Llovían frías cortinas de agua sobre un fondo de nubes oscuras, azotando de forma amenazadora las ventanas del exterior. Caroline entró con sigilo en la habitación, que sólo estaba iluminada por el televisor encendido. Apenas distinguía la silueta de su madre, acurrucada en el sillón.
Sobre la repisa de la chimenea, entre la luz parpadeante, vio de forma intermitente la imagen de su padre de joven. Se aproximó al retrato en blanco y negro y lo examinó como nunca antes había hecho. En efecto, sí que tenía algo distinto; los ojos desprendían una inquietud maníaca en la que hasta ese momento no había reparado, y en la boca había un mohín desaforado. Ahora la fotografía parecía caracterizarle no como el hombre tranquilo sentado en el sillón —religioso, recto y sobrio— sino como un ser movido por grandes y a veces terribles impulsos que se esforzaba a diario por reprimir.
Caroline se sentó en la silla situada junto a su madre, estrechando contra el muslo el cuaderno de aspecto inocuo que contenía aquellas asombrosas confesiones. «Mamá, ¿cómo era papá cuando le conociste?».
Joyce levantó la vista ante aquella distracción de la anestesia que destilaba regularmente el tubo de rayos catódicos. Los efectos euforizantes del alcohol se fueron agotando, lo que la había dejado medio adormilada y desorientada. Con una sensación de culpa lacrimógena, ahora le había dado por pensar que había profanado la memoria de Keith al beber. Y había algo en el tono de voz de su hija, algo amenazador… «No entiendo lo que quieres decir, era el de siempre, era…».
«¡No! ¡Era un alcohólico! ¡Tenía un hijo con otra mujer!». Caroline se puso en pie y depositó el diario en el regazo de su madre.
Con la mirada afligida y los ojos abiertos como platos, Joyce miró el cuaderno y después a su hija, antes de derrumbarse, acongojada, mientras caía al suelo el diario. Su madre se le antojó a Caroline una masa más oscura e informe que nunca. «Nunca la quiso…, ¡me quería a mí!», exclamó Joyce, con un timbre de voz desesperado situado a mitad de camino entre la súplica y la declaración. «Era cristiano…, era un buen hombre…».
El estómago de Caroline, lleno de comida y bebida, se revolvía. Salió al pasillo; en la pared estaba colgado el teléfono y sobre la estantería situada debajo de él estaban la guía telefónica y las páginas amarillas. Encontró el número del negocio de Beverly enseguida, e hizo votos por que Bev Skinner figurase en la guía por calles.
Había bastantes B. Skinner, pero sólo una en el distrito postal de Leith EH6: Skinner, B. F. Marcó el número con cuidado y los nervios a flor de piel. Contestó una voz de mujer. «¿Sí?».
«¿Es usted Beverly Skinner?».
«Sí, soy yo», fue la brusca respuesta. «¿Quién quiere saberlo?».
«¿Es usted la madre de Danny Skinner?», preguntó Caroline. La ira de aquella mujer alimentaba ahora su propia sensación de indignación y le infundía valor.
Al otro lado de la línea se produjo una brusca exhalación. «A ver, ¿qué es lo que ha hecho ahora?».
«Señora Skinner, creo que quizá sea la hermanastra de Danny. Me llamo Caroline, Caroline Kibby. Soy hija de Keith Kibby. Tengo que verla. Tengo que hablar con usted».
A esto le siguió un silencio tan largo y tan estremecedor que Caroline quiso chillar de rabia en protesta. Justamente cuando sospechaba que Beverly Skinner iba a colgar por la impresión recibida, volvió a oír aquella voz, más pugnaz que nunca. «¿Cómo has conseguido este número?».
«Estaba en el listín de teléfonos. Tengo que verla», repitió Caroline.
Se produjo otro silencio, antes de que la voz dijera, en un tono más resignado «Pues si está en el listín, ya sabes dónde vivo».
Caroline Kibby ni siquiera entró a despedirse de su madre. Joyce estaba sentada, totalmente aturdida, con el cuaderno junto a los pies. Al cerrarse de golpe la puerta principal, apenas se estremeció.
Beverly Skinner colgó el auricular y se recostó en el sillón. Cous-Cous, el gato, se le subió de un salto al regazo, y Beverly comenzó a acariciar al animal, que empezó a ronronear de un modo ruidoso, semejante a un ronquido, antes de salivarle encima.
