Se agachó para recoger el correo, con la cabeza zumbándole y el estómago contraído en un espasmo. Una carta del juzgado de distrito le informaba de que los alguaciles iban a solicitar una orden para entrar en su domicilio y confiscar bienes que subastar para sufragar la cuantiosa deuda que había acumulado. No soportaba la idea de que sus prohibitivas posesiones fueran vendidas a un precio tan vil, además de que así no reduciría apenas la deuda.

No es más que una puta demostración de fuerza…

Cosas del destino, se habían puesto en contacto con él para que volviese al ayuntamiento mientras durase la baja por enfermedad de Bob Foy. Lo último que habría querido hacer Danny Skinner era regresar a su empleo, pero le habían puesto la pistola en la cabeza. Resolvió volver y comenzar así a pagar los atrasos, para quitarse de encima a los funcionarios del juzgado. Después lo vendería todo y reanudaría sus vacaciones en California.

Y a lo mejor me quedo allí una temporada larga que te cagas, además.

Había pasado, se dio cuenta con sentimiento de culpa, bastante tiempo desde la última vez que había contestado a un correo electrónico de Dorothy. Ello era debido casi exclusivamente a Caroline y a la fascinación que sentía por ella y por los Kibby. Puesto que no podía hablarle a Dorothy de ellos y no había hecho muchas cosas más, sencillamente no había nada que contarle. Pero ahora sentía una necesidad abrumadora de verla.

Aunque la hermosura de Caroline era perfectamente evidente para él y para el resto del mundo, la encontraba extrañamente asexuada. Ni siquiera se le ponía tiesa al pensar en ella, pero siempre que recordaba la nariz y el pelo de Dorothy, tenía la impresión de que iba a estallarle la polla. La cabeza le retumbaba y le martilleaba. Pensó en Kay, en lo mal que le había sentado que De Fretais la hubiera sobado. ¿Era porque se trataba de ella o porque se trataba de él?

De camino a la oficina el primer día de su vuelta al trabajo, se detuvo en el cibercafé:

Para: dotcom@dotcom.com

De: skinnyboy@hotmail.com

Re: Cosas

Hola Yanqui Locuela

Perdona que haya pasado un tiempo sin ponerme en contacto contigo. No me gustan los cibercafés; los de Edimburgo son asquerosísimos y guarrindongos comparados con los de Frisco… En Leith no ha pasado nada de nada últimamente. Nada que contar, salvo que sigo sin beber (por eso no hay nada que contar, es triste pero es así). Me he visto obligado a volver temporalmente al trabajo para saldar unas deudas. Por supuesto, os echo mucho de menos a ti y a California. Aquí es todo oscuro, frío y deprimente. Me alegro de saber que sigues pensando en venir a verme. ¡Seguro que se me ocurre algún modo de mantenernos calientes!

A ese respecto, en relación con lo que decías de los polvos, bueno, las pelotas están bastante delicadas pero yo siempre estoy por la labor. Estoy de acuerdo en que en esta fase no deberíamos vernos con otra gente. Dot, para serte sincero, sólo deseo hacerte el amor lentamente, echar hacia atrás esa pelambrera de rizos y cuchichearte al oído «mein liebling Juden Fräulein» o algo por el estilo. Skinner: ¿enfermo mental o cachondo mental? La decisión es tuya.

Con amor

Danny

P. D. Luego te llamo por teléfono.

Posdata bis: Los polacos. ¿Acaso nacieron para sufrir o qué? Rusia por un lado, Alemania por el otro. Eso es como compartir un compartimento de tren con un Jambo y un Huno[32].

Tercera posdata: Los polacos han desempeñado un papel poco reconocido en la historia del fútbol escocés, y además eran célebres por su pulcritud en el vestir: por ejemplo, Félix Staroscik, en el actualmente difunto Third Lanark, y Darius «Jackie» Dziekanowski en esa corporación de la diáspora irlandesa pero de herencia multinacional conocida como el Celtic «de Glasgow».

