Los amigos de Danny Skinner manifestaron gran asombro no sólo por el hecho de que hubiese regresado tan pronto, sino por que se quedase en Edimburgo y siguiera sobrio. Le escribía con frecuencia correos electrónicos a Dorothy, pero hablaba por teléfono con Joyce un día sí y otro no, comprobando los progresos de Brian Kibby. Su otra actividad social principal consistía en tomar algún que otro café con Shannon McDowall. A Shannon la habían ascendido al antiguo puesto de Skinner, pero sólo de forma temporal, lo cual la fastidió, pues tenía que someterse a otra comisión examinadora. Aparte de su vitriolo ante lo que consideraba las prácticas discriminatorias de sus superiores en materia de empleo, sólo parecía tener ganas de hablar de Dessie, tema que tenía un atractivo muy limitado para Skinner. Encontraba inquietante ver a su viejo amigo y rival en el papel de chico nuevo.
Skinner aún no había intentado ir a ver a su madre ni había tenido noticias suyas. Personas con las que se topaba en Leith Walk o Junction Street le contaban que estaba bien, pero él evitaba deliberadamente pasar por delante de la peluquería. Se mantenía obstinadamente fiel a la decisión de que, la próxima vez que la viera, le soltaría ese único nombre para ver cómo reaccionaba.
Algo que sí reanudó fueron sus veladas de los viernes por la noche con Bob Foy; en la actualidad el punto favorito de encuentro era The Leaning Tower, un restaurante italiano del casco viejo, pese a que seguía manteniéndose inquebrantablemente fiel al consumo de agua mineral.
El inmenso placer que a Foy le producía saber que Kibby no volvería a trabajar en el ayuntamiento seguía siendo muy manifiesto. «La peste a sobaquina y a Dios sabe qué más ha desaparecido. Se trata literalmente de una bocanada de aire fresco», dijo con alegría, meneando histriónicamente el menú plastificado.
Skinner no estaba dispuesto a tolerar aquello. «Lo que ha tenido que pasar el pobre cabrón es una puta tragedia. Me alegro de que saliera bien del quirófano, y si se recupera, harías bien en contratarle de nuevo».
Foy frunció los labios y llenó su copa de Chianti hasta arriba. «Por encima de mi cadáver», se burló.
Skinner y Foy terminaron de comer en un ambiente de cierta tensión y después fueron a tomar unas copas (un refresco en el caso del primero). Finalmente Foy se marchó a casa en taxi, desilusionado y todavía un tanto desconcertado ante el conjuro abstemio bajo el que parecía hallarse su viejo compañero de cenas.
Skinner tenía además otra misión. Aunque no bebiese en ellos, seguía habiendo bares en los que echar las redes, sobre todo en el barrio estudiantil.
El Grassmarket estaba a tope. Skinner logró meterse en un café-bar y estaba tomando un refresco cuando de repente se vio abordado por un par de rostros del pasado, Gary Traynor y el fornido joven al que conocía por el nombre de Andy McGrillen. Estaban claramente resueltos a pasárselo pipa y quedaron sorprendidos y asqueados al fijarse en el combustible elegido por Skinner.
McGrillen…
Recordó la pelea que éste había provocado en Nochebuena, cuando se mantuvo al margen. No le gustaba McGrillen. Ahora su memoria daba vueltas en torno a la confrontación infantil que habían tenido a bordo de un tren a la vuelta de un partido en Dundee. No eran más que unos críos, y aquello había tenido lugar hacía casi diez años, pero nunca había olvidado el incidente. McGrillen, en compañía de algunos colegas, se había puesto chulo con él. Skinner, que en aquella ocasión le había perdido la pista a McKenzie y al resto de sus amigos, iba solo y se vio obligado a agachar las orejas. Había sido una humillación de escasa entidad pero seguía escociéndole, y más ahora que McGrillen andaba por ahí en compañía de Traynor. En cuanto se dio cuenta de que Skinner tenía determinadas relaciones, McGrillen se portó de forma bastante gentil, y hasta trató de entablar cierto grado de amistad con él. Ambos eran conscientes, sin embargo, del peso que podía llegar a tener el pasado y, de forma muy tácita, habían acordado evitar encontrarse, exceptuando aquella ocasión en navidades. Ahora, al ver a McGrillen lanzar una mirada de desaprobación a su vaso, Skinner volvió a experimentar el mismo resquemor que aquella vez.
