Capítulo 2

La sala está en penumbra. La única iluminación procede del farolito tenue del alumbrado público que bailotea mecido por el viento y lanza alternativamente la sombra de Amancio sobre el techo, las paredes, la biblioteca. Junto a la ventana, toma su quinto whisky. Querría, cree que debería, estar tomando Ballantine’s o Johnnie Walker etiqueta negra, pero debe conformarse con un Old Smuggler, porque Amancio ya no es el que era, o ya no tiene lo que tenía, que viene a ser lo mismo. Por eso bebe con rabia.

Son más de las dos de la madrugada y Lara hace tres horas que duerme. Lo cual supone un alivio, una tregua a sus continuos reproches. Pero también es una afrenta a sus expectativas de compañía, de comprensión, de apoyo, bah, de sexo. Lara sólo puede demandar, si no hay algo a cambio, no tiene nada que dar.

Abajo, el ejército acaba de montar un cerrojo. Han cruzado un jeep en la bocacalle. Dos uniformados se han apostado con ametralladoras en las esquinas, entre las sombras. Tres más se han ubicado unos metros atrás y otros tres paran a los vehículos que pasan. Rebuscan en ellos, separan a los ocupantes, les exigen documentos, y así, por separado, les hacen infinidad de preguntas. Están a la caza de contradicciones, armas, indicios, lo que sea. Una mínima sospecha los conducirá, en el camión estacionado cerca, a un interrogatorio más profundo, más apremiante, en alguno de los muchos chupaderos diseminados por la ciudad. Amancio se descubre deseando presenciar una detención. Se siente como el espectador de circo, ansioso por ver cómo cae el equilibrista. El tiempo pasa, pero no ocurre nada. Las calles están vacías, los militares, entrenados para la acción, se aburren, se distraen hasta que la proximidad de un automóvil los pone alerta. Entonces dirigen sus cañones a las cabezas de los ciudadanos, tensan los dedos sobre los gatillos y tienen miedo, y el miedo es el pan del soldado.

Amancio termina su copa de un trago, violentamente, como queriendo hacerse daño con esa bebida barata y áspera a la que su paladar ha comenzado a acostumbrarse, y se sirve otra.

Algo alcoholizado, pasa revista a sus trofeos y cuadros con escenas de caza. Extraña su pasado triunfal, blandiendo orgulloso el fusil, la culata apoyada en el muslo y el pie sobre la cornamenta de un tremendo búfalo del Cabo. Le encantaba la sensación de poder que le producía matar a esas bestias enormes. A su lado, su amigo Martínez de Hoz. En cuclillas, el guía, un negrito todo ojos, todo dientes. Amancio es un tirador de puntería excelente, es su habilidad más destacable, acaso la única. Siente nostalgia del rol de white hunter, de la capacidad para dilapidar una millonada en un safari por el delta del Okavango, del esplendor perdido, porque hoy la economía de Amancio viene derrumbándose con efecto bola de nieve. No sabe, nunca le enseñaron ni aprendió a ganar, sólo a gastar. Pésimo estudiante, bajo la tutela irresponsable de su padre, de quien heredó la sensación de tener la vida comprada y, como los mandarines chinos, las manos atadas. El trabajo no se hizo para ellos. Los lejanos ancestros hicieron fortuna apropiándose de tierras mostrencas durante la campaña del desierto del general Roca. Hoy, como ayer, las fuerzas armadas vienen a garantizar un principio inamovible: defender el bien es defender los bienes. El sacrificio, la masacre de mil indios por día, no le parece un precio excesivo por tres o cuatro generaciones de familias ricas. Su abuelo fue uno de los que viajaban a Europa llevando en el barco su propia vaca para que los niños tuvieran leche fresca y, disimulada entre los pasajeros de otro puente, la amante que cumpliría las funciones que aburrían a la esposa patricia, para quien el sexo era cosa de obreros. En los salones de París se acuñó la expresión «rico como un argentino». La infancia abundante, los veranos en Rauch: diez mil hectáreas en la mejor tierra del país. La tradición heredera hacía caer dinero del cielo a medida que los parientes subían a él. Todo era viajar, lucirse en los salones, acompañarse de jóvenes monísimas y lánguidas, chismosear sobre los parvenus y los venidos a menos, burlarse de los nuevos ricos, despreciar la pobreza, mofarse de los últimos escándalos y divertirse con las excentricidades de un Beccar Varela, de un Pereyra Iraola. Pero las sucesiones dividen las heredades, y la falta de ocupación es muy costosa, sobre todo para quien está acostumbrado a lo caro, a lo fino, a lo importado, y carece de aptitudes para renunciar y para reproducir. De toda esa afluencia, hoy no va quedando casi nada. De los campos interminables sólo le resta el casco de La Rencorosa. Jardines y flores, árboles de doscientos años, sudan grass, el establo donde se adormecen un par de matungos, media docena de gallinas que sobreviven a la desidia de su amo y un tractor en desuso. La casona ocre, amplia y fresca, la veranda con sillones, los canteros impecables, quedaron aprisionados en cinco hectáreas. Eso es todo lo que han dejado el despilfarro, las sucesivas hipotecas, las divisiones, la venta de parcelas en lotes. El gasto se reduce necesariamente, pero no cesa, como tampoco los intereses, las multas, las penalidades. A caballo de un apellido prestigioso, los préstamos fluyen desde los nuevos ricos, que persiguen la oportunidad de hacerse con las propiedades tocadas por el aura de la gente bien. A medida que el capital disminuye, la canilla se va cerrando. Amancio es un prototipo de esta parábola, pero su personalidad colérica y agresiva no le permite asumir su situación más que con rencor, como una mala jugada de la vida, que pone fortunas en manos de unos pelagatos de alma quitándoselas a quienes, por cuna, la merecen. De aquella riqueza no le queda sino el tono campechano y desenfadado del Barrio Norte, el empaque y la soberbia. Cuando uno nace para rico, la pobreza se vive como una injusticia. Cada uno debe tener lo que se merece. Y él cree merecer una vida mejor, no ésta. Piensa qué hará mañana, y mañana es Biterman, el prestamista. Tendrá que ir a verlo a su oficina en el barrio del Once, donde maneja millones. Tendrá que rebajarse a pedirle prestado al judío, a aceptar sus condiciones, a sentir su dependencia y su sensación de inferioridad. Ayer mismo, sin ir más lejos, el banco le negó un aumento del giro en descubierto, a pesar de que el presidente no es otro que Mariano Álzaga, su primo y compañero del Saint Andrew’s. Amancio no tiene siquiera para pagarse el taxi hasta lo del usurero. Otro whisky y la botella se termina. Está completamente borracho. Abajo, los soldados han detenido un Fiat 1500, del que han hecho bajar a dos muchachos.

