Sentado, miraba por la ventana del dormitorio más allá del patio, hacia los largos y desnudos árboles de cortezas de color gris sucio tiznados de verde por el musgo e iluminados por un rayo semiopaco de luz matinal. Tras ellos se alzaban unos bloques de pisos de cinco plantas, sobre los cuales rebotaba la incipiente luz del sol, haciendo que la piedra rojiza brillase hasta adquirir un tono de terracota mediterránea.
El reloj del campanario, único elemento que le ofrecía un asidero de realidad al que agarrarse, le comunicaba la hora. Por lo demás, Danny Skinner se sentía tan desarraigado como las hojas otoñales que el viento arrastraba de un lado a otro del patio. Había permanecido en vela durante la mayor parte de la noche, esnifando cocaína de una vieja pápela que había encontrado en el mueble de al lado de la cama y escuchando Radio Forth, sintiéndose particularmente ansioso cada vez que emitían un boletín de noticias locales.
Por fin, hacia las nueve de la mañana, Skinner escuchó la noticia acerca de las dos personas que se creía gravemente heridas en un accidente insólito ocurrido en un restaurante. No tenía la menor intención de acudir al puesto de trabajo al que acababa de reincorporarse. Permaneció sentado, consumido por el dolor y el arrepentimiento hasta que bajó al tendero bengalí de la esquina a buscar la edición matinal del Evening News. La truculenta muerte de la celebridad televisiva y maestro cocinero Alan De Fretais ocupaba abundante espacio en todos los titulares. Aunque no le sorprendió demasiado, a Skinner le impresionó averiguar que el verdadero nombre del chef era Alan Frazer y que era natural de Gilmerton.
Le he matado. He matado a mi propio padre. Era un cocinero, un follador; hasta nos unía el odio por Kibby. A mi madre no le caía bien, pero claro, tampoco era un tío muy simpático. Es como si lo viera; ella no le detestaba porque él la odiase; lo aborrecía por la tremenda indiferencia que mostró hacia ella y hacia mí. Ella no fue más que otra zorrilla atontada que no tomaba precauciones a la que le hizo un bombo, así que era su problema. Probablemente acabó cepillándosela de la misma manera en que logró cepillarse a Kay…
No reaccionó ante mí como si yo fuera su hijo hacía tanto tiempo perdido. No hubo el menor feeling, aparte de cierta fascinación morbosa por su parte, que quedó satisfecha con verme un par de veces. Sabía quién era yo desde el principio, pero no hubo vibración alguna porque no era más que un capullo egoísta.
… pero…
… pero cuando me ascendieron y fui a su restaurante y trajo el champán, quizá lo hizo porque se sintiera orgulloso de mí…
Sacó un viejo bloc y un bolígrafo, escribiendo el nombre para adquirir práctica:
Danny Frazer
El periódico informaba de que Kay, cuya identidad no fue revelada hasta algunos números más tarde, se hallaba en estado estacionario. En cuanto la nombraron en Radio Forth, Skinner hizo las indagaciones telefónicas precisas llamando al hospital y declarando que era su prometido. Una enfermera compasiva le dijo que se encontraba bien.
Se le llenaron los ojos de lágrimas al leer los elogiosos testimonios acerca de los logros y el carácter de su víctima. Sacudiéndose su inercia lacrimógena, Skinner tomó un taxi hasta el hospital, convencido de que había pasado tiempo suficiente para que no estuviera bajo sospecha. En la prensa no se había hecho alusión alguna a un posible juego sucio, pero la policía sabría que los pernos no se desatornillan solos. O quizá sí, él no lo sabía.
Cuando llegó al pabellón casi pasó de largo ante la cama de Kay sin reconocerla. Estaba tan maltrecha que parecía que hubiera sufrido un accidente de automóvil. Tenía el rostro y los ojos hinchados y una venda sobre el tabique nasal.
De Fretais debió arrearle un tarrazo cuando les cayó encima el piano.
Y, no obstante, ella parecía muy contenta, y él experimentó un inmenso alivio al descubrir que se pondría bien. Se dio cuenta, con una fuerza casi escalofriante, de que aún la quería, y que posiblemente la querría siempre. Se trataba de un amor imposible, por supuesto, pero no por ello menos real. Quiso contárselo todo, pero quiso la fortuna que fuera ella la primera en hablar.
«Danny…, me alegro tanto de que estés aquí…».