Una puta gorra de béisbol de Burberry. ¡Pero qué coleguita! ¿Cuántos años tiene? ¿Veintiuno? ¿Veintidós? ¡Como McKenzie ya no está entre nosotros, se cree que puede cotizarse con nuestra peña!
«Venga, Danny, tómate una puta pinta», le instó Traynor.
«Nah, con un zumo de naranja estoy servido», insistió Skinner.
Traynor pareció captar el mal rollo que McGrillen le daba a Skinner y trató de alegrar el ambiente hablando de la última película porno de temática religiosa que había conseguido. «A Dios le gusta verlo todo, la mejor hasta la fecha, tío».
Andy McGrillen se encogió de hombros y tras sonreírle a Traynor se fue a la barra. Dejó que sus modales un tanto bruscos le abriesen paso entre los clientes, algunos de los cuales le reconocieron como un casual y posible fuente de problemas. Muy pronto regresó con las copas, depositándolas sobre la mesa.
«Salud, chicos», brindó Skinner. «Me alegro de veros de nuevo», dijo, incluyendo a McGrillen con el grado justo de convicción.
A Skinner le estaba resultando extrañamente reconfortante dar sorbitos a su naranjada. Disfrutaba con la labia de Traynor. Su viejo colega se volvió hacia McGrillen. «Te voy a contar una gran historia de Rab McKenzie; tú te la sabes, Skinny», dijo haciéndole a éste un gesto con la cabeza. «Estábamos nosotros dos con Rab y un par de pijas, la paki esa con la que saliste, ¿cómo se llamaba?».
«Vanessa. Y es escoceasiática. Su padre es de Kerala y su madre de Edimburgo», le corrigió Skinner.
«Vale, señor Políticamente Correcto», dice Traynor sacudiéndole a Skinner un puñetazo amistoso en el brazo. «Así que estábamos en un gran queo pijo en Merchiston, que si gran piscina climatizada, que si el viejo y la vieja de vacaciones, y todos tonteando en pelotas. Era la primera vez que veíamos al grandullón sin ropa y, bueno…, imagínate. Pero las chavalas, la pija grandullona llamada Andrea, y la Sarah esa, tenían ganas de marcha, y todo dios empieza a ponerse retozón. Tú te largaste con Vanessa, ¿eh, Skinner?».
«Sí, pero no pasó nada. Sólo nos morreamos un rato y hablamos; eso es todo».
«¡Que sólo hablaron, dice! Sí, claro».
«Así fue», protestó Skinner. «A ella no le apetecía follar y no me importó. Fue una noche agradable y ella era una tía interesante».
«Vete a la mierda, Skinner», se rió Traynor, dándole un empujoncito en el pecho. «Bueno, pues mientras tú “hablabas”, yo me había lanzado a saco con la Sarah esa, y le estaba dando lo suyo encima de la colchoneta hinchable. Y la pija esa, Andrea, que estaba buena, pero no tenía demasiadas luces», observó Traynor, dándose un golpecito en el cráneo, «se lo estaba montando con el grandullón. El caso es que me acordaba de haberle dicho antes que a las pijas siempre les va la marcha, y que además son unas guarras que te cagas y hacen lo que sea, tío». La sonrisa dentuda de Traynor fue ensanchándose. «Evidentemente, Rab debió tomárselo todo al pie de la letra, porque de pronto oigo decir al grandullón: “Me gustaría metértela por el culo”. Y la pija va y dice», y Traynor frunció los labios, adoptando un acento de salón de té: «“¿Y eso qué entraña exactamente?”».
McGrillen se rió en voz alta y Skinner también, aunque había oído muchas veces aquella historia. Le dio otro sorbo a su naranjada. Algo andaba mal. La olió y volvió a probarla. Le habían echado alcohol.
¡Vodka!
Al alzar la vista, Skinner reparó en el gesto estúpido y burlesco de McGrillen, y paladeó por un instante el cambio de semblante cuando le apuntó con el brazo para estrellarle un sólido derechazo en plena cara. Fue un buen puñetazo; Skinner pivotó y acompañó el golpe con el peso del cuerpo, y McGrillen cayó del taburete al suelo.
