La enfermedad. Había vuelto.

Llevaba su característico sello, aquel modo particular de hacer que se sintiera vil y sucio por dentro, sensación que se hacía extensiva también al resto del mundo, convirtiéndolo en un lugar repugnante, lleno de gente fría, insensible y desamorada. En su interior se desataban tormentas de miedo que flagelaban su cuerpo con oleadas de alto impacto. Pero esta vez, decidió, no iba a quedarse postrado en su habitación.

Así pues, Brian Kibby arrastró su pesada y temblorosa mole hasta el Centurion Bar de Corstorphine, en St John’s Road. Nada más entrar se le vino encima un ambiente viciado y cargado de humo, aún más espeso que la niebla helada que acababa de dejar atrás. Esto, y la charla ruidosa y estentórea, casi le hicieron dar media vuelta, pero el nervioso joven se mantuvo firme mientras los ojos fatigados y calculadores de los bebedores empedernidos reparaban en él, clasificándole a ojo como uno de los suyos.

Pensando en lo justo que andaba de dinero, Kibby se aproximó con inquietud hasta la barra. Durante toda su vida juvenil había tenido un empleo, una escuela o un colegio al que acudir. Ahora no le quedaba nada más que aquello.

Todo ha desaparecido, incluso mamá y ahora… Caroline. ¡Las ha hechizado!

Al llegar a la barra vaciló sólo un instante o dos antes de pedir: «Una pinta de rubia y un whisky doble, por favor».

El camarero no le conocía, pero reconoció la complexión y el porte de un bebedor, y despachó la solicitud con parsimonia.

Sorbió el whisky, y estuvo a punto de darle una arcada al notar el ardor mareante y nauseabundo durante todo el trayecto desde la boca al vientre, pero tragó con fuerza y lo bajó con un poco de cerveza burbujeante, la cual apenas le resultó más agradable. Pero el segundo whisky le sentó mucho mejor, y el tercero ya le supo a néctar. Brian Kibby estaba en órbita. La cabeza le zumbaba y apretó con fuerza el vaso, hasta que le palidecieron los nudillos. Los dolores seguían ahí presentes, los notaba, pero no le dolían, el alcohol amortiguaba su viveza. Casi con horror, se sintió poseído por una ira despiadada. En el pasado aquel joven sereno había padecido ocasionalmente el acoso de tan espantosas emociones, pero nunca se había dejado llevar por ellas. Ahora, sin embargo, lleno de amargo resentimiento, Kibby experimentaba una gozosa sensación de liberación.

Caroline. Saliendo con él.

Su hermana estaba saliendo con Skinner. Aquella horrible imagen no se le iba de la cabeza. Durante muchísimo tiempo, sus cavilaciones habían estado dominadas por su aflicción solitaria; ahora las monopolizaba este nuevo horror, lo que hizo reflexionar malévolamente a Brian Kibby, una vez más, acerca de su rivalidad con Danny Skinner.

Skinner. Las ha hechizado. La maldición…

Y por obra de la pureza e intensidad alquímicas de sus violentas reflexiones, algo, una verdad profunda y extraña, comenzó a abrirse paso hasta acceder al meollo de su psique.

¡Ha sido Skinner!

¡Él me ha hecho esto!

Sabía que era irracional, pero por extraño que pareciera, tanto más potente, profundo e importante por ello mismo. Sí, se ratificó entusiastamente ante su propia conciencia, había sido Skinner.

SKINNER…

Y quizá, en algún lugar de su fuero interno, Brian Kibby siempre lo había creído así. De algún modo sin especificar, a un nivel puramente emocional e intuitivo, siempre había sospechado que Danny Skinner tenía algo que ver con su terrible castigo. Había observado cómo Skinner le miraba, estudiándole de aquella forma tan desconcertante, con una expresión petulante que aparentaba comprenderlo todo. En cierto momento llegó a pensar que quizá Skinner estuviera envenenándole. Hubo un tiempo en que no comía ni bebía nada con lo que Skinner podría haber estado en contacto o alterado. Pero no había servido de nada: aquello no interrumpió su declive. Y, no obstante, una parte de él seguía estando convencida de que el responsable era Skinner.

¡Había sido Skinner!

Y ahora Caroline está saliendo con él y mi madre está encantada. ¡Está tan contenta que no para de hablar de ello, como una niñata atontada! ¡Y ahora Skinner va a venir a cenar a casa, el miércoles que viene! ¡Está tomando el poder, tratando de entrar a formar parte de la familia!

Sólo el gesto de pedir otra ronda pudo interrumpir las rencorosas cavilaciones de Kibby. «Lo mismo de antes», le dijo al camarero en un tono brusco y airado, arrastrando las palabras.

No reparó lo más mínimo en las cejas enarcadas de éste, y sólo se fijó en que las manos del camarero se acercaban al anaquel de las bebidas. Interiormente, tenía el cráneo consumido por el ardor del whisky y las fantasías de violencia contra Skinner.

Me gustaría ver a ese… hijo de puta… machacado, pateado y pisoteado…

En ese momento, el hilo de sus reflexiones se estrelló tan súbitamente contra una sucesión de barreras psíquicas que Kibby tembló de forma espasmódica con la fuerza de la revelación. Se dio cuenta de que Skinner ya había recibido una paliza, una paliza tremenda, y que había salido en la prensa.

