El whisky le había ayudado, proporcionándole la fuerza y la determinación para embarcarse en la ardua tarea de subir su pesada y maltrecha figura por la escalera de aluminio. Los atrofiados músculos de sus brazos y piernas ardían como carbones encendidos mientras los escalones chirriaban, crujían y gemían bajo su peso. Los pulmones, que pugnaban por inhalar el suficiente oxígeno para mantener aquel esfuerzo, emitían un sonido áspero, mientras el pulso se le disparaba. En cierto momento, tuvo tal sensación de mareo que pensó que iba a resbalar y estrellarse contra el suelo. Entonces, con un último esfuerzo exhaustivo, entró, tembloroso, en su viejo desván. Con la cabeza dándole vueltas por el efecto de la bebida y el esfuerzo de la subida, se sintió como si acabase de atravesar una membrana asfixiante y acceder a otro mundo. Jadeó, luchando por recobrar el aliento y los sentidos mientras tiraba del cordón del interruptor de la luz. Los tubos de neón parpadearon al encenderse, colocándole cara a cara con la vía férrea y la población a escala.

La delicadeza y precisión de la maqueta supusieron para él una burla instantánea. Allí estaba, alojado en la maltrecha y mísera carrocería fofa que era su cuerpo, lleno de rabia contra su obra, tan inmaculada como inútil.

¿Qué es todo esto? Es todo lo que he hecho con mi puta vida. Es lo único de que dispongo para mostrar que jamás pasé por este planeta. ¡Este puto juguete!

No volveré a obtener un empleo.

Nunca tendré novia, nunca encontraré a alguien a quien amar.

Esto es todo lo que tengo. ¡Esto!

¡No me vale!

«¡NO ME VALE!», gritó. Su voz emanaba de un lugar recóndito y torturado de su alma, resonando por el cavernoso desván.

Las colinas que había construido su padre, las casas que había edificado, los raíles que había colocado, los trenes que había comprado, todos ellos le contemplaban en un silencio testarudo y despectivo. «¡NO VALE NADA! ¡NO VALE NADA!». Avanzó cansino sobre el pueblo y empezó a destrozarlo, pateando, estirando y golpeándolo con los puños, con una energía y una fuerza que creyó que no volvería a tener jamás. Brian Kibby hizo añicos los edificios, despedazó las colinas de cartón piedra, arrancó las vías y arrojó las locomotoras al otro lado de la habitación, saqueando la población a escala como una de aquellas bestias enloquecidas de las antiguas películas de terror.

Sin embargo, la adrenalina se desvaneció de modo tan misterioso como había surgido y de pronto se apoderó de él el agotamiento, que lo dejó varado y tendido sobre el suelo, sollozando suavemente entre los escombros. Al poco rato, desplazó la mirada vidriosa al otro lado de la habitación, hacia la brillante locomotora granate y negra, destrozada y desparramada entre los restos. Vio la placa de color oro y negro con las palabras CITY OF NOTTINGHAM grabadas en el lateral.

El R2383 BR Princess Class City of Nottingham. Tenía roto el eje. Lo recogió, sosteniéndolo contra su pecho como si fuera un primogénito recién nacido atropellado fatalmente por un coche que pasaba por ahí. Mientras lloraba lentamente levantó la cabeza y contempló las colinas de su padre, en otro tiempo magníficas, ahora arrasadas y convertidas en basura.

Las colinas que construyó papá…

NO…

¿Qué es lo que he hecho?

Y volvió a bajar las escaleras de aluminio, ahora sin preocuparse de los ruidos discordantes que hacía al pisar presuroso cada escalón, y pensó que ahora ya estaba preparado para morir.

Sería lo mejor para todos.

Pero quizá antes tenga que morir otro.

Era como si tanto Caroline Kibby como Danny Skinner se hubieran dado cuenta de que existía una forma de amor de naturaleza tan empírea que la ventana de la oportunidad para el congreso carnal sólo se abría por un breve espacio de tiempo. Si, por el motivo que fuera, uno no era capaz de atravesarla, volvía a cerrarse para siempre.

El aroma de su cabello. Sus preciosos y profundos ojos castaños. Esa piel tan hermosa…, ¡cómo cambia bajo mi tacto, como si mi proximidad lo corrompiese todo! No puedo estar con ella: de esa forma no.

