Cada vez hace más frío, pero hoy el día ha salido más estival. El cielo está resplandeciente. Un estornino, ramita en el pico, va aleteando desde la esquina de la extensión del tejado de al lado hasta el sauce del fondo del patio trasero. Tendré que vigilar a Tarquín, el gato que vive al lado. Ya ha cazado unos cuantos.

Cada vez estoy más fuerte. He empezado a dar pequeños paseos, y ayer subí a la cima de Drum Brae. Hoy me he puesto una camiseta, un forro, unas zapatillas y un pantalón de chándal y he salido al aire libre, echando a andar por Glasgow Road. Paso por la tienda de informática PC World; me pregunto si debo o no actualizar mi versión de Harvest Moon y hacerme con la última edición. Me decido en contra, pues ahora que no estoy trabajando no me siento cómodo gastando el dinero en lujos.

En la puerta está una de esas chavalas con tablillas sujetapapeles. Lleva un impermeable con el logotipo de OXFAM. Me dedica una gran sonrisa. «¿Tienes un minuto para Oxfam?».

«No».

«Ningún problema», sonríe ella.

«En efecto, no es ningún problema. Forma parte de la solución», le informo.

Ella enarca las cejas y me dedica una sonrisa más bien tensa. Noto que me arde la nuca al marcharme, pero me alegro de haberme resistido. Siempre quieren algo. Siempre. ¡También he puesto fin a las contribuciones a otras causas!

Tomo el atajo que hay junto a la iglesia, el que lleva a los campos deportivos de Gyle. De acuerdo, cada vez estoy más fuerte, pero nunca volveré a ser el mismo. Es mucho lo que me ha quitado esta enfermedad. Echo de menos mi empleo y a la gente del despacho. Salvo a Skinner, aunque he oído que ya no sigue allí. Se supone que se ha cogido un tiempo de asuntos propios para viajar. Entonces, ¿por qué no se larga a algún sitio?

¡Joder, le dije a mamá que no le dejase acercarse a casa! Como vuelva a venir, no pienso estar allí. ¿De qué va, merodeando alrededor de mi madre y de mí? No tenemos nada en común; nunca lo hemos tenido.

¿Qué querrá?

En Gyle Park están disputando un partido; dos equipos correteando por ahí y pateando un balón de un lado a otro. Cuánto me gustaría sumarme a ellos, a pesar de que nunca me ha gustado el fútbol. Siempre me resultó demasiado brusco, veloz y agresivo. Me gritaban porque era lento e incapaz de conservar el balón. Era un poco nervioso y un poco torpe, nada más. Ahora, sin embargo, me lanzaría de cabeza. Al ataque, como solía decir papá. No me preocuparía por hacerme daño ni por hacérselo a otros. Ahora sé que lo que le hace a uno daño no es hacer las cosas, sino evitar hacerlas.

Me echen lo que me echen en esta vida, sé que el esconderse se acabó.

Para cuando llego a casa se está haciendo de noche. Mamá se dirige a la cocina con un cesto de ropa sucia en brazos, mirándome como si estuviera a punto de decir algo, pero después se lo piensa mejor.

«¿Qué?».

«Nada…, ¿has disfrutado del paseo?».

«Sí…». Subo a mi habitación y abro Harvest Moon. Estamos en Año Nuevo y me voy directo a casa de Muffy, sin perder el tiempo con los putos pollos, el ganado o la cosecha; me dedico a cortejarla, a regalarle tartas y flores…, pero ¿qué es lo que recibo a cambio, nena? ¿Qué es lo que recibo de ti?

Quítate el vestido.

Quítate esas braguitas blancas…, sé que las llevas…, eso es…

Dóblate sobre esa valla…

… eso es…

Tengo un pollón, un pollón grande y cochino, y creo que está hecho para un chochito japo bien prieto…

… eso es, puta zorra japo…, toma, nena, toma…, putas zorras con esos enormes labios de muñequita y esos chochitos prietos… y esos ojazos, todas y cada una de vosotras tenéis unos ojazos tan dulces y grandes…, ohhh… ohhh… ohhh… JODER…

Oh.

Me he puesto los muslos perdidos de lefa. ¿Lefa echada a perder, lefa que tendría que haber servido para engendrar hermosos bebés blancos? ¡Y una mierda! Lefa que se tendrían que haber tragado guarras como la puta de Lucy Moore y la cochina zorra de Shannon, que se lió con Skinner…

AHÍ SÍ QUE SE ECHÓ A PERDER.

Estoy jadeando y la cabeza me da vueltas, pero me voy a follar a todas y cada una de las zorras que hay en esta puta granja. Y mañana voy a volver a PC World para comprar Grand Theft Auto: San Andreas. No es ninguna casualidad que Game Informer le diese una puntuación de diez sobre diez.

