La noche de la inauguración del bar-restaurante Muso, la más reciente aventura empresarial de Alan De Fretais, los triunfadores, los semitriunfadores y los gorrones sin escrúpulos de la ciudad se dieron cita en su precaria federación habitual. El propio De Fretais había llegado de un humor de perros, que sólo ahora comenzaba a aliviar un chablis excelente. Los albañiles le habían prometido que el local estaría listo para una inauguración triunfal en pleno Festival de Edimburgo, y había convocado a una legión de celebridades visitantes y a la prensa nacional. Ahora ya era bastante más tarde, en plena temporada baja otoñal, y De Fretais tenía que conformarse con los famosillos locales de quiero y no puedo; bullía de indignación, consciente de que sería precisa la esquiva tercera estrella de la guía Michelín para proporcionarle algo remotamente semejante a la cobertura que ansiaba. «Mi propio minipalacio de Holyrood», fue el mordaz comentario que le hizo a un corresponsal de ocio del Daily Record, el cual tenía tanta cara de desilusión como él.

Pero la uva afrutada, cuya personalidad característica se la daba el arcilloso terreno local de Kimmeridge, ya estaba ejerciendo su nada desdeñable embrujo sobre De Fretais. Éste no tardó en consolarse observando que había venido bastante gente para tratarse de aquella época del año, en la que muchos de los sibaritas de la ciudad aún andaban recuperándose del desgaste provocado por el festival o preparándose para la inminente pesadilla navideña.

Skinner llegó acompañado por Bob Foy, quien le había comunicado la buena nueva: el maestro cocinero había regresado de su excursión alemana. Habían disfrutado de un cóctel en Rick’s Bar, y por tanto se habían presentado con un respetable retraso de unos veinte minutos, aunque no tan tarde como para perderse la abundante oferta de priva gratuita. Su frágil sistema nervioso le decía que la noche anterior Brian Kibby se había echado al coleto unos cuantos chupitos clandestinos, y tuvo que tomarse una copa en condiciones para suavizar la resaca. Skinner casi había olvidado lo tóxico y debilitador que podía llegar a ser el alcohol. Al menos allí dentro había poca luz, reflexionó, agradecido por la tenue iluminación del local.

Ese cabroncete debe tener un alijo de priva en esa puta pocilga de dormitorio. Le encargaré a Caroline que lo busque… o incluso a Joyce. ¡Le pararé los pies a ese puto cretino! ¡El muy comemierda no sabe lo que hace ni tiene idea de lo peligroso que es!

La zona del bar, decorada de un modo más o menos minimalista, ofrecía un aspecto bastante impresionante. Aunque las paredes estaban pintadas en un azul claro muy poco inspirado, la vieja barra estaba cubierta por una bonita losa de mármol y el anaquel con las bebidas estaba hecho de paneles de roble. Un majestuoso suelo de madera lavada y una serie de focos halógenos empotrados completaban el aspecto del conjunto.

Skinner echó un vistazo a los presentes y pensó: por ahora, una panda de sosos. No dejaba de mirar a las mujeres, tratando de no pensar en Dorothy, en San Francisco ni en Caroline, mucho más próxima. Sin éxito.

Lo que nos pasa a Caroline y a mí es marciano que te cagas. Sencillamente no conseguimos montárnoslo. Supongo que porque me recuerda a Kibby. En cuanto haya confinado a éste de nuevo a su lecho de enfermo para que no pueda perjudicarme, iré a saco; a su hermana me la cepillo por Escocia. Si la cosa se queda sólo en sexo, entonces vuelvo escopeteao a California. Pero primero necesito ponerme ciego, y este cagadero es un lugar tan bueno como cualquier otro para ponerse a gusto.

De todos modos, no me vendría mal echar un polvo. No hay señal de Graeme ni ninguno de los de esa banda. ¡A lo mejor un encule a pelo y a toda máquina le bajaba un poco los humos a Kibby!

