El ardor del aguardiente le infundió ánimos, y había aprovechado una visita a los servicios para meterse a hurtadillas una gran raya de coca. A Danny Skinner se le había pasado por la cabeza la descabellada idea de compartirla con Brian Kibby, antes de darse cuenta de que habría sido una majadería del quince.

El corazón le palpitaba con la fuerza de los tambores de guerra de una tribu selvática. Pero pese a la intensidad de los subidones la estupidez de aquella situación empezaba a reconcomerle. ¿Qué hacía en aquel sitio con Kibby? ¿Acaso había algo que tuvieran que decirse el uno al otro? Entonces, al regresar a su taburete, Kibby se fijó en el polvo blanco que llevaba pegado a los pelos de la nariz. «¿Has estado consumiendo drogas?».

«Sólo una rayita de coca», dijo Skinner con la mayor tranquilidad. «¿Quieres una?».

«Sí», respondió Kibby, estremeciéndose ante lo brusco de su respuesta. Ansiaba probar el polvo blanco; parecía importante pasar por aquella experiencia. Parecía importante aguantar el ritmo de Skinner.

Skinner se marchó hacia el retrete, indicándole a Kibby que le siguiera. Entraron en un cubículo, cerró la puerta a espaldas de ambos, preparó una gran raya y enrolló un billete de veinte libras. Ambos hombres se hallaban en una proximidad que resultaba incómoda. Esto es de locos, pensó Skinner, pesaroso, al ver a Kibby esnifarse la raya; más tarde iban a lamentarlo.

«Fuá…, cojonudo que te cagas…», comentó Kibby, jadeando y con los ojos llorosos, notando cómo el subidón de la cocaína le atravesaba el cuerpo y le ponía la columna rígida. Se sentía fortísimo, como si estuviera hecho de metal.

Aquella reacción no le pasó desapercibida a Skinner. «La gente critica a los criminales… hasta que son ellos los que quieren drogas de primera», sentenció con fingida pomposidad.

Mientras salían del cuarto de baño para regresar a la barra, Brian Kibby tuvo que esforzarse por reprimir una risita.

Skinner sonrió a la joven camarera para captar su atención, a lo que ella correspondió con otra sonrisa. Kibby tomó nota de aquello, lo que le puso furioso. «Se te dan bien, ¿eh?», dijo con amargura, indicando a la chica con un gesto de la cabeza.

Aquello le dio que pensar a Skinner. En el pasado, cuando había salido de marcha con sus colegas, las más de las veces el que ligaba era él. Desde los dieciséis años, había mantenido una actividad sexual más o menos continua, ya fuera con una novia o mediante una sucesión de aventuras intrascendentes. Desde la perspectiva de alguien como Kibby, claro, estaría catalogado como un tío que tenía mucho éxito con las mujeres.

Pero el verdadero problema son las relaciones, cosa que los putos retrasados sociales como Kibby ni siquiera pillan, de lo obsesionados que están por follar.

Skinner se dio cuenta de que rara vez había pensado en una mujer en términos puramente sexuales. Incluso cuando alguien era objeto de su deseo, invariablemente acababa pensando en su nivel de inteligencia, en sus preferencias musicales, en ropa, películas y libros, en qué clase de amistades tenía, en sus puntos de vista sociales y políticos, y en cómo se ganaban la vida sus padres. Cierto, había tenido muchos rollos de una noche, pero las relaciones superficiales siempre le resultaron insatisfactorias. Miró a Kibby con gesto inquisitivo. «Lo que pasa, sencillamente, es que a mí me interesan las mujeres, Brian».

«A mí también», se apresuró a protestar Kibby.

«Tú crees que sí, pero no es cierto. ¡Pero si hasta lees revistas de ciencia ficción, coño!».

«¡Sí que me interesan! ¡Lo que leo no tiene nada que ver!», se defendió Kibby.