Y, no obstante, ¿de qué otra forma podía ser?, se preguntó mientras bajaban por Constitution Street con fría formalidad, cogidos del brazo, sumidos en el silencio confuso y derrotado de los amantes condenados al fracaso.

Caroline escarbó en su bolsa de maquillaje, sacó el tubo dorado de lápiz de labios y lo giró. Al emerger aquel fragmento escarlata, Skinner se imaginó su capullo asomando del prepucio de idéntico modo.

Si…

Era la maldición que le había echado a su hermano lo que los estaba jodiendo. Tenía que ser eso. Tenía tantos deseos de contárselo, de decírselo a grito pelado: Estoy matando a tu hermano, le eché un maleficio. Lo hice porque no aguantaba su mediocridad, su sosería y porque llegaría más lejos que yo en la vida por el hecho puro y simple de no tener demonios que lo retuvieran. No podré tocarte hasta que no ponga fin a la maldición

¿Qué podría decir ella ante eso?

Pero ¿quiénes son, esta familia tan extraña y a la vez tan prosaica? La hija universitaria, inteligente y rebosante de vida; el hermano enfermo, excursionista pringao, y la matriarca chiflada, temerosa de Dios y atormentada por la ansiedad. ¿Quién cojones será esta gente? ¿Cómo coño era el padre?

Skinner pensó en el Kibby ausente, el que parecía haber proyectado tan larga sombra sobre los demás. «Caroline, ¿qué fue lo que le pasó a tu padre?».

Caroline se detuvo abruptamente bajo la farola de sodio de color naranja, y le miró con expresión perpleja, con la misma desconcertante sensación de intrusión que evidenciaba cuando intentaba tocarla, lo que movió a Skinner a matizar el motivo de su pregunta. «No, es que como la enfermedad de Brian empezó poco después de la muerte de tu padre… ¿Le pasó a él algo parecido?».

«Sí. Fue horrible…, fue como si los órganos internos se le pudrieran desde dentro. Fue algo muy extraño, porque, al igual que Brian, no bebía jamás».

Danny Skinner asintió. Después de todo lo que había pasado con Brian Kibby, empezó a acariciar la noción de que quizá no hubiera maleficio alguno, que quizá se tratara sólo de la más asombrosa de las coincidencias. Quizá Kibby padeciera la misma insólita enfermedad degenerativa que había padecido antes su viejo. ¿Quién era él para suponer que tenía el poder de someter a nadie a una maldición? Quizá sólo se tratara de su propia vanidad, retorcida y demencial, distorsionando todo lo que le rodeaba.

No, tenía que alejarse de ellos si no quería acabar matándolos a todos, como probablemente había matado a su propio padre. Sólo que ahora Alan De Fretais parecía estar más vivo que nunca: se informaba de que las ventas de Secretos de alcoba habían aumentado de manera espectacular a lo largo de la semana anterior, volviendo a colocar el libro de cocina afrodisíaca en las listas de superventas. Los periódicos Scotland on Sunday, el Herald, el Mail on Sunday, el Observer y The Times publicaron todos largos artículos sobre el mismo. Stephen Jardine presentó un documental televisivo sobre la vida del «máximo talento culinario escocés». En dicho programa, un graciosillo profesional llegó a sostener que De Fretais nos había enseñado a contemplar la comida de otra forma —de forma holística— y a relacionarnos con ella de un modo completamente cultural y social. Lo bautizaron como el «Padrino de la generación culinaria».

Era un simple cabrón y punto, pensó Skinner, acordándose del viejo chiste:

¿Quién dijo que el cocinero era cabrón?

¿Quién dijo que el cabrón era cocinero?[35]

De repente aparecieron las luces del Shore, al otro lado de Water of Leith. Skinner había insistido en corresponder a los Kibby invitándoles a cenar en su marisquería favorita. Joyce aceptó encantada pero le preocupaba la reacción de Brian. Curiosamente, éste no tuvo nada que objetar, si bien no mostró el menor entusiasmo. «Que lo paséis bien», dijo, aunque en un tono distante y vacuo.

«Pero, Brian…, tú también estás invitado», había chillado Joyce con incredulidad.

«Iré si me siento en condiciones», dijo Kibby, con las ganas de pelea muy aminoradas tras destrozar —cosa de la que se arrepentía profundamente— el ferrocarril y la población a escala. Pero en el mismo momento en que protestaba, era consciente en lo más profundo de su corazón de que de ningún modo iba a estar ausente, convirtiéndose de ese modo en el objeto unilateral de la propaganda tendenciosa de Skinner. Tenía una sola idea grabada a fuego en su cerebro: tengo que protegerles de ese hijo de puta.