Recuerdo que la última vez que hicimos el amor casi nos chupamos hasta el aliento el uno al otro.

Desde luego, estoy mejor con Dorothy en California, lejos de todas estas terribles obsesiones que rigen mi vida: el alcohol, la identidad de mi padre y, por encima de todo, los putos Kibby.

Joder que sí.

Volver a poner los pies en la oficina resultó extraño. Sólo habían pasado unas semanas pero a él le pareció que habían transcurrido épocas enteras. Resultaba cordial y desalentador a un tiempo. Shannon seguía desempeñando temporalmente su antiguo puesto, mientras que él gozaba de la misma categoría que Bob Foy. Cooper se había jubilado un poco antes de lo previsto, y el nuevo jefe de Skinner y de Shannon era un hombre atento y con gafas llamado Gloag, que parecía ecuánime y decente, si bien un poco soso. Se volcó en el trabajo de nuevo, emprendiendo varias tareas el primer día, fundamentalmente ponerse al día con los papeleos. Enseguida se dio cuenta de lo poco que en realidad hacía Foy, al percatarse de que en la práctica había dirigido la sección él solo, responsabilidad que le sería transferida a Shannon.

Tras acabar tarde y tomarse unas cervezas, llegó la hora de quedar con Caroline para una cena italiana en el viejo restaurante favorito de Foy, The Leaning Tower. Compartieron una botella de vino por insistencia de Skinner: un Chardonnay intenso y con mucho cuerpo procedente del condado de Sonoma, en California. Skinner tenía muchas ganas de beber.

Que le den por culo a Gillian McKeith.

Mientras miraba a Caroline, se fijó en la hilera de tres granos rojos en forma de media luna que tenía en la barbilla. Se estaba arrancando los pellejos. Desprendía una aureola de desesperación y necesidad en aumento. Básicamente, pensaba él, quería que se la follase, y él no quería ni podía hacerlo. Y se culpaba a sí misma. Pero, por supuesto, aquello no iba a durar mucho: no tardaría en llegar a la fase «pues que te den». No tenía la autoestima lo suficientemente baja como para seguir así indefinidamente, aun cuando él no tuviera el menor motivo para dudar de la sinceridad de sus emociones cuando ella le decía lo que sentía por él.

Pero ¿la quiero? En cierto modo sí. Pero también está Dorothy, y a ella la quiero como tiene que ser, sin rollos chungos.

«¿Te encuentras bien, Danny? No te veo con muy buen cuerpo».

«Creo que he cogido una especie de gripe o algo por el estilo», dijo éste entre dientes. Entonces Paolo, el propietario, le preguntó por Bob Foy y Skinner se vio obligado a contarles a ambos la historia. Escucharon compasivamente y atribuyeron el comportamiento trastornado de Skinner a la impresión.

La gota de vino blanco del fondo de la copa de Caroline me recuerda los restos de meada de una letrina. Las cosas se están corrompiendo…, no, siempre fueron así. Sólo lo he notado porque la corrupción ha superado un nuevo listón. Ahora me falla la polla. Tengo casi veinticuatro años y no puedo follarme a una chica preciosa que está loca por mí.

¿Será eso, es ésa la respuesta a toda esta puta mierda? ¿Acaso sólo puedo adquirir potencia odiando? No. A Kay no la odiaba, ni a Shannon tampoco, y desde luego no odio a Dorothy.

Y Skinner pensó que sencillamente no podía volver con Caroline sin más, teniendo la cabeza tan alterada con Dorothy, y con lo de Kay y De Fretais. No podía seguir sometiendo a ninguno de los dos a esa titubeante, tensa y perversa psicosis. Necesitaba poner tierra de por medio, tener espacio para ordenar sus pensamientos, de modo que pidió disculpas y se marchó a casa solo. O por lo menos ésa había sido su intención.

Para entonces las calles de la ciudad estaban muertas. Vio algún que otro grupo de juerguistas, pero se sentía tan desamparado y tan abandonado por su ciudad natal como por el padre al que nunca conoció.