Desde detrás del cristal rajado y manchado de suciedad, un cielo severo y amenazador pendía sobre la ciudad en capas magulladas. Skinner consideró que tenía que limpiar aquellas ventanas. Sobre los tejados de los bloques de pisos de enfrente casi podía divisar una hilera de sombreretes de chimenea rotos, sosteniéndose unos a otros como un grupo de borrachines juerguistas rumbo al siguiente bar. Mejor será que me lleve el impermeable, pensó, mientras se disponía a salir a la calle.

Las escaleras de la estación de Waverley, frunció la boca amargamente Skinner, riéndose a continuación de su propia estupidez.

¿Qué clase de pringao de mierda queda con una tía en las escaleras de la estación de Waverly? Para cuando yo llegue allí, el viento probablemente se la habrá llevado volando hasta Fife. ¡Skinner, eres un tarugo!

Mientras él subía rápidamente Walk arriba, salvando aquella espléndida vía pública con grandes zancadas, trató de acordarse de Caroline, de ver si, cuando conjurase la imagen de perfección que de ella tenía, concordaría con la muchacha que le saludase en carne y hueso desde lo alto de las escaleras. ¿O acaso su mente había estado engañándole?

Cuando la vio allí de pie, acercándose a ella de perfil, se dio cuenta de inmediato, casi con una sensación de decepción, de que no había sido así. Se vio frente a frente con alguien que estaba llegando al cénit de su belleza sin estropearlo al no ser en modo alguno consciente de ello.

Su cabello es blanco-rubio y sedoso, y su cuello es un esbelto tallo blanco del que el pelo desciende hasta convertirse en suave pelusilla. Dos pequeños pendientes de plata con minúsculos encajes de color rubí resplandencen en sus gruesos lóbulos.

Skinner sintió deseos de mordisquearlos despreocupadamente, recordando que había pensado en hacer eso precisamente la noche anterior, cuando estaban en la cama, pero de algún modo se sintió incapaz. Le miró las uñas, tan largas que fantaseó con la idea de que sería capaz de abrir cerraduras con ellas. Era consciente de que la miraba de arriba abajo y se contuvo, estableciendo contacto visual cuando ella se volvió y le vio venir.

Caroline le sonrió, y Skinner se vio a sí mismo como uno de los filetes de atún a la plancha de De Fretais, achicharrados por fuera y ligeramente tiernos por dentro.

La llevó a una coctelería a la americana, como mandan los cánones, no a un cutre tugurio de oficinistas británico, tal como describió burlonamente uno de los que mencionó ella. Notándose de un ánimo cada vez más áspero, Skinner trató de refrenarse. ¿Por qué se comportaba de aquel modo? ¿Sería una forma de poner en orden su fuero interno ante una chica que suscitaba en él pasiones extrañas e indefinibles? Al diablo con Brian Kibby y Gillian McKeith por un rato: pidió un martini con vodka hecho con vermú y hielo picado. No conseguía determinar por qué era incapaz de hacerle el amor a aquella chica tan hermosa que tanto le importaba. ¿Tan difícil era? Se tomó una copa y luego otra. Después cayó otra, sin que en materia de consumiciones y de buen humor Caroline le fuera a la zaga en ningún momento. Fue hasta la máquina, insertó las monedas y sacó un paquete de tabaco.

Trataron de sortear la vorágine emocional que se arremolinaba a su alrededor. Interpretaron roles, jugando unas veces a ser duros, otras a mostrarse displicentes y aún otras a ser agresivamente coquetos. El alcohol fue su punto de apoyo para aquel terrible teatro.

Llegó el cuarto martini; dos aceitunas verdes atravesadas por un palillo coronaban las copas. Él cogió el palillo y se metió una de las aceitunas en la boca. Cuando los ojos de ella se toparon con los suyos, una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo, envalentonándole del todo; estrechó a Caroline y le transfirió la aceituna a la boca, casi escupiéndola. Ella se apartó por unos instantes, porque aquello no le había sentado como habría debido, como esperaba; más bien había resultado desagradable, asqueroso incluso.

Siento algo muy fuerte por Danny, pero…

Skinner se maldijo interiormente por lo inapropiado de aquel gesto, mientras sentía cómo entre ambos se abría un terrible abismo.

No pierdas la cabeza, Skinner, puto pringao…, joder…, conserva la calma. Venga, ha sido una mala idea, pero no un desastre.

Se conformó con mirarla mientras permanecían sentados en los taburetes. En apariencia, estaban relajados y cómodos el uno con el otro, pero presentían que en cuanto atravesasen una barrera sexual saldrían correteando como roedores con los nervios a flor de piel. La cosa tendría que ir lenta de verdad, concluyó Skinner, juntando con tiento sus palmas con las de ella. «Son casi tan grandes como las mías», dijo él, maravillado ante la fluidez y luminosidad de aquellos ojos.