Mientras atravesaban los adoquines, Skinner echó un vistazo por un callejón y vio que algo se movía. Era una gaviota, y parecía tener la cabeza y el pecho cubiertos de sangre. Estaba oculta entre las bolsas de desperdicios de los restaurantes. «Fíjate…, pobre cabrona», dijo Skinner.

«No es más que una gaviota», se mofó Caroline.

«No, está cubierta de sangre…, la habrá atacado un gato mientras hurgaba entre las bolsas… Tranquila, compañera», dijo Skinner, agachándose y aproximándose al ave aterrada.

La gaviota graznó, emprendió súbitamente el vuelo y pasó de largo, perdiéndose en las alturas.

«Era salsa de tomate, Danny», le explicó Caroline. «Estaba escarbando, abriendo las bolsas de basura».

«Vale», dijo él, apartando la cara para que ella no viera sus lágrimas, aquellas extrañas lágrimas vertidas por la gaviota solitaria.

Cuando llegaron a Skipper’s Bistro, vieron enseguida a Joyce, que aguardaba a la entrada del restaurante, demasiado nerviosa para entrar ella sola.

«Hola, mamá…», dijo Caroline, besándola en la mejilla, tras lo cual Skinner hizo lo propio. «¿Brian no ha venido?».

«No le he visto hoy, ha ido al centro… Dijo que a lo mejor vendría».

«Pues ya estamos listos», dijo Skinner, haciendo un gesto con la cabeza y echando un vistazo por encima del hombro de Joyce. Ella y Caroline se volvieron para ver qué era lo que miraba. De entre la niebla y la noche surgió una figura casi informe, aproximándose lentamente hacia ellos. Parecía menos un ser humano de verdad que un fragmento de la insulsa oscuridad que hubiera cobrado vida.

«¡Aquí está en persona! Así que al final has conseguido llegar», dijo Danny Skinner con una sonrisa cautelosa según iba acercándose Brian Kibby.

«Eso parece», fue la cortante respuesta de Kibby.

Skinner abrió la puerta del restaurante e hizo pasar al interior a Caroline y Joyce. La mantuvo abierta para Kibby, articulando un escueto y excesivamente teatral «Después de ti».

«Tú primero», le soltó Kibby.

«Insisto», dijo Skinner, y su sonrisa alargada desconcertó a Kibby. Hacía frío y estaba desesperado por entrar y calentarse, de modo que entró a trompicones por la puerta con Skinner pisándose los talones.

Después de que una muchacha recogiese sus abrigos, tomaron una copa en el bar; Kibby sorbía un zumo de tomate bajo la mirada aprobadora de Joyce. «¡Qué tal, Charlie!», exclamó Skinner, saludando con entusiasmo al chef, que había salido de la cocina; ambos intercambiaron las gentilezas de rigor durante unos minutos.

«En tu trabajo debes conocer a muchos chefs, Danny», comentó Joyce, evidentemente impresionada.

«Alguno que otro…, aunque no tantos como quisiera», dijo, envolviendo sus palabras en un manto de tristeza.

Joyce estaba tan emocionada que no captó la nota lúgubre de su tono. Se volvió hacia su hijo, cuyos ojos estaban clavados en el anaquel de las bebidas. «Apuesto a que tú también conocerás a unos cuantos chefs de cuando trabajabas en el ayuntamiento, ¿no, Brian?».

«A mi nivel no», dijo éste con voz queda.

Les acompañaron a una mesa y a instancias de Joyce pidieron una botella de vino. Skinner se mostró reacio en un principio, pero después echó un vistazo a Kibby y dijo: «Últimamente yo ya no bebo tanto como antes, pero quizá una sola copa… ¿Cómo era aquello? Una comida sin vino es como un día sin sol».

Brian Kibby miró con gesto expectante a Joyce, quien torció la cara, por lo que éste prefirió llenar su copa de agua mineral.

Sigue siendo un puto niño de mamá, pensó Skinner despiadadamente. Vio el televisor de la esquina, lleno de imágenes de la ocupación de Irak y propuso un brindis. «A buon vino non bisogna fasca».