Más solo que un bastardo en el Día del Padre.

Una parte de él quería estar ya de vuelta en el piso, buscando inspiración en sus poemarios; sin embargo, mientras atravesaba la ciudad, una vaga sensación de determinación se apoderó de él a despecho de su hastío. Se encontró recitando unos versos en voz baja:

The Devil went out a walking one day

Being tired of staying in Hell

He dressed himself in his Sunday array

And the reason he was drest so gay

Was to cunningly pry, whether under the sky

The affairs of earth went well.[33]

La naturaleza de aquel impulso permaneció opaca para él hasta que pasó por delante de Muso. En el interior seguía encendida una luz. Sin pensarlo, dio la vuelta hasta llegar a la parte de atrás y empujó la puerta de la cocina. Estaba abierta. Oyó ruidos: jadeos pausados, salpicados de vez en cuando por algún gemido escueto, agudo. Se guió por el sonido, caminando suavemente de puntillas hasta llegar al área del restaurante. Los sonidos procedían del bar.

Es De Fretais. Se está follando a una tía. Está encima de ella, sobre la barra. Alguien yace bajo su sudorosa mole, inmovilizada contra la barra.

Sé quién es. Kay. Se la está follando. Ella tiene la cabeza apartada, echada a un lado, pero esa larga cabellera azabache resulta inconfundible…

Hostia puta, se está follando a mi Kay…

El puto…

Sus movimientos parecían animados por el instinto. Regresó a las sombras y subió unas escaleras que conducían al desván del edificio. Mientras ascendía los peldaños era consciente del fuerte palpitar de su corazón y del esfuerzo de sus pulmones por tomar aire.

El suelo del desván estaba revestido en parte con parquet de contrachapado. Aquel espacio apenas se utilizaba, ni siquiera como almacén, y salvo por una capa de polvo y algunas telarañas estaba casi completamente vacío. La media luna brillaba turbiamente a través de un tragaluz Velux, arrojando su luz sobre una bolsa de herramientas. Sobre la bolsa yacía una linterna de goma; la cogió y la encendió. La luz dejaba ver algunos clavos mal clavados en el suelo y algunas vigas con las que había que tener cuidado. Había un espejo de cuerpo entero apoyado contra la pared que daba al exterior. Atravesando una viga que dividía el suelo, vio dos grandes pernos.

Claro, el piano. Está directamente encima de ellos. Ese sucio y asqueroso cabrón… y Kay, mi Kay…

Se movió entre la oscuridad y vio una luz filtrándose desde la rejilla de un conducto de ventilación. Mirando a través de ésta podía verles, o más bien ver a De Fretais, cuya mole asfixiaba obscenamente a su exprometida. Lo único que se veía de ella era la cabeza. Trató de descifrar la expresión del rostro de Kay. ¿Era una expresión de pavor u orgásmica? Habría sido incapaz de decirlo.

Y De Fretais tiene los dedos metidos en su boca… para acallar sus gritos…

El puto bastardo violador…, lo mismo que le hizo a mi madre todos esos años atrás, por eso le odia…

… para acallar sus gemidos de placer…

Esa puta rastrera… no puede resistirse al puto señuelo del baile, a la fama que tanto desea pero que no es tan buena como para almacenarla, de modo que calcula que puede obtenerla por poderes, dejando que se la cepille un monstruo obeso…

Danny Skinner no sabía ya qué pensar. Enfocando la bolsa de herramientas con la antorcha, buscó algo con lo que aflojar los pernos.

Lo que nos sucede a Danny y a mí es de lo más marciano. Lo vi muy depre durante la cena; le habían dado malas noticias acerca de su amigo. A los dos nos preocupa que el mal rollo sexual este se interponga entre nosotros. Es sólo un polvo, pero parece pesar tanto sobre nosotros… Le deseo muchísimo, pienso en él a todas horas, pero cuando estamos en compañía el uno del otro y pienso en el sexo me siento tan… remilgada. Como una virgencita atontada.