El estupendo cuerpo de Lara duerme tranquilo. Ella es joven, bellísima en una familia famosa por sus mujeres, joyas en los salones de la mansión de la calle Alvear. Los Cernadas-Bauer también patinaron por el tobogán de la bancarrota, pero aquellas mujeres no sólo son hermosas, también prácticas, porque en su árbol genealógico la soberbia savia gallega se mezcló con sangre alemana. De ahí los ojos verdes implacables, las rubias cabelleras y el dinamismo emprendedor. Su hermana instaló una inmobiliaria y se apropió de las relaciones familiares. Los contoneos de su cuerpo, sus monerías y su teatralización de niña bien y dispuesta seducen a compradores y vendedores, acrecientan su clientela y sus comisiones. Sin hacerse rica con ello, se armó un buen pasar al precio de un esforzado trabajo en el escenario de la compraventa. Lara, por su parte, con un espíritu más fogoso pero menos organizado, tomó el camino más corto. Después de varios affaires con hombres y mujeres de la jet set, a cambio de favores y regalos, se percató de que su nombre comenzaba a asociarse con la prostitución de alcurnia y era materia prima de comadreos y comidillas. Aceptó un puesto de secretaria privada de un ejecutivo de apellido polaco, educado en la Harvard School of Business, que dirige con gran pericia la filial argentina de Exxon. Lara no tiene aptitudes ni formación para el trabajo, pero el Polaco le dio el cargo de asistente para todo servicio, con un sueldo acomodado, ya que ella le resuelve sin demasiado esfuerzo necesidades que su propia esposa no está dispuesta a satisfacer. Los actores cambian, la tradición se mantiene. Del salario de ella viven ambos desde hace varios meses. Amancio la conoce desde niña, cuando alborotaba las reuniones en la estancia de sus padres, en la de los padres de ella o en la de conocidos comunes. Mientras pudo, Amancio simuló buena posición. Dilapidó sus últimos pesos en conquistarla y agasajarla. Un par de viajes por Europa, indumentaria y cosméticos caros, cenas y paseos terminaron por dejarlo en la ruina. Pero antes de que la bancarrota se hiciera obvia, Lara, siguiendo el consejo de su jefe, decidió casarse con el apellido Pérez Lastra como una manera de aventar el chismorreo que circulaba por Recoleta, Palermo Chico, y el casco antiguo y Las Lomas de San Isidro. Ese matrimonio tenía la ventaja de colocarla en la posición de señora casada y, se engañó, de llevar un buen tren de vida al precio de soportar a su consorte. Ahora que la pátina de riqueza se ha descascarado, dejando a la vista los surcos y rajaduras de un tiempo perdido, Lara busca con creciente impaciencia una salida honorable para esa unión inconveniente. El Polaco tiene cada día más problemas con su mujer y, en consecuencia, con Lara. Ya se ve en el horizonte que el barco comienza a escorar.

Sigilosamente, Amancio se dirige al dormitorio. Sobre la cómoda está la bolsa de Lara. La abre con mucho cuidado. Al tanteo, rápidamente, localiza la billetera. En la sombra, distingue tres billetes de diez mil pesos. Toma uno, se lo mete en el bolsillo y devuelve el resto a su lugar. Regresa a la sala, se sirve con disgusto un coñac y vuelve a su puesto en la ventana.

Los camiones militares y los soldados se han ido, el Fiat y sus ocupantes han desaparecido. La calle esta vacía y muda. La noche se extiende, se oscurece. Los que pueden, duermen.