«Me enteré por Radio Forth. Cuando te nombraron, me asusté tanto que sentí que tenía que venir y asegurarme de que estuvieras bien», jadeó Skinner, aliviado ahora de que hubiera pasado ya el momento de la franqueza total. «¿Qué pasó?».
«Se nos cayó encima un piano…, encima de mí y de Alan. Es…, tuve tanta suerte…». Los ojos se le llenaron de lágrimas. «Fui tan estúpida, Danny…, estábamos… follando…», farfulló pero finalmente lo soltó: «¿En qué andaría yo pensando?».
«No pasa nada, no pasa nada», susurró Skinner sin resuello, casi mudo de arrepentimiento. Tenía rota la nariz, además de dos costillas, y lo había hecho él. Se lo había hecho a alguien a quien quería.
Fue el odio.
Fue el alcohol…, fueron los cocineros.
No es una maldición sobre Kibby, es una maldición sobre todo el mundo; me consume a mí y a todas las personas con las que me pongo en contacto. Tengo que dejarlo todo, y volver con Dorothy a San Francisco…
Skinner se quedó un rato más hasta que entró la madre de Kay. Era una mujer elegante, bien arreglada, que evidentemente se había cuidado a lo largo de los años. La clase de mujer que se conserva bien, había pensado siempre. Parecía sorprendida de verle. Seguro que es porque estoy relativamente sobrio, reflexionó él con vivo dolor.
Se excusó, pero no estaba en condiciones de volver al trabajo. Encontró un cibercafé y le envió un correo a Dorothy, tras lo cual echó un vistazo a la red en busca de vuelos baratos a San Francisco.
Yo me largo de aquí cagando leches. El rollo este de los Kibby —Brian y Caroline— no mola. Es chungo que te cagas. Acabaré matándolos a todos si no me voy a tomar por culo. Es el hecho de estar aquí; parece que se preste a fomentar obsesiones extrañas y destructivas con los vecinos, y acabas olvidándote de ocuparte de tu propia vida.
No pienso hacerle daño a nadie más.
Reflexionó acerca de la maldición, en cómo lo infectaba todo. Pensó en el viejo cliché «cuidado con lo que deseas» y consideró si podría, una vez logrado, obtener satisfacción.
Mientras hojeaba el Evening News un poco antes, Skinner había encontrado un artículo acerca de una bruja blanca, Mary McClintock. Aunque ya estaba jubilada, se decía que era una autoridad en materia de maldiciones. Le llevó mucho tiempo seguirle la pista hasta localizarla en su casa del complejo de viviendas tuteladas de Tranent. La telefoneó y, tras preguntarle ella su edad, accedió a verle.
En el piso de Mary hacía un calor muy desagradable, pero Skinner tomó asiento delante de la obesa anciana. «¿Puede usted ayudarme?», preguntó en tono muy sincero.
«¿Cuál es tu problema?».
Le dijo que creía haberle echado un maleficio a otra persona. Quería saber si ello era posible, cómo pudo haberlo hecho y si era reversible.
«Desde luego, posible es». Mary le miró con gesto astuto. «Puedo ayudarte, pero antes necesito cobrar, hijo. A mi edad el dinero no me sirve de nada». Arrugó los ojos. «Eres muy buen mozo», dijo ásperamente. «¡Una buena polla, hijo, ése es el pago que quiero!».
Skinner la miró y sacudió la cabeza. A continuación, esbozó una sonrisa. «Me está tomando el pelo, ¿verdad?».
«Ahí tienes la puerta», dijo Mary alzando lentamente la mano y señalando detrás de él.
Skinner la miró fijamente con expresión afligida. Frunció los labios y resopló. Entonces pensó en Caroline y en su terrible impotencia cuando estaba con ella. «De acuerdo», dijo.
Mary se sorprendió un tanto antes de levantarse, entusiasmada, y dejar que sus abundantes carnes fueran distribuyéndose sobre su silueta. Renqueando lentamente hasta llegar al dormitorio, indicó a Skinner que la siguiese. Éste vaciló por un instante, y sonrió para sí, completamente abatido, antes de salir tras ella.
El dormitorio, escasamente amueblado, y en el que destacaba una vieja cama de armazón de latón, era frío y húmedo. «Quítate la ropa, pues, veamos la mercancía», le ordenó Mary con lujurioso regocijo.
Mientras Skinner se desvestía, la anciana se quitó el abrigo y empezó a despojarse de una sucesión de rebecas, delantales y camisetas. Tumbada sobre la cama, parecía más pequeña pero aún seguía resultando monstruosa, desparramando estriados michelines por todo el colchón. De los pútridos charcos de sudor y la piel muerta atrapados entre los pliegues de sus carnes se levantaban fétidos aromas. «Creí que la tendrías más grande», dijo Mary con un mohín, mientras Skinner se quitaba los calzoncillos Calvin Klein.