El fútbol. ¡Y después no tenía ni una marca!

En los pisos adyacentes —dientes solitarios e irregulares en el seno de una boca grande, oscura y cavernosa— seguía habiendo ventanas iluminadas con una luz amarilla sucia. Mientras sus ojos entreabiertos enfocaban lentamente y a tientas entre un repetitivo palpitar que no abandonaba su cabeza, Skinner apenas pudo discernir los variados matices de negrura en torno a los que había aprendido a orientar el rumbo de su vida. Con las manos temblorosas escarbando entre las cenicientas colillas del cenicero de McEwan’s Export situado junto a la cama, desmigajando y quebrando hebras de tabaco sin quemar para liarlas en un papel, meditó sobre aquellas largas horas de oscuridad, que parecían extenderse hasta el infinito.

El alcohol, consideró mientras se llevaba el pitillo a los labios, era el único mecanismo por medio del cual podía evitar que aquella negrura omniabarcante le abrumase. A primeras horas de la mañana, sólo la ebriedad de la noche anterior le permitía seguir durmiendo y evitar levantarse para ir a trabajar, saliendo a la superficie de aquella oscuridad fría, mordaz y sombría. Y las únicas ocasiones en que podía escapar del trabajo antes de que cuajase en torno a él la penumbra incipiente del final de la tarde, era cuando su necesidad de echar un trago le inducía a escabullirse temprano.

¿Qué otra cosa había en aquella ciudad lúgubre y húmeda?, pensó con sarcasmo, notando el rancio humo de tabaco en los pulmones. El clima nivelaba a todos sus habitantes hasta reducirlos al nivel de unos borrachines deprimidos, encorvados y ceñudos, acurrucados bajo un sofocante manto de negrura. ¿Dónde había lugar para una tregua? ¿Dónde había espacio para reírse de forma estentórea y amistosa y —si uno estaba de suerte— para la cálida y acogedora sonrisa de una muchacha bonita? Todo aquello se encontraba bajo un mismo techo, manchado de nicotina y empapado en alcohol. El lugar donde hasta la burla desdeñosa de un adversario te permitía saber al menos que seguías vivo: todo transcurría en el pub.

Hacía mucho tiempo que no había estado en un lugar semejante. Pero Danny Skinner acababa de despertarse con una sensación que no había conocido en siglos: enfermo, exhausto, tembloroso, cansado y desastrado. Percibía físicamente su influencia, degenerativa y corruptora. Debía tratarse de un virus. Pero no, para todo eso contaba con Brian Kibby, ¿no?

Apartó de sí el edredón y dejó que el aire se llevase las pestilentes emanaciones de su cuerpo corrompido por el alcohol. Notó un repentino estremecimiento en la parte inferior de la espalda cuando, como en una vieja película de Hollywood, la imagen de un Brian Kibby postrado por la enfermedad le pasó brevemente por la mente, como el flash de un fotógrafo policial en el lugar del crimen.

No…, no me jodas…

¿Significaría que Brian Kibby había desaparecido por fin…? ¿Que estaba tan muerto como la mañana que hacía en el exterior? ¿Que su cuerpo sobrecargado y su psique torturada habían cedido por fin a la tensión y la vida se le había escapado…?

No… ¡calma!… sin duda Caroline o Joyce habrían telefoneado para contármelo.

Apagando el cigarrillo, Skinner aspiró una bocanada de aire enrarecido y gélido por una boca llena de un sabor amargo y asqueroso. Puesto que tenía la garganta en carne viva, aquello le produjo una sensación de quemazón, además de provocarle una arcada en el estómago, muy revuelto. Después, al ponérsele el pulso en movimiento, tocando algún resorte, abriendo las glándulas que le anegaron en sudor, de pronto tuvo un violento y aterrador acceso de lucidez.

Kibby. Ese taimado cabroncete está… contraatacando.

En efecto, Danny Skinner tenía resaca. Así pues, ¿acaso los poderes eran de naturaleza recíproca? Se palpó los músculos del brazo, cansados pero todavía fuertes. Se habían desarrollado mucho en los tiempos en que Kibby se machacaba en el gimnasio. Él se había limitado a reírse y quitarle importancia, atribuyéndolo a algo propio de la edad. Pero no, ¡lejos de ser un ejercicio vano, Brian Kibby había estado fortaleciendo a Danny Skinner! ¡Ahora Kibby andaba bebiendo y era él el que lo padecía! Sólo aquello cuadraba perversamente con el estado en que se encontraba, y Skinner hubo de reconocer que aquello decía mucho de la sobriedad mojigata de Kibby. Un hombre de menos valía se habría dado a la bebida mucho tiempo antes.

Recorriendo el Walk a bandazos hasta llegar al centro, Skinner se sentó en el cibercafé de Rose Street, redactando correos, pugnando por hacer caso omiso de los sórdidos demonios que atormentaban su cerebro y su cuerpo, tratando en ocasiones, por medio de su estado, de calibrar cuánto había bebido Kibby.