A veces parece que Danny lleve el peso del mundo entero sobre los hombros. Cuando nos habló de su amigo a mí y al tío aquel del restaurante italiano, lo hizo tan a regañadientes que fue como intentar sacar agua de una piedra. Debería tratar de compartir sus problemas en vez de guardárselo todo para él.

La velada ha terminado antes de lo previsto, así que decido regresar a casa para buscar unos libros viejos que necesito para la universidad, unos que guardé en el desván de Brian, o aquello que ahora llamamos con ese nombre.

Cuando llego a casa, mamá está sentada viendo la tele. Ha estado llorando; me cuenta que encontró a Brian borracho en su habitación con dos botellas de whisky. Yo le digo que quizá eso haya sido parte del problema durante todo el tiempo, que de algún modo logró ocultárnoslo a nosotros y a los médicos. Argumenta débilmente en sentido contrario, pero me doy cuenta de que también ella está reevaluando las cosas.

La dejo y subo las escaleras para echarle un ojo. Está tumbado en la cama, totalmente vestido, con la boca abierta, respirando de forma débil e irregular. La habitación apesta como nunca. Apenas reconozco a mi hermano en esa cosa que hay en la cama.

Salgo al pasillo, abro la trampilla y bajo la escalera de aluminio. Subo con rapidez. Está todo lleno de polvo y sin recoger, debido a la enfermedad de Brian. Hace siglos que nadie sube aquí. Al encender las luces, veo desplegarse ante mí la gran población a escala. Los trenes, la estación, los bloques de pisos, las construcciones nuevas alrededor de las colinas. Para aquellos a los que les gustan esas cosas resulta impresionante. Incluso para los que no, supongo.

Una vida desaparecida, la otra consumiéndose, y éste es su legado. Las colinas de papá. A él siempre le gustó Edimburgo por sus colinas. Decía que eran las colinas las que mantenían compartimentada la ciudad, las que hacían que nos ocupáramos de nuestros propios asuntos y guardásemos nuestros pequeños secretos. Solía llevarme a subirlas todas: Arthur’s Seat, Calton Hill, las Braids, y el zoo de Corstorphine Hill, las Pentlands.

Danny dijo algo similar acerca de San Francisco. Me contó que le encantaba caminar por ahí, subir y bajar sus empinadas colinas, obteniendo así una perspectiva diferente de la ciudad cada vez. Hasta extendió un gran mapa sobre la mesa y me habló de todas ellas: Twin Peaks, Potrero Hill, Bernal Heights, Telegraph Hill, Pacific Heights. Tal y como lo contaba sonaba chulísimo, y hasta dijo que a lo mejor un día íbamos allí juntos.

Pero no podemos hacer el amor. Nos apetece hacerlo pero nos ponemos tensos cuando estamos el uno con el otro. Le amo. Siento verdadera necesidad de estar con él, de estar a su alrededor, muchísimo. Con él me he convertido en la clase de cría lamentable que dije que nunca sería. Quiero follar con él, o eso creo. Pero me pregunto qué quiere él, porque él está tan nervioso conmigo cuando nos ponemos tiernos como yo lo estoy con él. ¿Será esa mujer americana que mencionó? ¿La querrá? ¿Piensa en ella cada vez que estamos a punto de montárnoslo?

Encuentro los libros, apilados cuidadosamente en un rincón, escojo un par y bajo las escaleras. Mamá se ha quedado sobada en la silla, con la boca abierta, como Brian. No tendría ningún sentido despertarla. Salgo a la fría intemperie y aguardo un autobús durante siglos porque cuando cuento las monedas en la mano, sólo hay cuatro de una libra y no puedo permitirme un puñetero taxi.

Apretó con fuerza la llave inglesa mientras hacía girar aquella gran tuerca, notando cómo cedía inmediatamente. Después, sin aflojarla del todo, hizo girar la otra. Sintió un tirón sobre la viga y oyó el sonido del piano al mecerse.

Vuelvo a mirar por la reja del conducto de ventilación, pero desde este ángulo no puedo verles reaccionar, ni a ella ni a ese animal que está encima de ella follándosela.