Skinner sacudió la cabeza. «Más allá del tema sexual, tú no sientes curiosidad por las chicas. Sé que te gustaba Shannon, pero nunca le hablaste de ningún tema que a ella le interesara, lo único que hacías era darle la chapa con chorradas tuyas, como los videojuegos y el club de senderismo ese. Estás huyendo, Brian», dijo Skinner, notando ya el subidón de la coca y echando un trago de cerveza, «huyendo y refugiándote en los ferrocarriles a escala y las convenciones de Star Trek…».

«Pero si a mí ni siquiera me gusta Star Trek». Kibby pensó amargamente en Ian mientras sacudía la cabeza con vehemencia. «Lo que pasa es que soy tímido, siempre lo he sido. ¡Es como una puta enfermedad! Tú no lo entiendes», gritó, «la gente como tú jamás entenderá las humillaciones cotidianas por las que pasa la gente como yo», dijo antes de levantar bruscamente la voz, «¡SÓLO POR SER TÍMIDO, HOSTIAS!».

Algunos parroquianos se volvieron y le miraron con mala cara. Kibby asintió con la cabeza en un gesto de semidisculpa, haciendo rechinar los dientes al mismo tiempo. «No es que temas la humillación, Brian», dijo Skinner, «la provocas».

«Lo que pasa es que no tengo suerte con las chicas…».

Skinner asintió, y no pudo evitar que un pensamiento malicioso se le enquistara en la cabeza.

«¿Qué pasa?», exigió saber Kibby, captando aquella sonrisa contemplativa.

«Nada, que se me ha ocurrido que si te cayeras dentro de un barril con The Corrs al completo en pelota picada, seguro que acababa comiéndote la polla el guitarrista», se cachondeó Skinner.

Kibby le fulminó con la mirada, notando cómo volvía a acumulársele la ira en las venas, antes de dar paso a un sentimiento más frío y más cruel. «Entonces cuéntame, ¿cuántos puntos del uno al diez le pondrías a Shannon… comparada con Kay, digamos, la chavala esa con la que te ibas a casar?».

Vio el gesto lívido y mudo de ira de Skinner.

«… ¡o mi puta hermana!», le espetó.

Skinner sintió cómo su propia cólera amenazaba con desbordarse, y se contuvo. Durante un instante miró serenamente a Kibby. «Son mujeres, Brian, no putos videojuegos. Yo que tú me cogía un fajo de billetes y me iba a echar un puto polvo con una prostituta. En cuanto te libres del estigma de la virginidad y te relajes un poco, a lo mejor empiezas a ver a la gente de manera un poco más realista».

Mientras Skinner se giraba hacia la barra, Kibby sintió de nuevo aquellos liberadores impulsos de violencia, que, junto con la droga, le atravesaban como una corriente eléctrica. Cuando uno se desmanda, se preguntó, ¿qué es lo que puede llegar a pasar? Se hallaba en territorio desconocido y estaba encantado. Se moría de ganas de desmandarse.

A este hijo de puta de Skinner le voy a dar lo suyo. Puede que ahora no sea el momento, ¡pero se va a llevar lo suyo!

Igual que McGrillen, el pederasta de Radden y el maricón de mierda de Ian, igual que todos los gilipollas que me han cabreado, se han mostrado condescendientes conmigo o me han rechazado. Y a la guarra de Lucy me la tendría que haber cepillado cuando tuve ocasión. ¡Cómo no me di cuenta de que a la muy putilla se le caía la baba! Y a Shannon lo mismo…, si dejó que se la metiese un tipejo como Skinner, entonces…

Miró a Skinner, que ahora charlaba con la camarera. Era guapa y se estaba riendo por algo que le acababa de decir él. Y se supone que está con Caroline, pensó Kibby con rencor homicida.

Mi hermana, coño… Skinner, animal de mierda…

«Como le hagas daño a mi hermana, Skinner…», le bufó Kibby al oído.

Mientras la camarera se marchaba para traerles lo que habían pedido, Skinner se volvió hacia él. «Nunca jamás haría nada que pudiera hacerle daño a Caroline», declaró con una sinceridad y una rotundidad tan enérgicas que Kibby casi se sintió avergonzado.

«Pero si te pones a ligar con otras tías en cuanto sale por la puerta…».

