Cuando salimos del taxi y nos metemos de nuevo en casa, dejo a mamá sentada ante el televisor, borracha y mareada. Nunca la había visto en semejante estado. No para de largar acerca de mi padre, contándome lo bueno que era, y de repetirme que Danny es muy buen chico y que Brian y él ya son amigos.

Tengo muchas dudas acerca de esto último, y me sentí muy reacia a dejarlos solos porque allí pasaba algo, pero ellos insistieron y yo tenía que llevar a mi madre a casa como fuera.

Ahora sigue dale que te pego acerca de mi padre; no para de hablar de lo mucho que le quería. Entonces se vuelve hacia mí, y con expresión casi airada, baja la voz y dice: «Por supuesto, tú siempre fuiste su favorita. Siempre dicen que si los padres y las hijas, y las madres y los hijos». Tose, y de repente los ojos se le ensanchan, llenos de fervor fanático. «Pero yo te quiero, Caroline, te quiero muchísimo. Lo sabes, ¿no?».

«Por supuesto que sí, mamá…».

Se levanta, y acercándose a trompicones, me abraza. Me estrecha con una fuerza sorprendente, y se aferra desesperadamente a mí, sin soltarme. «Mi chiquitina, mi chiquitina bonita», me dice ahogándose entre las lágrimas. Sus convulsiones me estremecen. Yo acaricio sus rizos teñidos, fijándome con taciturna fascinación en las canas que van saliéndole en las raíces de las sienes.

Pero empiezo a sentirme incómoda y le cuchicheo al oído: «Mamá, voy a subir un momento». Dije que iba a comprobar una cosa. Como me mira con cara de perplejidad por un segundo, añado «para Brian», lo cual parece aplacarla y hace que me suelte.

«Brian…», repite en voz baja, antes de empezar a murmurar una oración, o ponerse a recitar un pasaje de las Sagradas Escrituras, mientras salgo de la habitación.

Subo al desván y tiro del quizque, abriendo la trampilla y liberando la escalera de aluminio. La bajo y empiezo a subir. El perno que las sujeta está desgastado, y los peldaños vibran ominosamente bajo mi peso. Me siento aliviada al llegar arriba y pongo los pies en el suelo del desván.

Enciendo las luces y veo que Brian lo ha destrozado de verdad. Es como si la maqueta de la población hubiera sido bombardeada. No sé si podrá ser restaurada; para mí que cualquier cosa que puede construirse puede restaurarse, pero va a ser un trabajo arduo. Dudo que Brian esté en condiciones de hacerlo en estos momentos. Una parte de mí se plantea ofrecerme a ayudarle, pero luego pienso en lo ridículo que resultaría. No sabría ni por dónde empezar.

Contemplo el desbarajuste, mirando las colinas rotas que fabricó papá con todo aquel cartón piedra. Me acuerdo de que le ayudé a prepararlo en un gran barreño de color naranja que guardábamos debajo del fregadero. De manera que sí que aporté mi granito de arena, en mayor medida de lo que yo misma suponía. Ahora que lo pienso, lo hicimos entre todos. Yo era muy pequeña, pero recuerdo que me emocionó poder echar una mano. ¿En qué momento empecé a censurar todo lo bueno que hubo en nuestra vida? ¿En qué momento empezaron a parecerme un rollo carca y vergonzante todos esos maravillosos recuerdos de convivencia y diversión?

Intento volver a unir las dos partes de una colina rota. Algo se desprende del interior y cae al suelo con un ruido sordo. Pienso que será un soporte de madera de una parte del armazón o algo así, pero en el suelo veo lo que parece un grueso diario. No es un diario, sin embargo: es un cuaderno con renglones, y la letra es de papá. En el interior de la tapa lleva pegada una nota.

Algún día alguien encontrará este cuaderno. Mi mujer y mis hijos conocerán entonces la verdad con la que yo llevo conviviendo tantos años. Joyce, Caroline, Brian, os pido por favor que creáis dos cosas que voy a deciros. Lo primero es que antes de que entraseis a formar parte de mi vida era una persona muy distinta de la que soy ahora. Lo segundo es que esté donde esté ahora, os quiero más que nunca.

Que Dios os bendiga.

Empiezo a leer el libro. La mano me tiembla de tal forma que tengo que dejarlo en el suelo. Al llegar a determinado pasaje se me hiela la sangre.

Apenas puedo creer que él no dijera una palabra. Accidente laboral, lo llamaron. Los dos sabíamos que no había sido así, y supongo que ella también.

Fue algo superior a mis fuerzas. Estaba desquiciado por la ira y por el alcohol. Es muy importante para mí dejar constancia escrita de ello.