Con los rítmicos sorbos del dipsómano empedernido, despachó rápidamente la primera copa de champán que le ofrecieron. Distraído por los golpecitos en el costado que alguien le estaba dando con el codo, se volvió para ver a Foy indicándole el techo, del que colgaban desde mucha altura una serie de instrumentos musicales. Había una guitarra eléctrica (a Skinner le pareció que podía ser una Les Paul de época), una gran arpa, un saxofón, un contrabajo y una batería, todos colocados a distancias bien medidas entre sí, como para que un grupo de músicos liberados de la gravedad pudiese flotar hasta ellos y empezar a tocar sin mayores preámbulos. Pero lo más impresionante e inverosímil de todo era un piano de cola blanco, suspendido a unos cuatro metros y medio sobre la barra, y sujeto al techo por cuatro cables que iban a parar a un único gancho enorme que, según supuso Skinner, tendría que estar atornillado a una de las vigas del tejado.

Skinner estaba impresionado a su pesar.

De repente una voz llegó a su oído desde tan cerca que podía notar el calor del aliento de su dueño. «Seguro que te estarás preguntando: ¿cómo habrán conseguido subir eso hasta ahí arriba?».

«Desde luego», reconoció ante su anfitrión, el maestro de cocina Alan De Fretais.

De Fretais mudó de semblante, dando paso a una sonrisa lánguida y aduladora. «La respuesta es: con gran esfuerzo». Lo dijo con expresión meditabunda, sacudiendo la cabeza ante su propio ingenio antes de perderse entre la multitud.

Imbécil, pensó Skinner, aunque sin verdadera hostilidad, siguiendo los meandros del deambular del chef. Sólo un mamón, y que además fuera puesto de coca hasta las cejas, podía encontrar graciosa semejante chorrada. Lo cual, en resumidas cuentas, era lo que opinaba de De Fretais. Seguro que un payaso de ese calibre no podía ser su viejo. Se le ocurrió que era así como hablaban entre sí los semidesconocidos en estos ambientes: aparentando profundidad e intimidad sin decir nada en realidad, pero haciéndolo con ese estilo de elevada formalidad perfeccionado por el Bond de Connery. Y, por encima de todo, manteniendo un estricto control sobre cualquier información por trivial que fuera. Guardando secretos. Como todos esos putos chefs, pensó, mientras se desplazaba para circular y charlar con algunos rostros que le sonaban vagamente.

Había determinado con rapidez que aquélla era la clase de movida donde mirar por encima del hombro a los demás, lejos de considerarse de mal tono, era conducta obligada. Resultaba casi prestigioso mostrar lo mucho que uno se aburría en compañía de alguien conocido. La boca tenía que ir echando mano de los stocks de respuestas alojados en una región chispeante de la mente mientras los ojos sondeaban a fondo a los demás invitados para hallar interlocutores de más categoría.

La antiestética supervivencia clasista de los más mierdas.

Ahora él hacía lo mismo, pues aún seguía el rumbo de los movimientos de De Fretais. Vio cómo el obeso chef hablaba con Roger y Clarissa, y aprovechó la ocasión para acercarse a ellos a grandes zancadas. «Disculpadnos…», terció, saludando a los demás con un gesto de la cabeza. «Alan, ¿podríamos hablar un momento?».

«Pero si es nuestro joven amigo unionista», declaró con fingido arrobo Clarissa, mientras los ojos y los labios se le estrechaban hasta convertirse en un par de finos tajos que le surcaban el rostro. «¿Qué? ¿Disfrutaste con tu pequeña… “unión” durante nuestro último encuentro?».

«Estoy increíblemente ocupado en este momento, señor Skinner. Me temo que tendrá que esperar», dijo De Fretais, que procedió a largarse hacia la barra con grandes zancadas.

«Es importante, se trata de mi ma…», empezó Skinner.