Ni uno de los Kibby tenía la menor idea de lo que había dicho, pero sonaba muy impresionante, sobre todo a oídos de Joyce. Estaba muy emocionada con la comida; jamás había visto ni probado una lubina como la que le trajeron. Caroline, por recomendación de Skinner, según se fijó Brian Kibby, se sumó a él pidiendo un San Pedro. Por su parte, Kibby optó por el lenguado. El pescado estaba excelente; para Joyce, que rara vez salía de noche, la velada estaba siendo todo un placer. «Este pescado está muy fresco», dijo agradecida. «¿El tuyo está fresco y sabroso, Danny?».

«¿Fresco? Aún no había terminado de oír los últimos ecos de la extremaunción cuando empecé a exprimirle el limón encima», bromeó éste.

Todos se rieron salvo Brian Kibby, aunque Joyce se sintió satisfecha de ver que, pese a mostrarse bastante hosco, no se mostraba abiertamente hostil con Danny. «¿Y tú qué tal cocinas, Danny?», preguntó.

«Me paso la vida emulando a cualquiera que esté en el candelero, Joyce. Pruebo las recetas del libro de cocina de cualquier cocinero televisivo —Rhodes, Ramsay, Harriott, Smith, Nairn, Oliver, Floyd, Lawson, Wbrrall-Thompson— y me esfuerzo fielmente por reproducir sus obras, siempre y cuando lo permitan las exigencias del mercado local, claro…».

«¿Y qué me dices de nuestro viejo amigo De Fretais?», inquirió Kibby, repentinamente desafiante. Skinner sintió que se le aceleraba el pulso. De pronto, se quedó paralizado de temor.

«¡Decías que su cocina era un estercolero! ¿Te acuerdas, Danny?».

Pero qué coño…

«Qué horror», comentó Joyce, «el pobre hombre se encontraba en la cima de su carrera profesional… Y tan buen cocinero, además».

De Fretais…

«Pues a mí me parecía un auténtico asqueroso», dijo Caroline.

Mi viejo…, lo maté…

Joyce frunció los labios ante lo que acababa de decir su hija.

«¡Vaya forma de hablar de los muertos!».

era un pervertido, un explotador

«¿Y tú qué piensas, Danny?», insistió Kibby.

Kay. Es una chica tan encantadora. Lo único que quería era bailar. Hacerlo bien. ¿Qué coño tenía eso de malo? Tendría que haberla apoyado. Tendría que…

Skinner pensó en su antigua prometida, tendida en aquella cama de hospital. «Fue algo muy de lamentar», dijo con tristeza; entonces volvió a sentir rabia al evocar la imagen de De Fretais encima de ella. «Yo era muy crítico con el estado de su cocina, eso lo sabemos todos, y tú también, Brian. Por desgracia, nunca obtuvimos el respaldo necesario de las altas esferas. Como sabrás, durante mucho tiempo abogué por cambiar los procedimientos de inspección para que fuera más difícil que los inspectores mantuviesen relaciones poco apropiadas con los De Fretais de este mundo…», observó a Kibby mientras éste se ruborizaba y se avergonzaba, «pero no me apoyaron. Personalmente, sin embargo, he de reconocer que De Fretais era un cocinero del carajo. De modo que sí, no dudaría en añadir su nombre a la lista de gente a la que, sin vergüenza alguna, he tratado de emular en la cocina».

Kibby agachó la cabeza.

Skinner se volvió de nuevo hacia Joyce. «Pero ¡ay!, con poco aplomo. De manera que hago lo que puedo, Joyce, pero no acabo de estar a tu nivel».

Joyce se llevó la mano al pecho e hizo ojitos, como una colegiala: «Qué amable eres, Danny, pero yo no soy nada del…».

«Haces unas sopas muy buenas», saltó su hijo, enfurruñado.

«Para mi gusto tienes demasiada predilección por la carne roja», terció Caroline.

Fijándose en el pescado que Caroline tenía en el plato, Joyce replicó: «¡Menuda vegetariana está hecha la señorita!».

Caroline se revolvió en el asiento.

«La estoy quitando de todas esas bobadas», bromeó Skinner, mientras Caroline protestaba propinándole un ligero golpe con el codo. Ambos se preguntaron con ansiedad cómo era posible que mostrasen la confianza de unos amantes mientras seguían sin poder consumar su amor.