Fue inútil. Fue incapaz de escribirle a Dorothy. Skinner se encontró en la vieja posición en la que tan a menudo se había encontrado en el trabajo: escurriendo el bulto, eludiendo las tareas por el simple hecho de que su yo nervioso y resacoso carecía de la firmeza mental para concentrarse y lidiar siquiera con las menores interacciones sociales. Pedir cambio para la máquina cuando se le agotó el tiempo de conexión era demasiado agobiante. Y antes había estado haciendo lo que habría hecho en el ayuntamiento: pasarse el día haciendo recortes de prensa, recogiendo tazas de café humeantes y llevándolas de una mesa a otra. Por encima de la sensación general de sordidez, una emoción llegó a predominar sobre las restantes: si lo que Kibby quiere es guerra, la tendrá.

Fortalecido por el espíritu combativo, Skinner se marchó del café y atravesó el North Bridge para lanzarse sobre los pubs de la Milla Real. Cuando salió del primero de ellos, ya resultaba difícil distinguir dónde comenzaba la línea del incipiente horizonte nocturno de las casas de vecinos de aspecto medieval perfiladas contra éste que poblaban la calle.

Más tarde, aquella misma noche, al salir de la última taberna, empapado en alcohol, levantó la vista, fijándose en la veleta de la aguja de una iglesia, que dividía la luna en varios fragmentos. Contemplando el cielo, vacío y luminoso, cuyas nubes suministraban un trasfondo gótico tan rico al campanario escalonado, Skinner imaginó que entre los pliegues de éste podían ocultarse fuerzas diabólicas de toda clase y magnitud. A medida que iba descendiendo por la Milla Real desde el castillo hasta el palacio, los taconazos de sus zapatos de cuero reforzados resonaban sobre los fríos adoquines azulados y el vaho de su aliento se congelaba delante de él. En ocasiones se detenía a la entrada de una calle sin salida para tomarle el pulso vital a la ciudad a la hora del cierre, y se sentía extrañamente reconfortado si espiaba a una pareja echando un polvo en un rincón, a un borrachín vomitando o a unos jovencitos propinándole a un desconocido una paliza sin sentido.

Mientras saboreaba su embriaguez y pensaba en la botella de Johnnie Walker que tenía en casa, la sonrisa de Skinner se fue ampliando hasta rivalizar con el mismo ancho de la calle. Volvía a estar en su terreno.

¡Si Kibby quiere bulla, entonces a ver si el puto memo tiene lo que hay que tener!

Ya estaba deseando que llegase el momento de su inminente visita al domicilio de los Kibby. Cuánto iba a disfrutar de ese pequeño enfrentamiento, pensó, riéndose socarronamente para sus adentros, mientras danzaba entre la sombra proyectada por una luna fría, luminosa y plateada.

Brian Kibby necesitaba una copa. Había estado sentado ante el ordenador en su dormitorio. Pese al dolor que sentía, empapándole en sudor, había logrado enchufar el portátil. Esta vez, sin embargo, no abrió Harvest Moon ni ningún otro video-juego. Fue directamente on-line, a www.thescotsman.co.uk, encontró la sección del Evening News y buscó a Skinner. Y acabó por encontrar lo que buscaba: la vez, unos meses antes, en que llevaron a Daniel Skinner al hospital después del partido Hibs-Aberdeen. Había tomado parte en una reyerta, dijeron, y sufrió «heridas graves». Pero aquel lunes por la mañana, la misma mañana en que Brian Kibby amaneció en Newcastle, después de la convención, con el aspecto y la sensación de haber sido atropellado por un camión, Skinner no presentaba ni un rasguño.

Kibby se estremeció al ojear el artículo.

No puede ser…, es imposible…, pero de algún modo tiene que tratarse de Skinner. ¡De algún modo Skinner está al tanto! ¡Me ha lanzado una puta maldición!

Salió de casa y se encaminó hacia el Centurion Bar. Todos aquellos años y jamás había puesto el pie en aquel lugar. Ahora ya era para él su refugio, como hasta entonces lo había sido el desván.

«¿Curando la resaca, eh?», le dijo con una sonrisa Raymond Galt, mientras le servía a Kibby otro whisky doble.

«Sí», respondió Kibby farfullando bruscamente, de un modo que recordaba a otra persona, con la mente absorta por vez primera en el dilema del bebedor. Ayudaba, aliviaba el dolor aunque sólo fuera por un rato. Sin embargo, cuando toda la vida era dolor, cualquier tregua, por breve que fuera, merecía ser abrazada. Y ahora necesitaba realmente una copa; Skinner iba a su casa, a cenar.

Estaba saliendo con Caroline. ¿Se habría acostado ella…?

¡NO!

Kibby apuró el chupito y luego apuró unos cuantos más, antes de salir tambaleándose del bar y llegar a la calle, donde estuvo a punto de chocar con una mujer que iba paseando a un niño en un carrito. Se disculpó, arrastrando extrañamente las palabras, mientras la mujer le fulminaba con una fugaz mirada de ira y de desprecio. Pero muy pronto volvió a encontrarse en el exclusivo dominio del asco que él mismo sentía por su persona, al dirigirse a casa entre la menguante luz de la tarde, parando en la tienda de vinos y licores para comprar más whisky.