«Sólo estaba hablando con la chavala mientras pedía otra ronda». Skinner meneó la cabeza de un lado a otro. «Tranqui, Kibby, joder», saltó, sonriendo de nuevo al ver que la camarera se aproximaba con las consumiciones.

Justamente cuando estaba pensando en arremeter contra Skinner con toda la violencia de que fuese capaz, Brian Kibby vio de forma fugaz el perfil de su adversario y se quedó pasmado por una extraña sensación, casi como de familiaridad. Escuchó en su cabeza una voz del pasado:

Te aseguro que te corto la polla, joder, porque como se la arrimes a alguna de esas putas guarras se te pudrirá y se te caerá a trozos de todas formas…

Aquella voz deshumanizada, la maligna rotundidad de la afirmación, vertida por una boca envenenada y rencorosa…, era tan fácil imaginarla saliendo de la boca de Skinner… Pero no había salido de ésta.

Se le había quedado grabada a fuego en el cerebro. La vez que su padre le había visto en compañía de Angela Henderson y Dionne Mclnnes. Sólo estaban hablando y riéndose. Su padre apareció por la calle, encorvado y arrastrando los pies, y le lanzó a su hijo aquella terrible mirada, una mirada satánica que le heló el alma. Cuando llegó a casa, vio a su padre furioso, divagando y semibalbuciente. Entonces Keith Kibby cogió del brazo a su hijo con aquellas garras suyas, y no quiso soltarle. Brian captó el alcohol en su aliento, vio la cólera ardiendo en su mirada y sintió cómo Keith Kibby le rociaba de babas mientras le abroncaba por andar por ahí con guarras asquerosas que le podían joder la vida a un chaval pegándole el sida o quedándose embarazadas a posta, y le advertía de que si alguna vez volvía a verle por ahí con semejante escoria le…

No. No se encontraba bien. Él mismo lo dijo.

Al día siguiente, restablecido ya su carácter habitual y exorcizado el terrible demonio que había tomado posesión de él, su padre se le acercó, sobrio y abrumado por terribles remordimientos. «Anoche me comporté como un bobo, Brian…, al ponerme así contigo. No me encontraba bien, hace ya unos días que no me encuentro demasiado bien, hijo. Eres un buen chico y no quiero que cometas los mismos errores que yo…, que comete otra gente. Pero lo siento muchísimo, hijo. Seguimos siendo amigos, ¿no, colega?».

Recordó lo cohibido y arrepentido que se había mostrado su padre, la angustia con la que trató de reconciliarse con él. Mientras veían Star Trek, Keith Kibby reconoció ante su hijo que La nueva generación era mejor en todos los sentidos que la serie original: era más profunda, tenía argumentos más interesantes y más filosóficos, mejores personajes y unos efectos especiales superiores. Sentado en el sofá, Brian Kibby se encogió de nuevo, muerto de vergüenza, ahora más por su padre que por sí mismo, ansiando una vez más que aquel hombre torturado se callase de una vez.

Su padre había sido débil, y él también, pero ya no quedaba tiempo para la debilidad. «Por los mosquitos en Birmingham», sonrió en un golpe de inspiración repentina, alzando su copa y mirando a Skinner.

Por un instante Skinner se estremeció, fijándose por primera vez en la astuta sonrisa de Kibby con verdadero temor, aunque enseguida levantó su consumición con gesto desafiante. «Broom-may mos-kay-toes»[36], dijo en un acento de pega de los West Midlands, agregando acto seguido y de manera cortante, «¡sin olvidar a los frikis ibicencos aficionados a la ciencia ficción!».

Aquello tuvo el efecto deseado: el de detener a Kibby en seco y hacer que contemplase a Skinner con perplejidad y asombro.

Había estado recorriendo Henderson Street en largos sprints intermitentes, cuando apareció ante ella Water of Leith, con la luz de la luna danzando sobre la superficie de las aguas, mientras sucumbía a la falta de resuello y al peso de la comida y de la bebida que llevaba en las tripas. Se apoyó en una verja y se llenó los pulmones de aire. Dos chicos que pasaban por delante se detuvieron y le dijeron algo, pero Caroline no oía más que ruido blanco mientras daba vueltas y más vueltas al contenido del diario de su padre y las revelaciones de Beverly, o, mejor dicho, a su ausencia.