Gary Traynor se quedó mirando a un atónito y postrado McGrillen, y después volvió a mirar a Skinner. «Hostia puta, Danny…».
Skinner seguía temblando de rabia. Arrojó el vaso al suelo; por muy poco no alcanzó a McGrillen en el rostro. «¿Pero de qué coño vas, tratando de envenenar a…?». Mirando a su alrededor, se dio cuenta del escándalo que estaba montando y dijo: «Lo siento, tíos», antes de salir escopeteao, frotándose los nudillos doloridos.
Salió a la calle con la euforia del subidón de adrenalina recorriéndole el cuerpo mientras empezaban a asaltarle los remordimientos.
Ha sido una sobrada. McGrillen no estaba al tanto, ¿cómo iba saberlo? Pero ¿por qué hay peña que no entiende que no significa no?
Atravesando rápidamente la calle y metiéndose en otro bar, Skinner se topó con un grupo de chicas parlanchínas a las que conocía vagamente del ayuntamiento. Una de las amigas de éstas celebraba una despedida de soltera. Dos de ellas estaban muy habladoras pero muy pronto sólo las escuchó a medias, distraído como estaba por una de las camareras.
A Caroline Kibby le quedaba un cuarto de hora aproximadamente para terminar su turno. Desde una de las mesas, vio que le miraba un hombre que le sonaba de algo. Sí, le conocía. Él sonrió y ella le sonrió a su vez. Luego él se acercó y la invitó a tomar una copa cuando terminase.
Es el tío que vino por casa de mamá el otro día, el del ayuntamiento. Ése que pone tan de los nervios a Brian.
Aceptó con mucho gusto.
Acababa de ingerir una copiosa cena italiana en compañía de Bob Foy. No obstante, después de unos cuantos refrescos más, Danny Skinner no tuvo inconveniente en sugerir que Caroline y él fuesen a comer algo a lo que él se sentía inclinado a describir como «un excelente chino de la vieja escuela» llamado el Bamboo Shoots, en Tolcross.
Sentado frente a ella en el restaurante, le seguía resultando difícil creer que Caroline fuese la hermana de Brian Kibby. Mientras ella comía con movimientos pausados, desenvueltos y económicos, había momentos en que le entraban ganas de gritarle: Joder, con lo preciosa que eres tú, ¿cómo puedes estar emparentada con ese artero memo de Brian?
Caroline, por su parte, quedó igualmente prendada de Danny Skinner.
Es bastante guapo, de un modo un tanto curioso. Tiene una expresión asustadiza, que le da aspecto de estar más fascinado que perplejo ante el mundo. Debe gastarse un dineral en ropa. Parece ridículo que sea un par de años mayor que Brian. Se diría que es muchos años más joven: está lozano e impecable. Hay algo en él que impone, ¡algo que me hace pensar que no me importaría llegar a conocerle mejor!
Más tarde atravesaron a pie el Meadows, en una noche fresca iluminada por la luz de la luna y las farolas de sodio. No tenían prisa alguna; iban conversando con naturalidad, escuchando atentamente al otro hablar de casi cualquier tema que se les viniese a la cabeza. Caroline notó cómo el cansancio del turno se le pasaba, y sus ojos, doloridos tras una multitud de horas redactando un trabajo de curso ante el ordenador, recobraron su lustre. Temiendo que la velada llegase a su fin, anunció: «Tengo un poco de hachís, si te apetece».
La verdad es que no soy ningún fumeta pero a su hermano le sentaría bien un mai; lo relajaría y quizá le estimulara el apetito.
«¿Vamos a tu casa?», inquirió Skinner, ya que al South Side se podía llegar sin problema caminando, mientras que para ir a Leith había que tomar un taxi.
«Eh, quizá sería mejor ir a la tuya. Acabo de instalarme y aún no tengo demasiada confianza con mis compañeros de piso. Ya me entiendes…», dijo Caroline con cierta inquietud.
De repente, a Skinner se le clavó en el pecho una estaca de temor. Tendría que haber estado completamente dispuesto a regresar a su nido de amor en Leith con aquella chica, pero por algún motivo experimentaba una inmisericorde sensación de desasosiego.
¿Por qué tengo tantas ganas de andar fisgoneando en su casa y la de su madre, pero me inquieta la idea de dejar que ella vea la mía? ¡Es mucho mejor que el mausoleo ese en el que vivió ella!
