era el fin, pero expulsó ese pensamiento de su cabeza y se dejó llevar al lugar donde, le prometieron, estaría más cómoda para criarlo. Fue, luchando todo el tiempo contra la certeza de que nunca lo volvería a ver, de que nunca volvería.
Ahora el niño queda en manos de Giribaldi, junto con un bolso, unas pocas instrucciones rápidas y la dirección de un pediatra de confianza. Y de allí a la casa del mayor donde Maisabé aguarda, arrodillada, rezando.
Cuando llega, coloca al bebé como una ofrenda en la mesa del living, y casi tiene que arrastrar a una Maisabé muerta de miedo hasta él. A la vista del pequeño que parece dormido, a ella le surge espontáneamente una sonrisa dulce y algo triste. En ese momento el bebé da un respingo, abre los ojos y lanza un berrido penetrante que la hace retroceder sobresaltada, tropezar y caer de culo al piso.
Me odia, sabe que no soy su madre.
Cuando Giribaldi saca a Maisabé del living, el niño deja de llorar.