Pero ¿lo verán ellos, verán mecerse el piano, oirán cómo se aflojan los pernos?

Reanudando sus esfuerzos, Skinner no podía verlos a ellos, pero se vio a sí mismo, iluminado por la exigua luz de la linterna, reflejado de cuerpo entero en el espejo. Su expresión era diabólica pero serena, como la de una gárgola medieval tallada en piedra que hubiese cobrado vida de repente y estuviera agasajándose lentamente, con la frialdad de un insecto, con la carne de un animal de sangre caliente al que acabase de dar muerte.

Se observó a sí mismo desatornillando los pernos. Sólo hubo un instante de náusea trepidante en el que quiso detenerse, pero éste coincidió con la vana fracción de segundo antes de que notase cómo el peso del piano, con dos chasquidos desgarradores, saltaba de sus soportes.

Fue como si hubiera transcurrido una larga pausa entre el instante en que el instrumento se soltó de su atracadero en el techo y el todopoderoso impacto, al que siguió un horrible gemido animal que, incluso a través del techo del desván, resultó angustiosamente audible para Danny Skinner.

Skinner se quedó de piedra, miró su reflejo culpable en el espejo. Después pensó en Kay y en el amor que habían compartido, mientras la sangre se le helaba en las venas.

PERO ¿QUÉ HE HECHO?

A lo mejor a ella no le he dado, o a ninguno de los dos. Seguro.

Lo habrán oído, habrán visto cómo se aflojaba, se habrán apartado. Ella lo habría visto. Pero…

Pero él tenía la mano metida en su boca, acallando sus gritos, sus gemidos, mientras sus sudorosas carnes estaban encima de ella…, mi padre; no, no es mi padre…, pero sí, tiene tanto sentido como cualquier otra cosa, así es como tiene que ser, así es como tiene que acabar…

Skinner bajó corriendo las escaleras y no se volvió para mirar, no se asomó a verlos a ellos ni al piano. Sin embargo, en ese momento se fijó en una tecla de marfil blanco que había salido disparada por el impacto y que había rebotado dando la vuelta a la esquina. No había ningún sonido; de la habitación no provenía ningún gemido. Por algún motivo, cogió la tecla de piano y se la guardó en el bolsillo. Abrió la puerta trasera del restaurante de una patada y se internó en la oscuridad de la noche. Bajando por la calle apresuradamente, casi se sintió tentado de echar a correr. Evitando el North Bridge, salió disparado por New Street, pasando por delante de la estación de autobuses abandonada hasta llegar a la desierta Calton Road, que discurría junto al terraplén del ferrocarril. Mientras avanzaba, a la espera del coche policial que no apareció jamás, tenía la columna casi rígida de miedo. Ralentizándose hasta caminar con paso enérgico, pasó por delante del nuevo parlamento, por fin inaugurado.

Nuestro parlamento de juguete: es como buscar un padre y que te presenten a un tutor del Departamento de Servicios Sociales.

Cuando se aproximó a Leith evitó el Walk y Easter Road, zigzagueando furtivamente por las bocacalles situadas entre ambas. Había tomado una ruta circular que atravesaba los Links y se encontraba junto al Shore cuando se detuvo un rato para ver desembocar las serenas aguas de Water of Leith en el Forth. Sintió la tecla en el bolsillo. La sacó y quedó atónito al ver que su mente le había engañado; aquella tecla no era de marfil blanco, sino de ébano negro. La arrojó a Water of Leith, se fue a casa y permaneció en vela, psicótico de agotamiento y ansiedad, preguntándose con gran aflicción qué había hecho exactamente.

Ellie Marlowe llegaba un poco tarde a trabajar, y esperaba que Abercrombie el Zombi —como llamaban a uno de los gerentes, que no parecía dormir jamás— no se hubiera levantado temprano para controlarla. Peor aún, el dueño, el gordinflón que salía en la tele, también era propenso a aparecer en ocasiones, ya que aquel local era su nuevo proyecto empresarial.