Pero De Fretais no le oía, y Skinner, airado, estuvo a punto de salir tras él, cuando, en ese mismo instante, se quedó clavado en el sitio y con el corazón en un puño al ver el familiar lustre negro de la cabellera de una joven ataviada con el tradicional uniforme blanco y negro de las camareras, pero cuya falda corta enfundaba un culo que conocía muy bien. Unas medias negras remataban la imagen. Ofreciendo unos tentempiés salados en una bandeja, se volvió de perfil y Skinner captó su radiante sonrisa de anuncio de dentífrico.

Roger hizo un comentario que el bombeo de la sangre en su cabeza le impidió escuchar, pero se dio cuenta de la naturaleza sarcástica del mismo por la risa socarrona de Clarissa.

Skinner se volvió distraídamente hacia ella. «Apuesto a que en tiempos eras guapísima», le espetó, y la implosión del rostro de su interlocutora le confirmó que había puesto la dosis exacta de cara de pena para obtener el efecto deseado. «Claro que de eso ya hace tiempo, ¿eh?», remató. Se alejó de ellos, y salió detrás de la camarera, fijándose en la redondez de sus nalgas dentro de aquella falda ceñida a la vez que algo se removía en su interior.

Kay…, ¿qué coño estará…?

Peor todavía, vio a De Fretais abordarla con una gran sonrisa en el rostro. El cocinero le rodeó la cintura con las manos. Ella sonrió a regañadientes y trató de zafarse, sin éxito, pues no podía soltar la bandeja que sostenía.

¡Le ha puesto encima sus grasientas manazas de mierda!

No…

Y ella se queda ahí de pie, joder…, ¡dejándose sobar por ese gordo cabrón!

Sentía el vaso en la mano y el ácido biliar desbordándose en su interior. Se imaginó hundiéndolo en el cuello del obeso cocinero como si fuera una daga, y contemplarlo desangrarse en el suelo, con mirada bovina y ausente, mientras pataleaba agonizante. A Skinner le hervía la sangre, pero sus pensamientos seguían siendo serenos y abstractos. Afortunadamente, una de las ideas que se le pasó por la cabeza fue preguntarse cuántos hombres hasta ese momento socialmente integrados habían matado en circunstancias parecidas, lo que bastó para hacerle abandonar apresuradamente el bar.

Fuera, la calle estaba llena de corrillos de gente que iba de una taberna a otra. Mientras se llenaba los pulmones con el frío aire de la noche, se percató de que aún llevaba la copa de champán en la mano. La arrojó al suelo, y la maldición en voz alta que profirió ahogó el sonido del cristal al hacerse añicos. Ajeno a las miradas furtivas de los viandantes, detuvo un taxi que en aquel momento pasaba por ahí.

Cuando Brian Kibby entró arrastrando los pies, ahora ya tan desesperado como para haberse despojado de su acostumbrado disimulo, Mark Pryce, asistente de ventas de Victoria Wine, pensó: Este tío es el típico bolinga. Pidió dos botellas de whisky: una de Johnnie Walker etiqueta roja, y otra de The Famous Grouse.

Mark era estudiante de psicología de segundo curso en la universidad. Reflexionaba en profundidad acerca de algunos de los clientes habituales a los que atendía. En una sociedad cuerda habría remitido a muchos de ellos a los servicios sociales y de salud en lugar de venderles alcohol.

A este chaval no le queda demasiado tiempo de vida, consideró Mark, evaluándolo sombríamente, mientras introducía las botellas en una bolsa y se las entregaba a un lánguido y tembloroso Kibby. También se sintió tan extrañamente conmovido por el refrenado pero intenso desconsuelo de aquel cliente en particular, que casi le entraron ganas de decirle algo. Pero al establecer contacto visual con Kibby, no pudo ver nada, sólo un oscuro vacío habitado en otro tiempo por un alma humana.

Pryce aceptó el dinero y registró la venta, tomando nota mentalmente de conseguirse otro empleo a tiempo parcial. En algún lugar más socialmente gratificante, como McDonalds o Philip Morris.