Digo yo que Caroline no se estará acostando con Skinner…

Kibby notó el efecto del whisky en la cabeza y, en un flash-back burlón, oyó mentalmente los comentarios desdeñosos de Skinner, contándole a todos los presentes en el refectorio universitario historias acerca de las «tordas» que se había tirado…

a la tal Kay, que era un encanto, la trató como una mierda… Shannon… ¿Qué son ellas para él? Sólo son depósitos de semen desechables…, seguro que hasta les pone puntuaciones del uno al diez

Amargado, Brian Kibby fue bajando resueltamente por la colina, tambaleándose unas veces y haciendo eses otras, hasta llegar a la urbanización donde vivía. A escasa distancia de su hogar se quedó sin aliento y tuvo que pararse a descansar. Se encontraba junto a unos columpios en los que jugaban varios niños supervisados por algunos adultos. Kibby se quedó allí parado, jadeando y mirando al vacío. Uno de los adultos, el único varón presente, un tipo fibroso de unos treinta y pico años, dio un par de pasos hacia él. «¡Tú!», le gritó a Kibby, indicando la calzada con el pulgar, «¡circula!».

«¿Qué?», preguntó Kibby, desconcertado al principio, y luego, al percatarse de lo injusto de la situación, casi desasosegado.

Kibby estaba asustado. Sobreponiéndose a sus dificultades respiratorias, reemprendió la marcha. No era aquel hombre el que le daba miedo —su propia ira era ya demasiado grande—, lo que le asustaba era que le etiquetasen de pervertido, desacreditando así a su madre y hermana entre la gente del barrio.

Quizá sea un pervertido… haciéndome pajas de esa forma, como un animal, como un asqueroso… ¿Cuánto tiempo pasará antes de que empiece a andar por ahí metiéndoles mano a los críos…? No…

Cuando Kibby llegó a casa, allí no había nadie. Lo más probable era que su madre estuviese de compras. Subió arriba como pudo y guardó la botella de whisky debajo de la cama. Bajando de nuevo las escaleras, medio se desplomó, medio tendió su voluminoso cuerpo en el sofá. Al cabo de un rato, escuchó el ruido de una llave girando en la cerradura, sonido que nunca le había molestado antes, pero que ahora era una gran fuente de sufrimiento. Tendría que engrasar la cerradura.

Papá habría…

Kibby se encontraba en el sofá, sudando, respirando con dificultad y poca profundidad, atormentado por no haberse tomado sólo un whisky más y tentado de subir las escaleras y hacer eso mismo; sin embargo, le abrumaban los remordimientos de conciencia y le preocupaba que Joyce lo oliese de inmediato en su aliento. Y, sin embargo, al abrirse la puerta no pudo evitar que en su rostro apareciera una mueca desafiante y beligerante.

Pero no era Joyce, sino Caroline. Recordó que ésta había dicho que iba a ayudar a su madre con la comida antes de que llegara Skinner. Brian Kibby se sintió más animado. Era la primera vez en siglos que estaba a solas con su hermana. ¡Ahora era el momento de contarle a su hermana cómo era Skinner en realidad, antes de que éste la destruyese, como había hecho con él!

«Caroline», la saludó, casi sin aliento.

Caroline Kibby captó el tufillo a alcohol que desprendía su hermano. Se fijó en sus mejillas, más ásperas, más secas y más coloradas de lo habitual. «¿Te encuentras bien?».

«Sí…, me alegro de verte», respondió Kibby, sorbiéndose la nariz, momentáneamente contrito, hasta que el acicate del alcohol que llevaba en el cerebro dio paso a una sonrisita especulativa. «¿Qué tal por la facultad?», dijo, con sombría exageración, en un intento de afianzar su posición.

Es como si la habitación diera vueltas, pero en realidad no está tan mal…, ¿qué más dará?

«Un poco pesada», le informó Caroline encogiéndose de hombros, reconfortada de forma instantánea al comprobar que las viejas inquietudes de su hermano seguían intactas. Despistada y distraída, se sentó en el gran sillón, hecha un ovillo, cogiendo el mando a distancia y encendiendo la tele. El botón de silencio estaba puesto y el locutor movía los labios con silenciosa sinceridad mientras aparecían secuencias de mujeres y niños de Oriente Medio llorando entre montones de escombros. La siguiente imagen mostraba a un soldado estadounidense armado hasta los dientes. Después pasaba a un George Bush de aspecto distante y estreñido y por último a un Tony Blair de sonrisita estúpida, rodeado por muchos tipos trajeados, en una especie de recepción.

Kibby sintió sublevarse algo en su interior, a pesar de sus carnes deslavazadas y abotargadas, por encima de los metros de espacio embotado que parecían interponerse entre cada célula, cada neurona.