Me llamo Keith Kibby y soy un alcohólico. No sé cuándo empecé a beber. Siempre lo he hecho. Mis amigos siempre habían bebido. Mi familia siempre bebió. Mi padre era marino mercante y pasaba mucho tiempo embarcado. Ahora entiendo la vida tan estupenda que era para un alcohólico hacerse a la mar. Mientras estás embarcado te puedes desintoxicar; la mar es el único lugar en el que no se te incita a beber. No hay pubs, ni anuncios, ni priva. Pero nadie bebe como un marino y cuando mi padre volvía a casa bebía y bebía. Los recuerdos que tengo de él en estado sobrio son pocos y fugaces.

Fui criado en lo fundamental por mi madre. Tuve un hermano menor que murió siendo un bebé. Un día llegué a casa del colegio y encontré a mi madre llorando en compañía de mi tía Gillian y la cuna vacía. Muerte súbita, dijeron. La gente también decía que después de aquello mi madre y mi padre jamás volvieron a ser los mismos. También decían que papá empezó a beber más que nunca.

Según iba creciendo, empecé a andar por ahí con algunos de los chicos de la localidad. Durante la adolescencia nos volvimos pendencieros, cosa que suele suceder cuando los chicos forman pandillas. Algunos éramos duros, y otros sólo hacían ver que lo eran. Nos bautizamos como los Tollcross Rebels. Estábamos orgullosos de ser como éramos. Nos zurrábamos con otras pandillas y bebíamos mucho. Yo bebía más que la mayoría.

A los dieciséis años dejé la escuela de Darroch. Cuando fui a ver al tío de la oficina de orientación profesional, me dijo que tomara asiento y me entregó una tarjeta para que la llevase a los ferrocarriles. Me formé como cocinero en British Rail. Fui a Telford College a estudiar en las horas de formación que nos concedía la empresa. Allí asistí al curso de cocina del City and Guilds of London Institute.

Nunca me gustó ser cocinero. No tenía aptitud alguna y me molestaba estar encerrado y sudando en una cocina calurosa. Trabajaba en los trenes que viajaban entre Edimburgo y Londres, en los vagones-restaurante. A mí lo que me habría gustado era ir en cabeza, conduciendo el tren, no encerrado en una cocina angosta calentando comida precocinada para hombres de negocios. Como a tantos chavales de mi colegio, la orientación profesional que me ofrecieron era muy pobre.

Los Tories, con Thatcher a la cabeza, habían llegado al poder y lo estaban clausurando todo. Me volqué en las actividades sindicales y adquirí «conciencia política», como nos gustaba llamarlo entonces. Acudí a mítines, participé en marchas y manifestaciones, y formé parte de piquetes. Leía mucha historia y también acerca del socialismo y las posibilidades de una vida mejor que éste ofrecía a la gente trabajadora.

Pero veía que, en gran parte, aquello eran castillos en el aire. El sistema siempre vencería, siempre podría arrojar migajas suficientes de la mesa del rico para asegurarse de que la gente de a pie se atropellase una a otra para hacerse con ellas. Me desencanté al convencerme de que el mundo nunca llegaría a ser el lugar justo e igualitario que yo quería que fuese. Así que bebí más. Por lo menos, así era como lo veía yo en aquel entonces. Seguramente no era más que una excusa.

Me hacían falta excusas, pues no quería ser como mi padre, que se ponía violento cuando bebía. De joven, cuando él le pegaba a mi madre, le plantaba cara. Nos peleamos, nos peleamos físicamente, borrachos perdidos. Mi padre era un hombre brutal, y supongo que yo también aprendí a serlo para poder plantarle cara. Una vez, después de una pelea, los dos acabamos en urgencias. A veces mi madre le abandonaba, pero siempre acababa volviendo.

En aquel entonces en mi vida no había demasiado amor, pero tenía la música. Al margen de la política, mi gran pasión era ésa, concretamente el punk rock; cuando apareció me encontré en mi elemento, pues en cierto modo combinaba ambas cosas. Lo hacían jóvenes de a pie como nosotros, que venían del mismo tipo de lugares que nosotros, y no superestrellas ricas y mimadas que vivían en mansiones en Surrey. En aquella época, en Edimburgo había algunos grupos locales estupendos: Valves, los Rezillos, los Sears, los Skids, los Old Boys y Matt Vynil and Decorators.