Al llegar a casa, ansioso por evitar a su madre y una potencial escenita en relación con su consumo de alcohol, Brian Kibby entró tan silenciosa y clandestinamente como pudo. Afortunadamente, en casa no había nadie. Trató de subir su cuerpo por la escalera de aluminio para llegar hasta su viejo escondite, pero al cabo de unos pocos pasos se sintió mareado, como si fuera a estallarle la cabeza, y supo que no lo iba a lograr. Descendiendo lentamente, fue a su habitación, donde antes de perder el conocimiento se bebió abyectamente una botella de whisky e hizo buena mella en la segunda.

La mañana llegó entre los graznidos de las gaviotas en la penumbra que poco a poco iba desvaneciéndose sobre Leith. Danny Skinner se encontraba ya con bastante mal cuerpo; sospechaba de Kibby, pero su incomodidad aumentó enormemente cuando sonó el teléfono y Shannon McDowall le transmitió una noticia devastadora. «Bob está en el hospital…».

Aquello despabiló del todo a Skinner. Haciendo frente a una horrible resaca, se acercó a duras penas al hospital. Estuvo a punto de vomitar en el autobús, donde atrajo las miradas de desaprobación de una mujer acompañada de un niño pequeño que lucía la nueva elástica verde de whisky Whyte & Mackay, que había reemplazado a la de Carlsberg.

Al menos cuando sólo era cerveza, el pobre cabrito tenía alguna posibilidad…

Cuando llegó al hospital y subió al pabellón vio el cuerpo postrado de Foy, que yacía inconsciente, conectado a un electrocardiógrafo y con un tubo saliéndole de la nariz. Aquello no pintaba nada bien, pensó.

Amelia, la segunda esposa de Foy, sollozaba a su lado, acompañada por Barry, su hijo adolescente, fruto de su primer matrimonio. «Danny…», lloriqueó, levantándose y abrazándole con fuerza; su olor y su proximidad le recordaron a éste la vez que, algunos meses antes, en el transcurso de una curda monumental, acabó en casa de los Foy.

Tras beber de una forma descomunal, Foy perdió el conocimiento y quedó tendido en el sofá, y Amelia se abalanzó sobre Danny Skinner, poco menos que intentando obligarle a follársela sobre la encimera de la cocina. Skinner la había apartado de un empujón, dejándola al cuidado del cuerpo profundamente dormido de Foy. No habían hablado desde entonces.

Me pregunto si aún tendrá ganas. Seguro que ahora más que nunca. Al menos hay alguien a quien puedo follarme…

Amelia pareció notar algo en él, un cierto deje de cloaca, y se apartó apresuradamente. Lanzándole una inquieta y fugaz mirada de preocupación a Barry, aparentemente deprimido, explicó aturullada: «Le encontré tendido en el jardín. Había salido a rastrillar las hojas. Traté de hacerle seguir una dieta, el médico había dicho que tenía unos niveles de colesterol altísimos… No me hacía caso, Danny», farfulló, «¡no me hacía caso!».

Skinner apretó la mano de Amelia, captó la mirada de Barry por encima de su hombro y le dedicó un lúgubre gesto con la cabeza. Después miró a Bob Foy, allí tendido, pero ¿dónde estaba? ¿En la cama? No, más bien atrapado en una especie de extraño entresuelo situado entre la vida y la muerte.

Se preguntó si Foy podría oírle, si debería decir algo, si los médicos habrían dicho que era capaz de oír. Skinner pensó en aquel viejo epitafio municipal: Estaba en su elemento con una carta en francés.

Desde luego que ha sido una dieta dura para las arterias. Pero claro, Bob nunca dispuso de un Brian Kibby.

Entonces notó un dolor en los riñones. Por lo visto Brian Kibby estaba dándose cuenta de que él disponía de un Danny Skinner.

El muy cabronazo lo sabe. Ya lo creo.