Consiguen que otra gente haga las cosas en su lugar. Tienen el dinero, el poder y viven para satisfacer sus caprichos y su vanidad. Pero no son ellos, ni sus hijos e hijas los que tienen que ir a luchar, a matar, morir o ser heridos para satisfacer ese engreimiento. Son los que no tienen nada, los que no pueden devolver el golpe, los que han nacido dóciles… y puedes ver miles de Harry Potters o Steven Spielbergs o Mary-Kate y Ashleys y Britneys y Grandes Hermanos y Bridget Jones y olvidarte de todo ello aspirando a ser el siguiente jefe de sección del ayuntamiento…, olvidar que no tienes poder, que eres un meteco, un esclavo, esclavo de los hijos de puta asesinos, egotistas, beatos y mojigatos estos y del mundo que han creado, tan egoísta, cobarde y vanidoso como ellos…, como Skinner…, consiguen que otra gente apechugue con la mierda que engendra su propia y retorcida vanidad…

Entonces la distancia se cerró de pronto y una fuerza restalló y crepitó en los intervalos mientras la cabeza de Kibby traqueteaba.

Ahí tenemos a Caroline, mi hermana, parte integral de esta decadencia perezosa y displicente, echando a perder sus oportunidades, cuando mi padre se pasó la vida dejándose la piel y pasando privaciones para asegurarse de que las tuviera…

«Siempre te gustó la facultad…», protestó él.

Caroline sacudió rápidamente la cabeza y la mata de cabello rubio cayó, se agitó y regresó a su sitio como electrizado. Sólo un par de hebras quedaron fuera de sitio. «Sí que me gusta, pero a veces me pone de los nervios. No hacemos más que currar, currar y currar», dijo ella, encogiéndose de hombros y adoptando una expresión entre especulativa y traviesa: «Es sólo que a veces necesito que me mimen un poquito», adujo con una sonrisa.

«Y ahí es donde entra él, ¿no?».

Caroline miró fijamente a su hermano, como nunca antes le había mirado, torciendo el gesto; de forma instantánea, Brian Kibby se vio a sí mismo través de sus ojos. Lo que vio era un monstruo: un fracasado obeso, lamentable y posesivo, que arrastraba tras de sí, cual baba de caracol, una ruina de vida.

Allí fuera, junto al parque, me tomaron por un cochino pederasta.

En ese momento, Kibby sintió cómo sus traicioneros poros vertían otro chorro de sudor helado y tóxico.

Pero Caroline no. Caz no. Hermanita.

Qué unidos habían estado; de un modo silencioso, poco expresivo y sobrio. Y entonces, en ocasiones, un sentimiento asqueante los agobiaba a ambos hasta hacer algún que otro gesto que a ambos mortificaba: qué escocesamente unidos habían estado en tiempos.

Caroline. Hermanita.

Desde el punto de vista de Brian Kibby, lo único que él podía hacer era mirar fijamente a su hermana mientras ella apartaba la vista y se concentraba diligentemente en el televisor. Mientras las tropas norteamericanas se preparaban para asaltar Fallujah de cara a las presidenciales, el telediario desvelaba que habían muerto más de cien mil iraquíes como consecuencia de las actividades de la coalición. Le apetecía hablar de aquello con ella; habitualmente nunca hablaban de política porque él siempre había considerado que era una distracción y que la gente debería sentirse contenta con su suerte en lugar de protestar o de andar siempre tratando de cambiar las cosas. Se había equivocado, sin embargo; quiso decirle que él se había equivocado y que ella tenía razón.

Pero era consciente de que no podía tender un puente, conectar con ella, porque su odio por Skinner tenía vida propia; iba más allá del intelecto y de la razón. Forjaba cada una de sus muecas, modulaba cada una de sus frases; de hecho, determinaba todas las posibles respuestas. Era una entidad a la que era incapaz de enfrentarse. Y antes de que fuera consciente de ello, aquella fuerza habló por él y a través de él. «Es malvado…, es…», gimoteó sin resuello.

Caroline volvió a escrutar a Brian, y a continuación meneó lentamente la cabeza.

Finalmente ha perdido el juicio.

Como familia hemos pasado muchísimo y ahora ha acabado por pasarnos factura. Cuánto me alegro de no vivir ya en esta casa de locos, en este crisol de miedo y de pérdida; de haber soltado por fin las amarras y navegar yo sola. Dios mío, ¿qué pensará Danny de ellos? ¿Qué pensará de mí? Menos mal que es tan comprensivo, tan capaz de empatizar con el dolor ajeno.

«Estás enfermo, Brian», concluyó Caroline con deliberada indiferencia. «Lo único que Danny ha hecho es intentar ayudarte, tratar de ser tu amigo. Fue Danny el que hizo que te guardasen el empleo durante tanto tiempo, y sólo porque sabía que lo necesitabas. Que nosotros lo necesitábamos», dijo ella, animándose a medida que iba entrando en materia. «¡Porque ésa es la clase de persona que es!».

«¡Qué sabrás tú! ¡No sabes qué clase de persona es!», chilló Brian Kibby, lleno de furia y de terror.

El rostro de Caroline se crispó hasta convertirse en una parodia diabólica de sí mismo. Kibby la había visto de mal humor, desde los mohines que hacía cuando era bebé hasta los berrinches de la adolescencia, pero jamás habría imaginado que su hermosa y serena hermana pudiese llegar a tener un aspecto tan grotesco. «¡No lo soporto, Brian! ¡No soporto esos pueriles celos que tienes de Danny!».