Algo andaba mal…, la puerta. No estaba cerrada. Dentro había alguien. Ellie empezó a repasar excusas acerca de autobuses. Con un sueldo de asistenta no podía ir en coche; eso ellos tenían que saberlo, pues a fin de cuentas eran ellos los que la estaban pagando. Dudaba de que Abercrombie o De Fretais hubiesen visto un horario de autobuses en su vida.

Ellie dobló la esquina, llena de inquietud, adentrándose en el bar principal. Mientras un acre olor a orina le asaltaba las fosas nasales, no podía creer lo que veía. Pensó en gritar o en salir corriendo a la calle, la cual seguro que ya estaría empezando a animarse con el bullicio matutino. En lugar de eso, encendió tranquilamente un cigarrillo y después descolgó el auricular y marcó el 999. Cuando la operadora le preguntó qué servicio deseaba, Ellie le pegó una calada a su Embassy Regal, se detuvo durante un segundo para pensárselo, y a continuación dijo: «Creo que lo mejor será que los mandes a todos».

Por su cuello resbalaba lentamente un reguero de sudor, que le puso la carne de gallina y le sumió en temblores. Brian Kibby se incorporó lentamente y al ver el frío brillo de las botellas junto a la cama, supo en el acto que no habrían escapado a la atención de su madre. Acres olores a alcohol y rancios residuos corporales asaltaron su cabeza, y acto seguido, abrumado por una deprimente sensación de ansiedad, la dejó caer entre las manos.

Todo se está cayendo a pedazos. Ha ganado. Nos destruirá a todos.

Su pesado cuerpo hacía mucho ruido al bajar las escaleras; vio a su madre sentada ante la mesa de la cocina junto a una tetera llena, leyendo una novela de Maeve Binchy. Kibby se disculpó de inmediato: «Mamá…, siento haber bebido…, estaba deprimido…, no volveré a…».

Joyce levantó la vista, pero no le miró a los ojos. Con la mirada perdida, dejó caer: «Anoche estuvo aquí Caroline. ¿La viste?».

¿Por qué no podían afrontar las cosas?, clamaba el alma de Brian Kibby. Y, no obstante, él se había comportado de idéntica manera, postrado en un sopor etílico, demasiado borracho para darse cuenta siquiera de que su hermana estaba en casa. «Mamá, respecto al alcohol, lo siento, no vol…».

«¿Te apetece una taza de té?», inquirió ella, traspasándole con la mirada. «Casi he terminado de leer la nueva novela de Maeve Binchy». Le enseñó la portada. «Creo que es la mejor hasta la fecha. Lástima que no llegaras a ver a Caroline».

Kibby asintió lentamente, y con una sensación de derrota y de resignación avanzó pesadamente hasta el armario, de donde sacó una taza con la leyenda «Hyp Hykers Do It Wetter»[34]. Fue Ken Radden el que encargó aquellas tazas. En su momento Kibby había considerado que se trataba de una simple alusión a la tendencia que tenían a acabar empapados por la lluvia durante sus excursiones en las Highlands. Ahora veía ahí un doble sentido subido de tono y que pasaba de castaño oscuro.

Se sirvió una taza de té templado y lo sorbió, dejando que le separase los labios y disolviera la viscosa película que los cubría.

¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Por qué no pude verlo claro? La mayoría estaban allí sólo por una cuestión sexual. Como Radden y Lucy…, como…

Caroline probablemente se fue para estar con Skinner. Lo más probable es que en este mismo instante estén en la cama.

De repente Kibby experimentó un terrible resentimiento contra su hermana, de índole tan honda que anteriores rivalidades fraternas apenas lo habían insinuado. Ella era idéntica a sus amigas, todas aquellas chicas cuya increíble e irresistible eclosión de juventud y belleza había presenciado. Con su piel cremosa y su mandíbula perfilada, sus duros pechos henchidos y su cintura de avispa, ella y sus amigas eran para él como un insulto ambulante. Su misma presencia las incomodaba y avergonzaba; era como si oliera mal. Y, sin embargo, por cruel que le resultase, comprendía cómo Skinner podía encontrarse tan a sus anchas con ellas, cómo podía satisfacer sin dificultad aquella extática y desconcertante necesidad de apropiarse de aquella belleza, abrirla, penetrarla y poner al desnudo su esencia.