Su padre: un matón alcoholizado. Le resultaba imposible, mucho más allá de lo imaginable, concebir que una droga pudiera cambiar tanto a alguien. Pero empezaba a recordar ciertas cosas, fragmentos de recuerdos de la infancia largo tiempo reprimidos. Aquella vez que oyó gritos procedentes de abajo y el llanto de su madre. Se alteró y quiso acudir para ver qué pasaba. La detuvo Brian. Entró en su habitación y no la dejó bajar las escaleras. Por la mañana, su madre había estado tensa y su padre taciturno, seguramente resacoso y abrumado por el remordimiento.

Brian. ¿Cuánto había sabido, de cuánto la había protegido? Le temblaban las manos y tenía el estómago tan revuelto que en determinado momento éste amenazó con renunciar a la sabrosa comida que llevaba dentro.

En un estallido de empatía desgarrador, Caroline se dio cuenta de que de niño su hermano debió de presenciar al menos una parte de aquel caos, cosa que a ella le había pasado casi por completo desapercibida.

La tormenta había disipado ya la espesa niebla procedente del mar, pero la lluvia seguía azotándola sin piedad. Sacó el teléfono móvil de un bolsillo de los vaqueros ya empapados, y se encontró con que se le había acabado el crédito.

Agotado… ¡Joder!

Caroline volvió a echar a correr, tenía los pies fríos, húmedos y empapados. Lamentó no haberse puesto unas zapatillas en el momento en que, apretando el paso, resbaló sobre los adoquines mojados y se dislocó el tobillo. Prosiguió el camino, entre lágrimas de dolor y frustración.

En ese momento, un grupo de chicas salía tambaleándose de un restaurante; sus ebrias risotadas resonaban bajo la tormenta. «No volváis», les decía un restaurador trajeado que sujetaba la puerta, mientras la última de ellas salía a trompicones a la calle.

«Oye, ¿y qué tal llevas la polla de chupetones?», bramó una chica de rostro sudoroso y largos cabellos castaños, arropada por una salva de risotadas de sus compañeras.

El hombre sacudió la cabeza y regresó adentro.

Caroline se acercó a las chicas para pedir ayuda. «¿Podéis prestarme un móvil? Es urgente… ¡De verdad que necesito llamar a alguien!».

Una de las chicas, de aspecto nervioso, corpulenta y con un flequillo corto, le pasó el suyo. Caroline lo cogió con ansiedad y marcó el número de Danny. Seguía apagado.

A medida que iban cayendo copas, las ganas de pelea subían y bajaban como la marea. Cuando se miraban a los ojos lo hacían con un asco y una perplejidad que parecían emanar de una mutua desilusión. A decir verdad, a ojos de los espectadores habrían pasado fácilmente por una pareja de amantes que, tras una estúpida riña provocada por el alcohol, se sentían avergonzados y no acababan de encontrar la forma de hacer las paces sin quedar mal. El ansia de beber de ambos hombres también se había esfumado de pronto, como si se hubiesen dado cuenta de que había poco que sacar en limpio intentando envenenarse el uno al otro.

Con un estremecedor acceso de lucidez, Skinner, a pesar de hallarse sumido en un estado de enorme nerviosismo y alteración, cayó en que en aquellos momentos el tipo de relación que mantenía con Kibby era prácticamente idéntica a las que había tenido con todos sus amiguetes borrachines.

Intentábamos envenenarnos unos a otros. Eramos como lemmings, pero en lugar de tirarnos juntos por un acantilado, teníamos un pacto suicida largo y ampuloso, que nos limitamos a intercalar de forma imperceptible en nuestra vida social.

Levantaron la vista hasta el televisor situado sobre la barra, donde vieron el rostro ladino y sonriente del presidente norteamericano, que había sido reelegido, como ya había pronosticado Skinner, pese a que le deseó buena suerte a Dorothy cuando votó por el otro candidato, cuyo nombre ya había olvidado. Tanto Danny Skinner como Brian Kibby, de forma simultánea pero cada cual por su cuenta, se preguntaron dónde se produciría la siguiente guerra. Pero Skinner ya no quería más guerras; estaba cansado. Muy, muy cansado.

