Capítulo 1

Yo sé que hay que matar, sí,

pero a quién…

HOMERO EXPÓSITO, 1976

Hay días en que el borde de la cama es un abismo de quinientos metros. La repetición continua de cosas que no queremos hacer. Lascano querría quedarse en la cama para siempre o arrojarse al abismo. Sólo si el abismo fuera real. Pero no lo es. Lo único real es el dolor.

Así se siente Lascano esta y todas las mañanas desde la muerte de su mujer. Huérfano de niño, parecía predestinado a la soledad. Marisa fue una tregua de ocho años que la vida le concedió, argumento para seguir viviendo, recreo fugaz que finalizó hace menos de un año, dejándolo nuevamente varado en los bajíos de una isla donde se ganó con justicia su mote: el Perro.

Se lanza al vacío. La ducha le lava los restos del sueño que se van aullando por el sumidero. Se viste, se calza la Bersa Thunder 9 mm en la sobaquera. Se acerca a la jaula, hábitat del pájaro, que es lo único vivo que le quedó de Marisa, y agrega una pizca de alimento en el comedero. Sale a la madrugada desierta No amanece aún. La humedad es tal que, siente, podría ir nadando hasta su auto. Las luces y las sombras difuminan espectros en la niebla que todo lo envuelve. Enciende el primer cigarrillo del día.

A medida que avanza, en la esquina, va dibujándose el operativo. Dos Bedford oliva del ejército chicanean la bocacalle. Soldados con Fal y ametralladoras. Un colectivo de línea con las puertas abiertas. Sobre el costado, de espaldas al personal militar, con las manos alzadas, todos sus pasajeros aguardan en silencio el turno de ser palpados y luego interrogados por un teniente con cara de niño feroz.

Lascano cruza con indiferencia. Un recluta mira a su teniente como esperando una orden que no se produce y vuelve a Lascano. Él le responde con una mirada de mando, recta, bien adentro de los ojos, que le hace bajar los suyos. Lentamente despega el amanecer.

Poco antes de llegar al garaje, los camiones militares pasan a su lado. En el primero han cargado a un muchacho y a una chica con vestido de flores que bien puede tener la edad de Marisa cuando la conoció. Le lanza una mirada de fugaz desesperación que le repica en la columna como si le hubieran aplicado los doscientos veinte, y se la traga la niebla. Lascano enfila para la negra boca del garaje. Comienza el día.

La rampa le recuerda, uno por uno, todos los cigarrillos fumados. Mientras el motor del Falcon toma temperatura, enciende el segundo y agarra el radio transmisor.

La primera siempre canta un poco, cada vez más.

La comunicación lo pone de mal humor.

A su izquierda, de las aguas del Riachuelo se levanta una bruma química que corrompe el ambiente. Conduce con la ventanilla abierta, como si quisiera castigarse con la pestilencia que brota del río. A través del parabrisas, el paisaje se difumina y reaparece al ritmo de las escobillas. La radio está en silencio, la avenida desierta. Las ruedas, girando sobre el macadán, devuelven un tac tac monótono que tiene algo de ferroviario. Un movimiento, adelante, interrumpe la hipnosis. A la izquierda, una Rural Falcon gira en U. Tiene un bollo en el portón y el plástico de las luces de posición del lado derecho está quebrado. Emite luz blanca en lugar de la roja reglamentaria. Levanta el pie del acelerador. La Rural toma el mismo carril y se aleja a toda velocidad. Llega al lugar de donde salió. Hay una choza de lata y una huella en la tierra entre el pastizal manchado. Se mete por allí unos metros. Unos bultos en el suelo. Detiene la marcha, pone el freno de mano, desciende y los ve: son tres cadáveres. Enciende el tercer cigarrillo. Se acerca. Dos de los cuerpos están húmedos por el rocío. Tienen las facciones borradas por infinidad de balazos. Los cráneos destrozados. Contiene una arcada. Advierte que se trata de una muchacha y un muchacho jóvenes que visten jeans y pulóveres de cuello alto. El tercero es un hombre alto, de unos sesenta años, fornido, panzón, poco pelo encanecido, viste traje negro y corbata, está seco y tiene un grito salvaje que la muerte le congeló en la boca. No lleva cinturón. Su cabeza está intacta. A la altura del estómago, una gran mancha de sangre le dibuja una flor en la camisa celeste. Muy cerca hay un trozo de plástico rojo que recoge, examina y guarda. Enciende el cuarto cigarrillo y regresa lentamente al auto. Por el camino encuentra el cinturón que sin duda perteneció al muerto. La hebilla está quebrada. Lo enrolla en su mano. Se sienta con las piernas hacia fuera. Toma el micrófono.