Él asintió, pararon un taxi en Forrest Road y pusieron rumbo al puerto.
«¿Llevas mucho tiempo viviendo en Leith?», preguntó Caroline.
«Toda la vida», respondió Skinner, pensando en San Francisco, en Dorothy, y en lo mucho que le apetecía vivir allí. No es que Leith no le gustara; en cierto modo lo adoraba, pero disfrutaba con la idea de vivir en otra parte y tener siempre opción de volver. Quizá se pueda amar un lugar sin querer estar cerca de él todo el tiempo, pensó.
Caroline entró en el vestíbulo de Skinner. Vio que el piso estaba ordenado y muy limpio.
Hostia puta. Este espacio está domesticado. ¿Tendrá contratada una limpiadora?
Teniendo presente la posibilidad de quemazos de hachís en el sofá, Skinner fue a la cocina y volvió con dos grandes ceniceros de pub. Caroline le siguió, fijándose en la suntuosidad del mobiliario. «¿Hace mucho que vives aquí, Danny?».
«Cuatro años».
«Tienes unos muebles muy bonitos», dijo Caroline, evidentemente impresionada, fijándose en el culito prieto enfundado en aquellos pantalones negros. Sintió que la recorría un súbito espasmo vertiginoso.
Mmmm.
«Cierto», dijo Skinner mientras se dirigían al cuarto de estar. «Hace unos años sufrí un accidente de tráfico grave. Me atropello un coche, quedé inconsciente, me rompió el brazo y la pierna y me fracturó el cráneo. Me concedieron una sustanciosa indemnización, así que empleé la mayor parte del dinero en adecentar este sitio», explicó, pensando con cierto remordimiento en su intento de pagar a Dessie Kinghorn con la exigua suma de quinientas libras.
Quizá, uno de los grandes hubiera sido lo más justo. O incluso quince mil. El diez por ciento.
Caroline le pidió que le contase los pormenores del accidente y él se los narró, omitiendo el detalle de que la principal causa del mismo había sido su propia imprudencia, mientras ella liaba el porro al mismo tiempo que inspeccionaba con la vista el salón. Tenía viejas paredes pintadas en oro y estaba dominado por un sofá de cuero negro en forma de L. Frente a éste se encontraba una mesita de centro de cristal. Junto a un hogar de época sobre el cual había un gran espejo de pared se hallaba un televisor de pantalla plana. A ambos lados había un par de armarios empotrados. Uno de ellos contenía un equipo de música, y sobre él había estanterías llenas de libros y de cedés; el otro contenía vídeos y más libros todavía. Sobre la repisa de la chimenea reposaba una pequeña reproducción a escala de la Estatua de la Libertad.
Dándole una larga calada al porro antes de pasárselo a Skinner, Caroline se levantó del sofá para echar un vistazo a los cedés y a los libros. Skinner ya le había explicado sus gustos en materia de rap y de hip-hop, de manera que en materia de música no hubo sorpresas: Eminem, Dr Dre, NWA, Public Enema. El cd que estaba abierto sobre la mesita de centro le llamó la atención. El grupo se llamaba The Old Boys. Algunos de los temas le sonaron raros: «Repatriación obligatoria», «El día de los caídos», «Un penique cogido del cepillo». «¿Qué tal son?», preguntó mientras meneaba la carátula.
«Una bazofia total», dijo Skinner. «Lo compré el otro día porque mi madre era muy fan del grupo. Era una banda local de punk y creo que ella solía andar por ahí con ellos. Pero no son mi rollo para nada».
Acercándose de nuevo a las estanterías, Caroline se fijó en que —con la salvedad de los copiosos volúmenes de poesía de Byron, Shelley, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire y Burns, y otro enorme y con claras muestras de no haber sido leído, obra de McDiarmid— en su mayoría los libros eran novelas estadounidenses, que iban de Salinger y Faulkner hasta Chuck Palahniuk y Bret Easton Ellis. «¿No tienes nada de narrativa escocesa contemporánea?», preguntó ella.
«No me va. Si quiero oír tacos y consumir drogas, no tengo más que salir por la puerta. Pero de ahí a leer al respecto…». Skinner sonrió. Por un instante, aquella larga mandíbula se le antojó a Caroline espeluznante y siniestramente bufa.