«¡Es que no es como tú crees!», gimió Kibby, levantando la vista hacia el techo, como si buscase una confirmación enviada por el cielo.

Pero no llegó ninguna, y, mientras tanto, Caroline se arrancaba los pellejos. De repente se detuvo. Tenía que dejar de hacer aquello. «Conozco a Danny, Brian. Ya sé que le gusta salir y pasárselo bien. Y es popular. Así que la gente se pone celosa y empieza a inventarse tonterías».

A Brian Kibby se le aceleró el pulso y sus conductos sudoríparos volvieron a chorrear. Al percibir de nuevo el horrible tufo rancio que despedía se estremeció. Skinner volvía a hacérselo, atacándole, debilitándole de algún modo. «Te está utilizando, Caz, sólo te está utilizando…».

Caroline fulminó con la mirada a su hermano: «He tenido un par de relaciones serias, Brian. De esas cosas sé algo. No pretendas darme lecciones al respecto», saltó ella, con aversión manifiesta. No hacía falta que añadiera nada acerca de la evidente inexperiencia de Kibby en materia emocional o carnal; aquello estaba implícito. «Y no se te ocurra montar un numerito esta noche», le advirtió, bajando la voz y frunciendo el ceño. «Si no eres capaz de comportarte decentemente con Danny o conmigo, al menos piensa en mamá».

«Es él el que carece de toda decen…».

«¡Cállate!», bufó Caroline, indicando con la cabeza la puerta mientras la llave de Joyce giraba en la cerradura.

Joyce Kibby depositó dos grandes bolsas de la compra en el vestíbulo y abrió la puerta del cuarto de estar, donde vio a sus dos hijos juntos delante del televisor. Como en los viejos tiempos.

Danny Skinner llegó poco después, con una botella de burdeos de calidad que había comprado en Valvona & Crolla, y unas flores con las que obsequió a Joyce Kibby, quien le dio una bienvenida poco menos que orgásmica.

Era la tercera vez que Skinner visitaba la casa, aunque en las dos primeras ocasiones se trató de visitas breves y aquélla era la primera vez que ponía los pies en el cuarto de estar propiamente dicho. Se empapó de lo que le rodeaba. El mobiliario era viejo pero impoluto, lo que le confirmaba algo que habría podido dar por sentado: que los Kibby no eran proclives a derrochar el dinero en lujos ni propensos a celebrar fiestas desenfrenadas. La habitación estaba dominada por un gran tresillo estampado, un poco grande para el tamaño de ésta, lo que le daba cierta sensación de estrechez.

La impresión predominante, sin embargo, era que aquélla era una casa habitada por fantasmas, el más prominente de los cuales, no obstante, no era el del padre de Kibby. La mayoría de las fotos de éste estaban descoloridas, ya que fueron tomadas en una época en la que las copias eran de escasa calidad. No, se trataba del fantasma del Kibby de antaño. A Skinner los retratos del joven, desgarbado, entusiasta y muy detestado Kibby se le antojaron ubicuos.

¿De veras tuvo alguna vez ese aspecto?

Lanzándole una mirada de soslayo a su adusto y abotargado adversario, que acababa de entrar en la habitación jadeando y mirando al invitado como si el único propósito de su visita fuera aligerar a la familia de su cubertería de plata, volvió a contemplar el retrato. Infundido por una sensación de inquietud, Skinner apenas logró reemplazarla por una débil sonrisa.

Joyce había preparado muy bien la mesa del cuarto de estar, sobre la cual descansaba una botella de vino. A continuación colocó junto a ésta la que había traído Danny. Kibby, cuyo porte alternaba entre agresivo y sombrío, se sobresaltó ante semejante falta de frugalidad, antes de que la perspectiva de echar un trago para aliviar su dolor le animase rápidamente.

«Sé que no deberíamos», dijo Joyce, lanzando una mirada furtiva al retrato de su difunto marido, «pero es lo que a veces dices tú, Brian, un poco de lo que te apetece no te hará ningún mal. Quiero decir, con la cena…».

«Sí». Kibby escupió entre dientes su aval.

«Brindaré por eso», le secundó Skinner.

«Y yo», dijo Kibby de forma lenta y deliberada.

«Brian…», le rogó Joyce.

«Una copita no me hará daño. Tengo un hígado nuevo», dijo, levantándose el jersey para mostrar la gran cicatriz que salía y entraba de sus michelines, y fascinaba a Skinner. «Borrón y cuenta nueva», añadió en tono amenazador.

«¡Brian!». Por un instante a Joyce, horrorizada, se le desorbitaron los ojos, pero le alivió ver que su hijo bajaba rápidamente el jersey. A pesar de sus espasmos de nerviosismo, logró llenar las copas mientras Caroline contemplaba la escena, evidentemente muy incómoda, y apenas aplacada por la indulgencia con que Skinner le apretaba la mano.

Se sentaron a la mesa. Pese a que la cena —la pasta a la carbonara de Joyce— resultara sosa para el paladar cultivado de Skinner, éste se esforzó por emitir los comentarios positivos de rigor. «Está muy bueno, Joyce. Bri, Caroline, vuestra madre está hecha una excelente cocinera».