Había aguardado durante largo tiempo la llegada de aquel día, reconcomida interiormente por una extraña sensación de terror. Había supuesto que cuando llegase sería una experiencia extrema: traumática o incluso catártica. Pero lo cierto es que fue un anticlímax total. Estaba desilusionada. Se había propuesto mantener la maligna influencia de Keith Kibby alejada de su Danny durante todo el tiempo posible. Pero Danny se las había arreglado para echar las cosas a perder por su cuenta, sin la ayuda de aquel gilipollas. El alcohol, las peleas…, en fin, ella había hecho todo lo que había podido.
La chica que había llamado por teléfono era la hija del Gilipollas, aquel psicópata violento y borracho. El que había sumergido la cabeza de su precioso Donnie en el aceite de freír. Que le había desfigurado. Aquello acabó con él; abandonó el grupo, abandonó su casa, la abandonó a ella… y lo hallaron muerto. ¡Y ahora la hija del Gilipollas iba a venir a verla, ni más ni menos! A Beverly le chocó que la chica pareciese bien hablada, no como el Gilipollas, pese a que cuando éste estaba sobrio no dejaba de tener su labia. Claro está, por otra parte, que tales ocasiones fueron muy contadas.
Probablemente le había dado una vida infernal a alguna otra mujer. A lo mejor podemos cambiar impresiones. Pero sería tan negativo para Danny si se enterase de lo de su padre, si descubriera que era…
Beverly oyó detenerse un coche frente a su casa. Inmediatamente, por el ruido sordo del motor, supo que era un taxi. Y también supo quién iba dentro.
Se levantó y abrió la puerta, encontrándose con una joven rubia que subía la escalera y la observaba desde el rellano.
Caroline vio inmediatamente a Danny en Beverly, en los ojos y en la nariz. «¿Es usted la señora Skinner?».
«Sí…, pasa», dijo Beverly. Su primera impresión fue que Caroline era una chica muy guapa. Pero cuando se conocieron, el Gilipollas también era guapo, todo hay que decirlo. Ahora bien, incluso entonces era obvio que la bebida estaba arruinando sus facciones.
«¿De modo que eres hija de Keith Kibby?», preguntó Beverly, incapaz de evitar que aquello sonase desafiante.
«Sí, lo soy», respondió Caroline sin inmutarse.
«¿Qué tal está?», preguntó Beverly, esforzándose por adoptar un tono genuinamente ecuánime. Una vez más, sospechó que había fracasado.
«Muerto», dijo Caroline imperturbable. «Murió justo después de Navidad».
Por motivos que no pudo precisar de inmediato, aquel dato le revolvió a Beverly las entrañas. Al fin y al cabo, había fantaseado durante años —si bien en abstracto— con bailar sobre la tumba de Keith Kibby. Pero en realidad nunca se había llegado a plantear la posibilidad de que pudiera estar muerto de verdad.
Su hija, sin embargo, parecía genuinamente apenada. Y de repente Beverly Skinner se dio cuenta de lo que realmente la había disgustado. Era la idea de que de algún modo aquel hombre tan horrible hubiese logrado redimirse, y que ella se hubiera pasado todos esos años odiando a alguien que, en realidad, había dejado de existir desde mucho tiempo antes.
Y mientras hablaba con aquella joven desconocida, Beverly Skinner vio las pruebas de aquella redención con sus propios ojos, en aquella hermosa jovencita, llena de aplomo y garbo, sentada delante de ella.
Fue su visitante quien acabó por hacer el balance de los hechos: «Es como si hubiera sido dos hombres distintos, señora Skinner, el que conoció usted y el que conocí yo. No bebía jamás, y era un hombre delicado y cariñoso. Pero en su diario leí cosas…, cosas que no podía creer…, conmigo… nunca fue así…».
Caroline había estado a punto de decir «con nosotros», pero algo la retuvo. Brian. ¿Alguna vez habría presenciado algo distinto, otra cara de su padre?
Beverly dejó que calaran en ella aquellas palabras. Rastreó su memoria en busca de otro Keith Kibby, y más o menos lo logró. «La verdad es que al principio lo pasamos muy bien. Nos conocimos en el concierto de los Clash en el Odeon, entre un montón de gente dando botes, totalmente idos de la olla. Choqué con él y le derramé la sidra. Él se rió y me echó un poco encima a mí. Y entonces nos pusimos a morrearnos como locos…».