Tendrá jeta el viejo saco de mierda este…
«La próxima vez me traigo un consolador gigante», dijo Skinner con amargura.
Haciéndole caso omiso, Mary se recostó en la cama y apartó los fláccidos surcos de su cuerpo hasta localizarse el sexo. «No tengo ninguna crema lubricante. Tendrás que utilizar saliva. A ver si echas un buen pollo», le ordenó.
Skinner se aproximó a la cama. Los huesudos dedos de Mary mantenían separados los pliegues y entre aquellos muslos sorprendentemente flacos, tan delgados y angulosos que daba la impresión de que el fémur atravesaría aquella piel amarillenta y llena de manchas azuladas, lo vio. Para su sorpresa, el pelo conservaba el tono negro azabache que en tiempos, probablemente muchas décadas antes, debió tener el de la cabeza. Con la piel que rodeaba al pubis enrojecida e irritada, probablemente a causa de una infección, sus genitales se le antojaron como el retoño recién nacido de una forma de vida que aún estaba por concebir.
Con aterradora fascinación, Skinner se preguntó cuántos frustrantes años sin sexo habría soportado aquella mujer, acosada sin piedad por un reloj biológico que se negaba a detenerse. Para confirmarlo, echó un vistazo a su cabeza, tumbada sobre la almohada; ella le miró con expresión coqueta, lo que por un instante le permitió ver a la joven que llevaba dentro, cosa que a sus ojos la hizo aún más grotesca. Hincó las rodillas en el colchón, mientras el tufillo de orina amarilla y materia fecal dorada y viscosa que saturaba las compresas para la incontinencia impregnaba el aire frío.
Olía fatal, pero Skinner se alegró de tener las fosas nasales bloqueadas por la coca. Se sacó flemas del pecho y se sorbió los mocos, fabricando con ellos un acre cóctel antes de escupirlo violentamente contra el pubis. «Trabájalo», le exhortó ella, mientras Skinner extendía la espesa baba verdosa como un cocinero habría glaseado una masa de repostería, explorando lentamente. De golpe, cual muñeco de una caja de sorpresas, apareció un clítoris inverosímilmente distendido, del tamaño aproximado del pene de un niño pequeño, y unos gemidos desconcertantemente ahogados le dijeron a Skinner que estaba dando en el blanco. Al cabo de un rato, ella jadeó: «Métela ahora…, métela…».
Totalmente absorto con aquella macabra pantomima, Skinner ni siquiera había empezado a pensar en su pene, pero lo tenía duro como una piedra, a pesar de haberse metido medio gramo de coca antes. Sin ser consciente de ello, estaba planteándose una hipótesis ulterior para explicar su alcoholismo: especuló con que estaba dotado de una sexualidad libertina y que tratar de anegarla en alcohol era un modo de prevenir que se diesen de continuo situaciones como aquélla. Frotó un poco de aquella porquería sobre la punta de su miembro, y luego sobre el resto de la polla, y la penetró de forma lenta y aprensiva.
«Hace tanto que probablemente estará obstruido», dijo ella entre jadeos, leyéndole el pensamiento a medida que iba abriéndose camino en su interior.
Hizo falta follarla mucho; puede que su deseo permaneciera intacto, pero si tenía un orgasmo dentro, éste parecía estar enterrado a mucha profundidad.
¡Joder, sólo por esto tendrían que tocarme los números de lotería de mañana además de los resultados de las carreras de caballos de la semana que viene!
Momentos hubo en los que ella parecía al borde del orgasmo pero éste se alejaba, y en los que Skinner, consciente de lo vil de la situación, quiso abandonar. Vio cómo el viejo despertador pasaba de las siete y veinte a las siete y cuarenta. Mientras notaba la sensación como de ventosa de la piel húmeda de Mary sobre el vientre, los muslos y los testículos, en una progresión que pasó de la abrasión del papel de lija al rumor de huesos frágiles, tuvo que recordar la vieja divisa de Leith: Persevera.
Cuando ella se corrió, lo hizo acompañada de un largo y lobuno aullido nocturno, hincándole los dedos, huesudos como ganchos de carnicero, en los prietos tejidos de sus nalgas.