Es curioso que los medios de comunicación tachasen al punk de violento, porque en aquella época lo que me apartó a mí de la violencia callejera de las pandillas de Edimburgo fueron a los conciertos de música punk. A través del punk me enamoré de una chica que conocí en un concierto de los Clash. Se llamaba Beverly y era una auténtica punk. Tenía el pelo teñido de verde y a menudo llevaba un imperdible en la nariz. Era una chavala de lo más salvaje, aunque también tenía un lado muy tierno. Destacaba por el solo hecho de ser una chica, porque la verdad es que no había demasiadas chicas guapas a las que les gustase el punk. Comparado con ella, supongo que yo no hacía más que aparentar: era punk los viernes y luego me vestía de discoteca para ir a Busters o Annabel’s el sábado, a conocer chicas.

Pero en aquellos sitios nunca conocí a ninguna como ella.

A Beverly aquello le sacaba de quicio; siempre me estaba llamando «punk de escaparate». Trabajaba de camarera en el Archangel Tavern, donde se hizo famosa por su pelo verde. Decían que el público que se congregaba allí era bohemio. A mí, sin embargo, no me gustaban; los veía demasiado pijos para mi gusto.

Tampoco es que me importaran. Por primera vez en mi vida, estaba enamorado.

Beverly tenía amistad con algunos de los cocineros. Eran cocineros de restaurante y menospreciaban a las chachas de ferrocarril como yo. El tal De Fretais era uno de ellos, sólo que entonces no se llamaba De Fretais. Iba a mi clase en Telford.

Mi forma de beber siempre fue un problema. Si a eso le añadíamos el genio de Beverly formábamos una mezcla volátil. Ella iba por libre y estaba viéndose con este otro tío a la vez que conmigo. Él también era cocinero, en el Northern Hotel. Yo no le conocía pero me habían hablado de él. Los trabajadores de los hoteles y de los restaurantes tienden a confraternizar a causa de los horarios.

Beverly se quedó embarazada justo después de que ella y yo nos enrollásemos; no quiso decirme si el crío era mío o del otro. Era batería además; tocaba con los Old Boys. Yo no le conocía pero le odiaba. ¿Por qué no? Trabajaba de chef en un sitio mejor que el mío, era un punk auténtico que tocaba en un grupo, y Bev, que a mí me tenía loco, le quería más a él. No fui capaz de asimilarlo.

Una noche, la cosa se salió de madre. Estaba borracho y muy cabreado con la situación, y cometí la mayor estupidez de toda mi vida. Fui a ver al otro tío para intentar zanjar el tema. Fue horrible. Fui a su lugar de trabajo y discutí con él en la cocina. En aquel momento por ahí no había nadie más. No me tomó en serio, me mandó a freír espárragos. Mientras me alejaba, gritándole, me hizo un corte de mangas y me dijo «Anda y que te den por culo, gilipollas» en un tono de lo más despectivo. Cuando lo pienso, hizo bien; un borracho se presenta en tu lugar de trabajo dando voces, ¿de qué otra forma ibas a reaccionar? Pero yo estaba bebido y traumatizado por los celos, y me enfurecí y perdí la cabeza del todo.

El tío me había dado la espalda, y arremetí contra él; le cogí por la nuca y le metí la cabeza en lo que, aturdido por el alcohol, tomé por una olla llena de sopa. No lo era. Resultó ser el aceite de una freidora. Gritó: jamás he oído nada tan espeluznante como ese grito, aunque supongo que yo también grité, porque a mí se me quemaron las manos. La olla volcó y salí corriendo de la cocina sin mirar atrás. Un portero me vio, pero lo aparté de un empujón y murmuré algo acerca de un accidente. Por aquella época ni siquiera conocía su nombre completo. Después descubrí que se llamaba Donnie Alexander. Fui a casa y cuando desperté pensé que quizá habría sido todo un sueño. Pero mis manos abrasadas me decían que no había sido así. Él sufrió terribles quemaduras en el rostro y quedó muy desfigurado. Por algún motivo nunca me delató. Dijo que había sido un accidente. Yo no podía acudir al médico con las manos en ese estado. Sufrí dolores durante semanas; sabe Dios cómo lo pasaría el pobre Donnie.

Él no dijo nada, pero Bev sabía que había sido yo. No hacía falta ser un genio para llegar a esa conclusión. Se negó a verme, incluso en el momento en que se encontraba a punto de dar a luz. Me amenazó con contarle a la policía lo que había hecho si me acercaba siquiera a ella. Y no bromeaba. Beverly era una tía muy testaruda. Yo la quería, pero a quien ella quería de verdad era a Donnie. ¿Cómo reprochárselo? Yo era un borracho y el problema de los borrachos es que siempre llega un momento en el que acabas harto de ellos estaba con él antes de que yo apareciera, sólo que habían reñido de mala manera. A veces pienso que sólo me utilizó para vengarse de él. Yo habría hecho cualquier cosa por ella.