Se deja caer en el asiento. Termina el cigarrillo y lo arroja por la ventanilla abierta. Comienza a llover. Se incorpora, toma el volante. Pone en marcha el motor y retrocede hasta la avenida para hacerse visible a la ambulancia. Aguarda. Pasa un camión frigorífico. Recuerda unas palabras de Fuseli:

Por experiencia, Fuseli sabe muy bien de lo que está hablando.

A Lascano le llamó la atención el comentario, porque su amigo se cuidó muy bien de revelarle que, al morir, Marisa estaba embarazada de dos meses. Nunca más volvieron a hablar de hijos muertos. Saben que esa cicatriz está allí adentro y no sienten ninguna necesidad de lamerse la heridas. Tanto él como Lascano son de los que creen que los hombres deben sufrir en silencio. Lo conoce desde muchos años atrás, pero nunca habían hablado de otra cosa que del trabajo. Fuseli es médico forense. Un tipo verdaderamente apasionado con su profesión. Es bajo, gordito, retacón, un poco pelado y peinado a la gomina, con su delantal siempre impecable y todo el aspecto de un señor formal. Es de una severidad obsesiva a la hora de descubrir los secretos de un cadáver. Fuseli le habla a los muertos, y ellos le responden. Nadie tiene su ojo para detectar mínimos detalles ni la paciencia para quedarse toda una noche desentrañando un cadáver. Sin embargo, el día que se enteró de la muerte de Marisa dejó todo para acompañar a Lascano al cementerio de La Tablada.

A lo lejos comienzan a relampaguear las luces de la ambulancia.

El Perro estaba demasiado abatido para sorprenderse. Aceptó su abrazo franco y sus pocas y certeras palabras como un maná. Amigos desde entonces, sin juzgarse, sin competir. En aquel momento, en la desesperación, pero también en las escasas alegrías. Los une, además, el hecho de que ambos toman la férrea concentración en el trabajo como un placebo. Aunque de esto tampoco hablan mucho, es así, naturalmente. Quizás la verdadera amistad se exprese mejor por lo que se calla que por lo que se dice.

Al llegar la camioneta, Lascano le señala el lugar al que debe dirigirse, camina pausadamente tras ella e indica al chofer y al enfermero que se lleven los cadáveres. Vuelve a inspeccionar el cuerpo gordo. Le revisa los bolsillos y sólo encuentra unas pocas monedas y una tarjeta: Aserradero La Fortuna, con una dirección en Benavídez, cerca de Tigre. Se aparta para que el enfermero lo cargue en la camilla. Sube a su auto, arranca y en poco tiempo está detrás de la ambulancia.

GUARDE DISTANCIA.

Favorecidos por el escaso tránsito de la hora, en pocos minutos están en el patio de la Morgue. Mientras bajan los cuerpos, Lascano va al encuentro de su amigo Fuseli, en la sala de operaciones. Concentrado en su microscopio, el forense no advierte su presencia.

Los camilleros depositan los cuerpos en las mesas de disección y se marchan. Fuseli se acerca al hombre gordo. Lascano enciende un cigarrillo.

Lascano se dirige al mueble y toma la cámara. Fuseli examina detenidamente el cadáver.

Fuseli toma la cabeza del muerto y la acomoda. Lascano levanta la Polaroid y oprime el botón rojo. Con un zumbido, la cámara expulsa la foto para que se revele. Lascano la abanica.

Fuseli vuelve a acomodar la cabeza, Lascano toma otra foto.

Fuseli revisa atentamente las manos del cadáver.

Lascano observa la placa. Como regresando del más allá, el retrato del muerto comienza a dibujarse.

Fuseli entra en un estado de embelesamiento en el que el mundo desaparece, dejándolo totalmente abstraído en su trabajo, sumergido en su relación de intimidad con los muertos. Lascano abandona la sala en silencio. Una brisa leve pero sostenida está limpiando el cielo y un solcito de invierno se cuela morosamente entre las nubes. La mañana promete, piensa, mientras aguarda en la vereda que algún automovilista se digne cederle el paso para salir del patio de la Morgue.