«Seguro que la tuya también lo es, Danny», canturreó Joyce en tono complaciente.

Aquí Skinner tuvo que pensarse la respuesta. Sabía que hasta él era mejor cocinero de lo que su madre había sido jamás. Era una simple cuestión de disponibilidad de diferentes ingredientes y de conocimientos más exhaustivos acerca de la comida; una cuestión generacional. «Tiene sus momentos de inspiración», dijo, pensando en Beverly con cierto remordimiento.

La sensación de inquietud que pendía sobre la mesa fue quebrada por el vino, dando paso a una irritación primero nerviosa y luego marcadamente hostil por parte de Kibby.

«No te fue demasiado bien en Estados Unidos, ¿eh, Danny?».

Skinner se negó a entrar al trapo. «Qué va, me encantó, Bri. Tenía previsto volver. Pero…», y se volvió hacia Caroline con una sonrisa, «ya sabes cómo son las cosas».

Aquella respuesta dejó a Kibby hirviendo de indignación silenciosa. Tardó un par de minutos largos en decidirse a atacar de nuevo. Cambiando de táctica, preguntó de forma harto malintencionada: «Oye, Danny, ¿y qué tal le va a Shannon?», alentado de ver que Caroline miraba a Danny con expresión inquisitiva.

«Muy bien…, aunque apenas nos hemos visto». Pensó en Dessie Kinghorn. «Es obvio, yo estaba en Estados Unidos».

«Shannon trabaja o, mejor dicho, trabajaba con nosotros», declaró Kibby con malicia apenas velada.

«Así es», corroboró Joyce de forma tensa. «Hablé con ella por teléfono unas cuantas veces cuando estabas en el hospital. Parece una chica muy agradable».

«Danny y ella estuvieron muy unidos, ¿no es cierto, Danny?».

Skinner miró a Kibby sin inmutarse. «Corrígeme si me equivoco, Brian, pero ¿no pasabais Shannon y tú mucho tiempo juntos? ¿No solíais salir a comer juntos de forma asidua?».

«Sólo en la cantina…, era una compañera…».

«Siempre fuiste de los que las mata callando, Bri», dijo Danny Skinner, guiñándole un ojo casi con afecto, sintiéndose con confianza suficiente para extender su sonrisa a Joyce y Caroline.

Kibby estaba tan frustrado y tan bebido que tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no le diera un soponcio.

Joyce apenas reparó en ello, tan feliz se sentía de ver ocupado de nuevo el puesto vacante en la mesa, durante tanto tiempo vacío. Pensaba que Danny Skinner era encantador, que tenía unos modales muy afables y muy dignos, y que él y Caroline hacían muy buena pareja.

Caroline Kibby se fijó en la masa resollante y sudorosa en la que se había convertido su hermano. Recordó la fuente de vergüenza que había sido para ella a lo largo de los años, siempre que traía a sus amistades del colegio o de la universidad a casa. Al menos antes Brian trataba de mostrarse amigable, aunque fuera de forma inepta, pero la irritación que le producía entonces no era nada comparada con la alteración que su comportamiento le provocaba. En aquellos ácidos comentarios y amargos apartes vio lo mucho que había cambiado su hermano.

A Skinner le resultó difícil dejar de recorrer con la vista la habitación; se sentía como un antropólogo que intentase determinar el tejido social de una tribu desconocida. Y, sin embargo, la proximidad de Brian Kibby le hacía sentirse incómodo. Resultaba desconcertante hallarse tan cerca de aquella masa de carne hedionda y temblorosa, y era él quien se resistía a establecer contacto visual con su viejo enemigo.

No era ésta tarea fácil, dada la omnipresencia de Kibby, sobre todo en aquella repisa de chimenea art déco de los años cincuenta, cubierta con tantos retratos suyos. Pese a que las pesadas cortinas de las ventanas apenas dejaban pasar la luz, como si reconocieran implícitamente que a Kibby se le apreciaba mejor en la penumbra, una de aquellas fotografías destacaba entre las demás y no dejaba de llamar la atención de Skinner. Una vez más, se trataba de un gran retrato del viejo Kibby; la delgadez cadavérica de su complexión contrastaba con unos ojos grandes y brillantes de luminosidad casi incomparable —a decir verdad, idénticos a los de Caroline en la actualidad— y los rasgos finos y delicados de su boca y nariz. El Kibby de la cosecha actual le sorprendió absorto en aquella imagen del pasado y le lanzó una mirada de desdén tan preclara que Skinner se preocupó primero y luego se avergonzó. Sentía punzadas de auténtico remordimiento cuando reflexionaba acerca de lo mal que en otros momentos se lo había hecho pasar a Kibby con su hostigamiento, reconociendo que había infligido considerable dolor incluso sin tener en cuenta el peculiar y devastador maleficio.