Entonces nació el crío. Un chico. Sé que era hijo mío, lo sé.

Lo peor, sin embargo, fue cuando me enteré de la muerte de Donnie Alexander. Yo le había desfigurado. Se marchó a trabajar a un pequeño hotel de Newcastle. Luego me enteré de que había muerto. Se suicidó en su habitación alquilada. Fue todo culpa mía; para el caso, tanto hubiera dado que le hubiese asesinado.

Es muy importante para mí dejar todo esto por escrito de la manera más sincera posible.

Acudí a Alcohólicos Anónimos y me reformé; después empecé a acudir a la iglesia. Yo jamás había sido creyente; de hecho, era todo lo contrario, y lo cierto es que sigo siendo escéptico, pero aquello me proporcionó la fuerza para seguir sobrio. Me olvidé de la política, aunque seguí siendo miembro del sindicato. Dejé de ver a todos mis viejos amigos. Hice un curso de reciclaje con British Rail, primero para guardavía, y luego para maquinista. Me encantaba el trabajo, la soledad y sobre todo la belleza de la ruta de las West Highland.

A través de la iglesia conocí a Joyce y con ella construí una nueva vida. Tuvimos dos hijos maravillosos. Con posterioridad, sólo volví a probar el alcohol en contadas ocasiones. En aquellas recaídas reaparecía mi viejo yo: amargado, sarcástico, agresivo y violento. Cuando bebía, me convertía en un psicópata.

Lo del chico de Bev me hizo sufrir terriblemente, pero llegué a la conclusión de que estaría mejor sin mí. Ella abrió una peluquería, y al parecer no le iba mal. Fui a verla a la tienda una vez, algunos años más tarde. Quería saber si podía hacer algo por el chico. Pero Bev me dijo que no quería tener nada que ver conmigo y que no se me ocurriera acercarme a él para nada; le había puesto de nombre Daniel.

Tuve que respetar sus deseos. Sí que le vi jugar al fútbol algunas veces, asegurándome de que ella no me viera. Solía romperme el corazón ver a los otros padres mimar a sus hijos. A lo mejor no era sino una proyección de mi propio dolor, pero a menudo daba la impresión de ser un chiquillo de lo más ensimismado y solitario. Recuerdo que una vez metió un gol durante un partido, una vez que ella no estaba allí; me acerqué a él después y le dije: «Buen partido, hijo». Se me hizo un gran nudo en la garganta cuando su mirada topó con la mía; tuve que reprimir las lágrimas, dar media vuelta y marcharme. Fueron las únicas palabras que jamás le dije, aunque en la cabeza le he dicho miles. Pero al final tuve que dejarlo estar, pues tenía que pensar en Brian y Caroline, y por supuesto en Joyce. Tenía que cuidar de ellos lo mejor que supiera.

Se lo conté todo a Joyce. Creo que fue un error. Dicen que la verdad te hace libre, pero ahora sé que eso no es más que una bobada autocomplaciente. A lo mejor te hace libre a ti, pero puede llegar a hacer estragos entre los que te rodean. A Joyce le hizo tanto daño que sufrió una crisis nerviosa; no creo que desde entonces haya vuelto a ser del todo la que era.

Ahora, supongo, vuelvo a hacer lo mismo: soltar verdades autocomplacientes para sentirme mejor, cuando sé que eso podría hacer daño a las personas que más quiero. Creo que uno tiene que ser lo bastante fuerte como para asimilar las cosas y guardárselas. Pero cuando lo hago, siento dentro de mí el ansia y la necesidad de salir a beber. Eso no puedo hacerlo, y sólo ponerlo por escrito ayuda. Sólo espero que cuando todos lo leáis, lo hagáis en una etapa de vuestras vidas en que podáis comprenderlo. Lo único que puedo decir es que existen errores por los que uno no deja nunca de pagar. Y aquellos a los que más quiere tampoco.

Brian, Caroline, en estos momentos es muy posible que estéis leyendo esto. Quizá tú también, Danny. Si es así, quiero que sepas que me dolió no tenerte cerca. No ha pasado un solo día de mi vida en el que no pensara en ti. Espero de todo corazón que el hecho de no tenerme cerca no supusiera para ti absolutamente ninguna diferencia.

Joyce, te quiero; jamás, ni en un millón de años, podré disculparme por todo el daño que te he causado. Os quiero a todos y espero que sepáis perdonar mi estupidez y mi debilidad.

Que Dios os bendiga a todos.