Y Brian Kibby, con una espantosa perspicacia fruto de su terrible declive, vio que no eran eras infinitas las que mediaban entre la diáfana e imperturbable belleza de Caroline y el aspecto decaído y demacrado de su madre. Se trataba de un túnel de una brevedad espantosa, al otro lado del cual uno emergía en una danza confusa, a una velocidad apenas perceptible.

El tiempo vuela, se agota…

Subió a su habitación y encendió el ordenador.

El chat…, ¿estará esa zorrita calentorra en el puto chat ahora?

Sí…, aquí está…, ¿cuántos puntos del uno al diez voy a darle a esta cochina guarra…?

07-11-2004,3.05

Jenni Ninja

Una Deidad Divina

Me he jugado el todo por el todo y he empezado con el juego nuevo. ¡Magnífico! Me ha cambiado la vida. He decidido casarme con Ann.

07-11-2004,3.17

Chico Listo

El Hombre que Sabe

En la nueva edición Ann sale bastante mona, pero yo sigo prefiriendo a Muffy. ¡Es la más sexy!

07-11-2004,3.18

Über-Priest

Rey del Cool

Yo creo que la más sexy eres tú, Jenni, nena. ¿Por dónde paras?

07-11-2004,3.26

Jenni Ninja

Una Deidad Divina

¡Pero Über-Priest, no sabía que te importaba! Vivo en Huddersfield y me gusta nadar y patinar.

07-11-2004,3.29

Über-Priest

Rey del Cool

Deberíamos quedar y salir por ahí algún día. Seguro que estás cañón. No me importa que te vayan también las tías porque a mí me gusta mirar, antes de apuntarme yo, claro. ¿Cómo eres físicamente?

Mientras sostenía su polla erecta, aguardó ansiosamente una respuesta que nunca llegó. Después, tras recibir un mensaje comunicándole que se le prohibía la entrada al chat, la erección se deshizo entre sus sudorosas palmas.

El pronóstico de Ellie Marlowe resultó no ser nada descabellado: en efecto, en el bar y restaurante Muso hicieron falta, además de la ambulancia y la policía, los servicios de los bomberos. El piano había caído casi de lleno sobre el maestro cocinero y la camarera, aplastándolos contra la barra en plena cópula.

Alan De Fretais murió en el acto a consecuencia del impacto. En un principio se pensó que Kay Ballantyne había corrido idéntica suerte, pero notaron que aún presentaba un ligero pulso. Estaba muy débil pero viva, pues la mayor parte del impacto del piano la había absorbido la considerable mole del cocinero.

Los bomberos utilizaron sierras eléctricas para cortar las patas del instrumento, y luego hicieron falta varios de ellos, fornidos y en buena forma, para sacárselo de encima a De Fretais. Casi hicieron falta otros tantos para arrancar el cadáver del cocinero del cuerpo comatoso de Kay Ballantyne. De la boca de De Fretais chorreaba sangre sobre el rostro de ésta, pues de un mordisco se había amputado la lengua, y ésta pendía de un hilo de carne sobre la mejilla de Kay. Mientras trataban de despegarle el cadáver de ojos obscenamente desorbitados, notaron que Kay recobraba el conocimiento, murmurando de forma delirante. Fue uno de los médicos presentes el que se dio cuenta de que el movimiento del cadáver de De Fretais la estaba excitando, dado que su miembro seguía dentro de ella y probablemente estuviera erecto como resultado del rigor mortis.

Mientras Kay Ballantyne recuperaba la conciencia entre jadeos, un bombero irreverente se volvió hacia uno de sus colegas y comentó: «Hay que reconocer que hasta después de muerto el gordo cabrón de De Fretais fue un follador nato».