Desde luego, lo que tengo delante pertenece a otra puta especie que la del joven de la foto. ¡Es un monstruo de Frankenstein, y además creado de cabo a rabo por mi propio capricho! A veces, sin embargo, percibo la presencia de este otro Kibby, el jovenzano del que fui compañero de trabajo, con el que asistí a cursos y comía en el refectorio. El tío que se ruborizaba y tosía cuando me ponía a ligar con las chavalas de peluquería y secretariado, el infeliz al que mortificaba cuando narraba con toda tranquilidad los detalles explícitos de algún encuentro sexual, cosa que nunca me habría sentido tentado a hacer en la mayoría de compañías, pero que era incapaz de resistirme a hacer al ver el efecto que tenía sobre el pobre Kibby. Y, no obstante, después me sentía tremendamente grosero, lo cual, a su vez, hacía que detestara a Kibby todavía más. Recuerdo lo que le dije una vez a Rab McKenzie acerca del joven Kibby: que le odio porque saca el matón que llevo dentro, porque despierta un lado de mi personalidad que me repugna y me asquea.

Rab —que su alma intrínsecamente minimalista descanse en paz— me hizo una sugerencia inmediata: «Pues pártele la boca».

Ojalá hubiera seguido el consejo del grandullón. Hice algo mucho peor: le partí el alma.

Skinner decidió dejar de contemplar la evocadora e inquietante fotografía y concentrarse en la realidad. Pese a todos los pequeños sobresaltos que los mordaces comentarios y miradas de Kibby provocaban en él, se trataba de irritaciones pasajeras que no hacían verdadera mella. En cambio, la gratitud de Joyce ante el aprecio que mostraba por la comida, y la sonrisa indulgente de Caroline, por no hablar del vino, estaban ejerciendo sobre él un efecto embriagador.

Tanto era así, que volvió a adoptar aquel estilo tan falso y tan repugnantemente maravilloso, al que se sabía, con tristeza agridulce, incapaz de resistirse. «¿Sabes una cosa, Bri? He oído decir que te echan mucho de menos en la oficina».

Brian Kibby levantó lentamente su gran cabeza de ojos saltones. Tenía la mandíbula desencajada, enmarcada por unos labios fláccidos y gomosos. No obstante, había en su mirada algo incongruente: un dolor resignado y embrutecido, situado mucho más allá de la ira. Skinner lo consideró como la última filtración de rebeldía indignada arrojada por la psique vencida de Kibby, vertida, gota a gota, en el fétido ambiente de la habitación circundante.

Desde luego, Caroline tenía que salir de aquel lugar, pensó Skinner, echándole un vistazo y sintiéndose como un caballero de resplandeciente armadura.

Kibby jadeaba con suavidad. Hasta la luz más tenue era una tortura para sus ojos. La más rutinaria eclosión de sonidos procedente del exterior le sobresaltaba, como un perro cuando le altera un pitido de alta frecuencia. El dulce aroma de las flores recién cortadas con las que Skinner había obsequiado a Joyce le asqueaba, en tanto que sus propios olores corporales le provocaban náuseas. Sumido en la malsana agudeza de sus sentidos, sólo los alimentos más sosos e insípidos le resultaban tolerables. Y allí estaba Danny Skinner, sentado a su mesa, torturándole como un diestro lidiando a un morlaco malherido y tambaleante. Y a cada lance, su propia madre y hermana chillaban «ole», alentando a aquel arrogante fullero. Aquello era demasiado para Brian Kibby. «Sí, claro, ya suponía que a estas alturas a lo mejor habrías encontrado a otro para hacer de blanco de tus gracias», le espetó.

«¡Brian!», exclamó Joyce, frunciendo la boca y mirando a Skinner con gesto compungido.

Pero Danny Skinner no hizo sino echar la cabeza hacia atrás y reírse ante aquella salida de tono. «No le hagas caso, Joyce, sólo es el viejo sentido del humor Brian Kibby que todos conocemos tan bien y que tanto amamos. Ya estamos todos acostumbrados. ¡Mira que eres cascarrabias!».

Joyce soltó una oleada de risas empalagosas mientras Brian se estremecía de nuevo en aquel asiento duro e incómodo, notando cómo se le clavaba traicioneramente al desparramarse más allá de sus bordes.

Skinner está en mi casa, se folla a mi hermana, come en la mesa de mi madre, y el muy hijo de puta tiene la desfachatez de inventarse una camaradería ficticia que en el mejor de los casos sería un disparate falaz y en el peor un intento flagrante de negar una campaña sistemática de acoso y de abusos… y…

«Pues a mí me parece fuera de lugar, bilioso y repelente», protestó Caroline con desdén y mal humor.

Kibby la miró con el corazón lleno de pesar. Ella era una mujer madura, inteligente, vivaz, en la onda, y él…, bueno, nunca había podido, nunca se le había permitido hacerse hombre.

Pero a lo mejor ahora sí puedo.

Después de cenar, Brian Kibby se excusó, diciendo que estaba fatigado antes de retirarse a su habitación. Sacó de debajo de la cama una botella de whisky y se echó un lingotazo. El dorado elixir le abrasó las entrañas: el sabor era espeso, fuerte y desagradable. Le endurecía. Le volvía áspero, sórdido, arrogante y, quién sabe, quizá tan inmortal e intemporal como esas cualidades mismas.