De algún modo, mediante la combinación del intenso odio que siento por Kibby con mi acuciante necesidad de seguir llevando una vida de crápula, logré tramar un maleficio psíquico tan poderoso que me permitió transferirle a él la carga de mi desgaste.

Conseguí que otro librase mis batallas en mi lugar.

Miro a Bush mientras las fuerzas de Estados Unidos asaltan Fallujah. Los desesperados, la carne de cañón de lugares desindustrializados como Ohio, con cifras cada vez más altas de paro, son los que le volvieron a votar. De aquí a unos años se convertirán en borrachines tirados, como sus antepasados traicionados, que fueron al Vietnam y ahora pordiosean en los bajos fondos. Su papel en esta vida: poner el culo por los sueños y mangoneos ajenos. Los cadáveres de los niños iraquíes no salen en pantalla en época de elecciones, y en la democracia presuntamente más grande del mundo está verboten mostrar las hileras de ataúdes cubiertos por «Old Glory», la bandera norteamericana.

Si tienes poder suficiente puedes salirte con la tuya; si no, te jodes. Vaya un montón de mierda. ¿Para qué?

«Me voy a casa», dijo de repente Skinner, levantándose del taburete. Kibby pensó en una respuesta, pero no le apetecía discutir; no se sentía victorioso. Necesitaba las fuerzas que le quedaban porque iba a hacerle algo a Skinner. No sabía qué; algo para hacerle pagar e impedir que dañara a su familia. Estaba más allá de la ira; lo único que sentía ya era una fría certidumbre.

Salieron a la calle tambaleándose, ambos muy bebidos, pero guardando todavía las distancias. El tiempo había vuelto a cambiar a peor y fueron acogidos por una tormenta de viento lacerante y lluvia fría y torrencial. La impresión que produjo aquella gélida recepción en el organismo de Kibby pareció inflamarle de nuevo; una sensación de cólera y frustración le recorrió de arriba abajo. Necesitaba saber; no el cómo, que le daba igual, sino el porqué. «¿QUIÉN ERES, SKINNER?», chilló a través de el viento. «¿QUÉ COJONES QUIERES DE MÍ? ¿QUIÉN COÑO ERES?».

Skinner se detuvo de inmediato, y dejó caer los hombros, que había encogido para afrontar la tormenta. «Soy… soy…». No podía responder a la pregunta, que ardía en su cabeza como un ascua, a pesar del aturdimiento del alcohol y el azote del viento arremolinándose a su alrededor.

A Brian Kibby le hervía la sangre.

Esta… cosa…, este hijo de puta ha estado a punto de destruirme y sin duda destruirá a mi familia…

Kibby se abalanzó de repente sobre Skinner y le lanzó un puñetazo. Éste inclinó rápidamente un hombro, a la vez que efectuaba un paso lateral, recordando los movimientos que había aprendido de niño en el Leith Victoria Boxing Club. Frustrado, Kibby atacó de nuevo, sólo para toparse con un directo veloz y contundente en pleno rostro.

«Cálmate ya, Brian, joder», dijo Skinner, en un tono que estaba entre la amenaza y la súplica.

Notando cómo se le hinchaba el labio partido, Kibby retrocedió, asustado. Entonces se apoderó de él otra oleada de cólera, y volvió a arremeter contra Skinner. «¡¡TE ARRANCARÉ LA PUTA CARA, SKINNER!!».

Pero Skinner volvió a cazarle con un directo, deteniéndole en seco su avance y a continuación le estrelló un duro derechazo en la mandíbula que le dejó aturdido. Antes de que Kibby pudiera reaccionar, un contundente golpe al cuerpo le cortó el resuello y lo plegó por la mitad. Vomitó la sabrosa cena y cuanto había bebido sobre la acera en una sucesión de arcadas desgarradoras e ininterrumpidas.

«Ya basta. No quiero hacerte daño», dijo Skinner, dándose cuenta de que realmente era así. Le preocupaba el nuevo hígado de Brian Kibby, la cicatriz.