Su vello púbico será tan rubio como el pelo de su cabeza, dulce y delicado; me encantaría mordisquearlo como si fuera un corderito alimentándose de hierba virgen, pero nunca la conoceré en ese sentido, no como conocí la sudorosa masa de Mary…

«Sí, claro. Cuando las ranas críen pelo», le reprendió Caroline a su vez.

Brian Kibby trató de lanzarle una mirada penetrante a su hermana pero ella ni siquiera le veía.

¡Te tiene dominada, joder!

Joyce se lo estaba pasando bien, y bebía a buen ritmo, poco acostumbrada al vino que Skinner no dejaba de servirle.

«¿Alguna vez vas a la iglesia, Danny?», le preguntó ella con toda seriedad.

«Religiosamente», dijo Skinner, provocando la carcajada de Caroline y una sonrisa compungida de Joyce. Kibby permaneció impasible. «No, he de reconocer que no, Joyce», prosiguió, prescindiendo del tono frívolo, «pero tengo entendido que tú sí asistes con regularidad».

«Desde luego. Me fue de gran consuelo cuando mi Keith…». Reprimió una lágrima de emoción y miró a su hijo. «… y por supuesto, cuando aquí el señorito estaba tan enfermo».

Ante el tono condescendiente de su madre, Kibby sintió cómo irrumpía su preadolescente interior. Apuró el agua mineral y se sirvió una copa de borgoña blanco. «Una sola no me hará daño», le dijo a Joyce mientras ésta hacía un mohín, antes de volverse sardónicamente hacia Skinner y agregar: «Un poco de lo que a uno le apetece, ¿no es eso, Danny?».

Skinner se fijó primero en la cara de Kibby y después en la expresión de desaprobación de su madre, antes de levantar los brazos en un simulacro burlesco de rendición. «¡A mí dejadme al margen de ésta!».

No obstante, hubo varias más al margen de aquélla, y enseguida fue a parar sobre la mesa otra botella.

A medida que bebía, Kibby se iba envalentonando. Miró a Skinner desde el otro lado de la mesa. «La gente critica a la policía hasta que el robo o la paliza se la llevan ellos, ¿no, Danny?».

Skinner se encogió de hombros, preguntándose adonde pretendía llegar Kibby con aquello.

«Lo digo porque me acabo de acordar de aquella vez en que te pegaron una paliza en el fútbol. Supongo que en ese momento te habrías alegrado de que intervinieran».

«Seguro que a alguien le habría venido bien», dejó caer Skinner con una sonrisita de suficiencia.

«¿La policía?», preguntó Joyce, preocupada y ansiosa. «¿Qué pasa con la policía?».

«¿Te suena Walking on the moon, el tema de Police?», le preguntó Skinner, guiñándole un ojo. Joyce sonrió. No sabía de qué le hablaba.

Después de que hubiesen caído unas cuantas botellas más de vino, quedó claro que Joyce Kibby se lo estaba pasando pero que muy bien. «Confieso… que me siento un poco mareada», dijo con una risa tonta, aliviada de ver a Brian y Danny llevándose un poco mejor. Entonces la habitación empezó a dar vueltas y Joyce empezó a atragantarse y enrojecer.

«Santo cielo…».

«Mamá, ¿estás bien?», le preguntó Caroline, sin que le pasara desapercibida la singular pero bienvenida coincidencia de la ebriedad de su madre y la cortesía mutua que se mostraban su novio y su hermano, por forzada que fuera. Pese a sentirse más animada, sintió que el deber la llamaba. «Voy a llevar a mamá a casa», anunció, poniéndose en pie.

«Sí, dejémoslo para otro día», asintió Skinner, haciendo ademán de pedir la cuenta.

Kibby apuró su doble brandy y pidió otro. «La noche es joven», sonrió con gesto vagamente siniestro, con los párpados caídos y ocultos desde la perspectiva de Skinner, pese a que relucían a la luz de las velas. «¿Qué pasa, Danny, colega, no aguantas mi ritmo?».

Sólo Danny Skinner vio algo oscuro y etéreo en aquel aparte, algo que iba más allá de las bromas en estado de semiembriaguez entre dos viejos compañeros de trabajo. El día se pasa entre risas y canciones

«Vosotros dos quedaos a tomar una copa si os apetece», dijo Caroline, tratando de levantar del asiento a su temblorosa y desconcertada madre.