Beverly se detuvo, dándose cuenta de que sólo de imaginarlo, Caroline se ponía a tragar saliva. La mujer madura, por su parte, se ruborizó por haber exhibido involuntariamente un yo más joven y más descocado.
«Sí, lo pasamos bien…, pero Keith era tan celoso y posesivo…».
Caroline volvió a estremecerse, agudamente consciente de que su padre jamás había dado muestras de semejante pasión por su madre. El suyo había sido un amor sosegado entre un hombre coriáceo, adusto y sobrio, y un ama de casa nerviosa, basado en valores compartidos, como el sentido del deber y la dedicación a la vida familiar. Pero ¿pasión? No…
Entonces Beverly empezó a hablar de cuando iban a nadar juntos, y eso le trajo a Caroline un montón de recuerdos, entre ellos el modo en que a veces su padre la levantaba en alto en la piscina y la miraba, mientras le decía con una intensidad tan feroz que casi la asustaba, como si no fuera él: Tú llegarás lejos, chiquilla.
Casi percibía un «o de lo contrario, te vas a enterar» a modo de coletilla fantasma, la idea de que el fracaso no entraba en las opciones posibles. ¿Llegó Brian a notarlo más que ella? ¿Acaso su padre se lo había hecho sentir más a él?
«¿Quién fue el padre de Danny, señora Skinner?».
Beverly se recostó en la silla y miró con fijeza a aquella jovencita. Era una completa desconocida, y se atrevía a formularle tan impertinente pregunta en su propia casa. Como muchas personas de aspecto y conducta externa abiertamente estrafalarias, Beverly Skinner se hallaba en fuga constante ante la parte brutalmente convencional de su alma. Ahora ya no había escapatoria posible. Se sentía ofendida. Enojada no, sólo ofendida.
«¿Fue el hombre de la cara quemada o fue mi padre?».
Ahora sí estaba enojada, de un modo tan abrumador que tuvo que apartar la vista. De no hacerlo, habría acabado atacando a Caroline Kibby a puñetazo limpio. En lugar de eso, se aferró con fuerza a los brazos del sillón.
El hombre de la cara quemada. Es de mi Donnie de quien habla. Acabábamos de volver, habíamos hecho las paces como es debido, cuando esa puta alimaña de Keith Kibby…
«Por favor, señora Skinner. En estos momentos Danny está con mi hermano Brian. No se llevan bien y los dos han estado bebiendo mucho. Me temo que puedan estar pensando en hacerse daño el uno al otro de alguna manera».
Beverly inspiró de forma repentina; al pensar en la ira de Keith Kibby el pánico se desató en su pecho.
Lo que Kibby le hizo a mi Donnie estando borracho…
… y mi Danny. Mi chiquitín. Siempre ha tenido un pronto muy vivo.
Y por lo que respecta al otro, al hijo de Kibby, ¡sabe Dios de qué será capaz!
Beverly cogió el teléfono que estaba sobre la mesa que tenía al lado y llamó a su hijo al móvil. Lo tenía apagado. Dejó un mensaje en el contestador. «Danny, soy mamá. Estoy con Caroline, Caroline Kibby, y tenemos que hablar contigo. Es muy importante. Llámame cuando recibas este mensaje», dijo, antes de añadir de forma apremiante y con voz entrecortada: «Te quiero, cariño». Se volvió hacia Caroline con cierta ansiedad. «Ve a buscarlos, cielo. Dile a Danny que me llame».
Caroline ya se estaba levantando, pero cuando se puso en pie, se detuvo y miró a Beverly a los ojos. «¿Es mi hermano?».
«¿A ti qué te parece?», saltó Beverly. «¡Corre, ve a buscarlos!».
Caroline no disponía ya de tiempo para distracciones. Abandonó rápidamente la casa, bajando las escaleras a todo correr e internándose en la noche, rumbo al Shore.
Beverly echó un vistazo al álbum London Calling que colgaba de la pared, a la firma y a la fecha, recordando con cariño y cierto pesar que en el transcurso de aquella singular velada sus amantes no habían sido uno ni dos, sino tres.