¡En qué cojones estaba pensando, sacudiéndole al pobre cabrón en el abdomen!

Skinner sintió casi tantas náuseas como Kibby, como si hubiera encajado sus propios golpes. Se aproximó un poco más y apoyó la mano en el hombro de su rival. «Respira hondo, te pondrás bien».

Kibby respiraba con dificultad, como un toro herido que resopla en el ruedo. Mientras la lluvia le humedecía el pelo, Skinner cayó en la cuenta de que tenía la vejiga a punto de reventar. De modo que echó a trotar como pudo y se arrimó, tambaleante, a una gran pared junto a la vieja entrada del muelle, sobre la que se puso a mear en una prolongada y liberadora expulsión de vaporoso y caliente líquido amarillo.

Apenas se dio cuenta de que a escasos metros había otro hombre haciendo exactamente lo mismo. Era un camionero llamado Tommy Pugh. Había pasado un largo día de viaje transportando un cargamento con destino a Aberdeen desde Rouen, en Francia. Su promedio de velocidad había sido bueno pero ahora estaba agotado. Había aparcado junto a la vieja entrada del muelle y esperaba poder descansar a fondo en la cabina del camión, ahorrándose así una buena parte de sus dietas de bed &breakfast.

Jadeando, Kibby levantó la cabeza, y poco a poco, bajo la lluvia, fue viendo claro. Vio el camión, y vio su inmenso depósito de gasolina plateado. Vio a Skinner orinando. Tras acercarse a echar un vistazo, comprobó que, en efecto, la cabina estaba vacía. Asomándose al interior, vio que la puerta estaba abierta y que las llaves estaban puestas. Y sólo unos cuantos metros más allá de Skinner se encontraba el conductor, meando contra la pared.

Era una señal. Tenía que serlo; no podía ser otra cosa. Y Brian Kibby supo en su fuero interno que si no aprovechaba aquella oportunidad en ese instante, las Parcas no iban a ofrecerle otra.

«¿A ti no te conozco de alguna parte?», preguntó la chica de la cara sudorosa mientras Caroline miraba fijamente la pantalla del móvil. Con una sensación de desesperación cada vez mayor, tecleó un mensaje de texto:

DAN, ENCONTRÉ EL DIARIO DE MI PADRE.

TAMBIÉN ES EL TUYO. ERES MI HERMANO MAYOR,

Y TAMBIÉN EL DE BRI. POR FAVOR NO OS HAGÁIS DAÑO.

C. BESOS.

Lo envió mientras la chica de al lado, la nerviosa del flequillo que le había dejado el teléfono, le preguntaba: «¿Conoces a Fiona Caldwell?».

«No…, necesito enviar otro mensaje».

«Ni hablar, devuélveme el teléfono», exigió la chica.

«Déjale mandar el mensaje», dijo otra, que iba un poco más sobria que las demás. «Te llamas Caroline, ¿verdad?». Mientras Caroline asentía con la cabeza, agregó: «Es Caroline Kibby, fue conmigo a Craigmount».

Caroline se dio cuenta de que conocía a aquella chica, Moira Ormond, del colegio. En aquella época era una gótica introvertida, pero ya no. Mientras asentía, con mayor gratitud de la que recordaba haber expresado ante nadie hasta ese momento, Caroline tecleó otro mensaje, éste para su hermano.

Lo más difícil fue subir a pulso su pesado y sudoroso cuerpo hasta la cabina. Una vez más, el alcohol le ayudó, embotando el terrible y mortificante dolor de sus carnes.

Puso rápidamente en marcha el motor del camión y lo condujo hacia su objetivo, que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando y seguía orinando contra la pared.

Tommy Pugh oyó el familiar sonido del motor de su camión al arrancar.

¿Pero qué coño…?

Tommy se volvió, aterrado, mientras el camión aceleraba hacia la pared, a escasos metros de él. Se desplazó rápidamente en la dirección opuesta, y su cuerpo bajo y fornido descubrió en ese instante las cualidades atléticas que genera la desesperación en estado puro.