Mientras Skinner reprendía gentilmente a Joyce por haber bebido más de la cuenta, Brian Kibby se volvió hacia Caroline y le tiró del brazo. Ella se preparó para otro de sus ataques contra su galán, pero él se limitó a mirarla con tristeza y gemir en voz baja: «La he roto, hermanita. La vía férrea. He destrozado el ferrocarril de papá. Estaba deprimido, me volví loco. Me siento tan mal…».

Caroline captó el terrible dolor de su mirada. «Ay Brian…, quizá puedas repararlo».

«Hay cosas que no tienen arreglo. Se quedan rotas», se quejó Kibby, abatido, antes de volverse para mirar a los demás comensales y concentrarse en Skinner, que había captado el comentario y le miró fijamente a su vez.

Mientras la camarera se aproximaba con los abrigos, Caroline notó cómo se disparaba la tensión, y se despidió renuente. Sin embargo, Skinner sólo la vio mover los labios, porque ese gesto y aquel comentario supuestamente inofensivo confirmaron su certeza de que, de algún modo, Kibby sabía lo del maleficio.

Lo sabe. Y ahora nos matará a ambos bebiendo.

Durante uno o dos segundos el pánico se apoderó de él, pero Danny Skinner aceptó la invitación a seguir bebiendo, pues sentía que no tenía demasiadas opciones. Se vio sacudido por una vorágine de sensaciones, pero una idea predominaba sobre las demás: se estaban destruyendo el uno al otro, y había que hacérselo ver a Brian Kibby.

De modo y manera que los dos extraños compañeros de borrachera se despidieron de las mujeres y se fueron al pub adyacente. Skinner miró a Kibby. Daba la impresión de estar preparándose para algo más que una borrachera; se sentó en el taburete de la barra con la fuerza de un gladiador.

Mientras miraba a su adversario la mente de Skinner no paraba de dar vueltas y revueltas. «Bri…, esto es una tontería. Esta forma de beber no es buena para ninguno de los dos. Hazme caso, lo sé muy bien».

«Tú haz lo que te salga de los huevos, Skinner, yo estoy de pedo y me la suda todo», dijo Kibby, llamando la atención de la camarera con un gesto.

«Mira, Bri…», empezó Skinner, pero Kibby ya tenía delante una pinta y un whisky doble, de modo que el instinto de conservación le obligó a hacer otro tanto.

A Kibby no puede quedarle demasiado aguante; otra megaborrachera le pondrá tan enfermo que le dejará postrado en la cama e incapaz de acercarse ni a pubs ni a tiendas de licores, y por consiguiente, incapaz de perjudicarme. Entonces podré convencerle de que está haciendo el primo.

«No serás capaz de aguantar mi ritmo, Brian», dijo Skinner, levantando su copa y agregando en tono escalofriante, «no hay forma de que me ganes».

«Pero anda que no lo voy a intentar, Skinner», le espetó Brian Kibby en respuesta. «¡Y ahora que mi madre y mi hermana se han ido ya no hace falta que estés tan empalagoso!».

Y llevó hasta sus labios agrietados un vaso de absenta que Skinner ni siquiera le había visto pedir.

Venga, Skinner. Hagámoslo. Hagámoslo, joder. Absenta, whisky, cerveza, vodka, ginebra, alcohol de quemar, lo que te dé la puta gana. A ver si hay huevos. ¡A ver si hay huevos, malvado y baboso bastardo mutante de Satanás!

Que Dios me ayude.

Ayúdame, Señor.

Skinner miró a Kibby de arriba abajo. Ni siquiera sonaba como el de antes. Pero, aun así, que se joda, pensó, viendo una aparición fantasma del viejo Kibby, la víctima propiciatoria a la que le había tendido la mano de la amistad, pero que, temeroso de la vida, se había escabullido para regresar a su concha de pelele. «Por mí perfecto», dijo. «Ah, y por cierto, sea lo que sea que imagines que te he hecho, te aseguro que es muy poco para lo que te mereces», dijo con sorna mientras daba grandes tragos a su copa.

El caso es que, incluso en el momento de proferir aquellos improperios, se daba cuenta de que, paradójicamente, Kibby ya no le desagradaba.

Ya no es el aplicado, pelotillero e irritante lameculos de antaño. Se muestra cáustico, amargo, vengativo y obsesionado; es exactamente ig…, no…, no…

No…

Que te den, Kibby, yo tengo que coger un avión.