Me pregunto cómo se le pondrán cuando hagamos el amor, si en el momento clave se le quedarán en blanco tras los párpados, con ese efecto etéreo, sepulcral, pero no por ello menos excitante que exhiben algunas mujeres —y quién sabe si también algunos hombres— cuando alcanzan el orgasmo.

Danny Skinner seguía siendo lo bastante joven para no darse cuenta de que su vanidad podía, en ocasiones, sobrepasar su grado de sofisticación. Había estado sin beber el tiempo suficiente para olvidar que eso era algo que podía pasar muy fácilmente cuando había alcohol de por medio. Y aunque Caroline Kibby fuese una mujer más joven, seguía siendo una mujer, y además una mujer intrínsecamente madura, a la que las circunstancias habían obligado a quemar etapas con rapidez. Y mientras bajaban por Victoria Street, Caroline tuvo la sensación de que entre los dos fallaba algo fundamental.

Había sido idea de Skinner ir a ver a los Old Boys. Entraron en el local tambaleándose, muy borrachos, pero ansiosos por desprenderse de sus inhibiciones por medio de una dosis aún mayor de alcohol y de música. No daba crédito al público: estaba compuesto por montones de antiguos punks, la mayoría de ellos coetáneos de su madre. Algunos seguían vistiendo como lo habían hecho veinticinco años antes, en tanto que otros iban bastante elegantes y parecían integrados.

El espacio era austero, y Skinner y Caroline se ocultaron junto a un pilar al fondo de la casa, cerca de la barra, cuando el grupo hizo su aparición entre frenéticos aplausos.

Es el público el que parece compuesto por viejos. Incluso los tíos chupados que habían conservado sus estúpidos peinados no se daban cuenta de que tenían un aspecto prehistórico y ridículo con sus trapos punkis, de esa forma que los viejos son incapaces de pillar. La vieja decía que ellos también solían reírse de los viejos Teddy Boys, ¡pero aquellos hipócritas cabrones de mierda antisexistas, antirracistas y antiedadistas se reían tanto de su edad como de su vestimenta!

Lo bueno del grupo, sin embargo, es que al menos ellos no han envejecido de forma palpable. Entonces parecían unos vejestorios, y ahora es lo que son. Chrissie Fotheringham da una imagen de conducta tranqui a la batería, con su pañuelo en la cabeza, el sobretodo, los mitones de lana y las gafas de la Seguridad Social, pero tiene una década larga menos que los demás. El cantante, Wes Pilton, es la estrella, y desata al público con «The War Years»:

Days of glory, days of hope

Days without porn and dope

Of discipline by birch and rope

Those were the war years.

Days when we lived without fear

No rampaging yobs on beer

The beat bobby would clip your ear

Back in the war years.[29]

Pilton se acercó desfilando hasta la parte de delante del escenario y se agachó para interpretar con voz suave el estribillo:

Britain stood alone

Fought against the foe

People shed their tears

For those killed in those years.[30]

Se levantó de un salto, de forma muy enérgica, pensó Skinner, antes de volver a una onda punk mordaz y gruñona con la estrofa:

Now our country’s breaking down

Lawless thugs in every town

National service would straighten those clowns

Just like the war years.[31]

Después de una reverencia, Pilton dedicó un saludo militar al público. «Mis palomas han muerto», declaró entre los vítores y las carcajadas del público, «pero nosotros seguimos aquí, bueno, la mayoría. Este tema se lo dedicamos a los que ya no están aquí, nuestros antiguos baterías Donnie y Martin». Y guiñó el ojo mientras el grupo se lanzaba a interpretar «A Penny From the Poor Box».

Skinner se acercó a la barra para pedir algunas bebidas más, donde vio bamboleándose a Sandy Cunningham-Blyth, totalmente aturdido por el alcohol. Se fijó en que hasta los punks veteranos de la línea más dura lo rehuían. El curtido chef era el más entrado en años de los presentes, y Skinner le miró a los ojos, pero Cunningham-Blyth ni le reconoció.

Cuando regresó con un par de rones con Coca-Cola en sendos vasos de plástico, encontró a Caroline sudando y con el delineador de ojos corrido. Estaba consternada por la nula melodiosidad del grupo. «No parece que esto sea lo tuyo, Danny», le gritó al oído.

«No, sólo estoy buscando a mi viejo».

«¿A tu padre? ¿Dónde está?».

«Yo qué cojones sé. Probablemente sobre el escenario», dijo Skinner, y eso fue lo que Caroline creyó haber oído, aunque al recapacitar llegó a la conclusión de que no podía ser. Quizá le hubiese entendido mal, con tanto estruendo y tantas capas de alcohol amortiguándole los sentidos.