Skinner se retiró sin correrse, bajándose de encima de Mary y de la cama. Recogiendo con cuidado su ropa y sosteniéndola lejos de su cuerpo, acudió al cuarto de baño, sabiendo que si miraba lo que sentía extendido sobre sus genitales, su abdomen y sus muslos, jamás sería capaz de retener los contenidos de su estómago. En un extremo del cuarto de baño había una pequeña ducha con un cordel de alarma para llamar al encargado en caso de emergencia. En el plato de la ducha no había jabón: éste estaba junto al grifo de la bañera. Skinner sospechó que Mary pertenecía a la generación para la que lavarse significaba ponerse a remojo en una bañera llena de los propios residuos de uno todos los domingos. El agua estaba tibia, pero observó los zarcillos de mocos, heces y otras excreciones, que bailaban en círculo alrededor del desagüe antes de desaparecer.
Se secó, se vistió y regresó al cuarto de estar. No había señal alguna de Mary, aunque dio por supuesto que estaría poniéndose de nuevo todas sus capas; temió entonces que la anciana pudiera estar muerta, tan preocupado estaba con sus poderes destructivos. Finalmente, oyó cómo se movía por el pasillo y se sintió aliviado cuando la vio aparecer. Al desplomarse en la silla con una enorme sonrisa, con el semblante mudado de forma tan radical que parecía que le hubiesen hecho un lifting a fondo, dijo: «Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el problema?».
A Skinner le costó entrar en materia, consciente de lo ridículo de su relato. No obstante, se encontró, para su sorpresa, que aquello por lo que acababan de pasar le facilitó las cosas.
Mary escuchó atentamente, sin interrumpirle una sola vez hasta que hubo terminado. Finalizada su historia, Skinner sintió que se quedaba un tanto limpio, liberado por el acto de la revelación.
Mary no tenía duda alguna acerca de la índole del problema. «En alguna gente, hijo, las intenciones…, los deseos si lo prefieres, pueden ser tan poderosos que se convierten en maldiciones, en hechizos. Sí, no cabe duda: has sometido a ese muchacho a un hechizo».
Dado que llevaba muchos meses de convivencia con aquella extraña situación, en lugar de tomarse aquello como si fuera una noción descabellada, Skinner lo asumió como algo consabido. «Pero ¿por qué tengo yo ese poder, y por qué sólo sobre Kibby? Porque quise que le pasaran cosas a otras personas, pero sin ningún resultado», explicó, pensando en Busby, mientras se despellejaba sin piedad la cutícula.
Entonces Skinner tuvo la repentina sensación de que el aire se enfriaba, mientras Mary asentía lentamente. Por primera vez fue consciente de que aquella anciana emanaba cierto poder. «O bien tiene algo que ver con la naturaleza de lo que deseaste o con la persona a la que se lo deseaste. ¿Qué significa para ti el maleficio? ¿Qué representa ese chico para ti?».
Skinner sacudió lentamente la cabeza, se levantó y se dispuso a despedirse. «Muchísimas gracias, pero llevo ya cierto tiempo reflexionando sobre estas cuestiones», expuso, rezumando sarcasmo.
Mary giró la cabeza y dijo: «Cuantas más cosas estén pendientes de resolver en tu vida, más fuerte es tu ira y mayor será tu potencial para causar esta clase de daños».
Skinner se detuvo. «Kibby era un…», empezó, antes de interrumpirse, cobrar conciencia de una forma abominable pero opaca, descarnada pero de algún modo imposible de mirar de frente. Tenía la sensación de que en algún lugar de su fuero interno conocía la respuesta, pero que jamás sería capaz de sacarla de las tinieblas y conducirla a los dominios del pensamiento consciente.
Pero… me acuerdo de un tío que solía mirarnos cuando jugábamos al fútbol. En el parque de Inverleith, en los Links. Pero siempre se mantenía a distancia. Un día me dijo: «Buen partido, hijo. Era…».
«Me preocupas», le advirtió Mary, «me preocupa que acabes mal». Entonces ella estiró la mano y le cogió de la muñeca.
A Skinner se le encogió el corazón, atemorizado como estaba por el movimiento tan repentino, los veloces reflejos y la fuerza con que le había agarrado la anciana. No obstante, recobró la compostura, y tiró del brazo, soltando así la presa. «Tú preocúpate del otro», se burló, «el que tendría que preocuparte es él».
«Tengo miedo por ti», le dijo ella.
Skinner volvió a desdeñarla, pero mientras se marchaba no pudo ocultar su aprensión. Quizá fuera a tomar aquella copa que tanto necesitaba.