Qué sonrisa tan rara…, aquí hay algo que no encaja, pero al carajo, ¿qué es lo peor que podría pasarme? ¿Acabar follando con este tío bueno en un agradable piso de Leith…?
«¿Nos vamos a la cama o qué?», preguntó ella.
Skinner se quedó atónito. Quizá había visto a Caroline como la hija de Joyce o la hermana de Brian y por tanto le resultaba difícil creer que pudiera mostrar una sexualidad tan espontánea. «Sí…».
La tomó de la mano y fueron juntos al dormitorio, demasiado absortos en su creciente turbación mutua para darse cuenta de que se asemejaban más a un par de víctimas de un campo de concentración dirigiéndose a la cámara de gas que a una pareja de amantes.
En el dormitorio de Skinner pendía una gigantesca bandera de los Estados Unidos, sobre la pared que dominaba a la cama. Ésta estaba cubierta por lo que a Caroline le pareció un edredón naranja de muy mal gusto. En conjunto, aquella habitación representaba un extraño lapsus, pues parecía muy diferente al resto de la casa.
Skinner iba desnudándose metódicamente, preguntándose, con una angustia cada vez mayor, qué le sucedía exactamente. Su erección se había convertido para él en algo afín a su padre: era consciente de ella precisamente en virtud de su ausencia. Caroline echó un vistazo al prado que había en la parte de atrás. «Qué bonito», dijo, ahora muy cohibida. Maldijo interiormente ante aquel comentario débil e insulso, del tipo que quizá habría hecho su madre.
¿Qué coño me estará pasando?
«Si prescindimos de las cagadas de paloma», sonrió Skinner con sensación atribulada, despojándose del pantalón y la camisa antes de deslizarse bajo las sábanas. Por algún motivo, se dejó los calzoncillos puestos, quizá porque ella no había hecho el menor ademán de desvestirse.
«Las hay en todas partes…», dijo Caroline, «salvo en los trópicos. Eso echaría a perder un paraíso tropical, si las tuvieses zureando a tus pies mientras sorbías un cóctel junto a la piscina».
Skinner se rió ante aquel comentario, quizá de modo excesivamente enérgico, pensó ella. Caroline le contempló, incorporado a medias en la cama. Su cuerpo era delgado y musculoso y lo deseaba. No obstante, le resultó curiosamente difícil desnudarse ante él. Y notaba que él estaba flipando tanto como ella. Finalmente, se sacudió los zapatos y se quitó los vaqueros, quedándose sólo con la camiseta antes de meterse bajo las sábanas.
«¿Tienes frío?», preguntó él.
«Sí…, creo que al hachís ese le pasa algo raro. Creo que me he alterado un poco, si quieres que te diga la verdad», explicó ella con una confusa sensación de vergüenza y turbación.
Acusando su propia e inexplicable sensación de extrañeza, Skinner se mostró de acuerdo. «Sí, ya sé lo que quieres decir…, a lo mejor nos estamos apresurando un poco…, me gustas mucho…, hay mucho tiempo para, ya sabes…, ¿te parece que nos abracemos y sigamos charlando?».
«Vale». Caroline sonrió tensamente mientras se arrimaba a él. Él volvió a mirarla; no le recordaba a Kibby en absoluto. Era hermosa, pero ¡joder!, él la tenía tan fláccida como cuando le tocaba hacer un informe de inspección del primer nivel.
Esforzándose por darle un poco de intimidad al ambiente, Skinner apartó el cabello del rostro de Caroline, pero sintió como ésta se ponía tensa, como si el gesto le resultara desagradable y molesto. Optando por regresar al inofensivo tema de las palomas y al mismo tiempo escandalizado por la inanidad del mismo, indicó la ventana y dijo: «En América no dejan que los bichos indeseables pongan sus nidos en edificios públicos y se nos caguen por todas partes desde tan estratégica posición. Allí ponen esas púas tan finas en los alféizares para disuadirlas».
«Aquí también han empezado a hacerlo», dijo Caroline en un tono más soñador, «pero aquí el principal problema seguramente serán las gaviotas…». Le gustaba estar junto a aquel tío; estaba un poco alterada, sólo era eso.
Al notar la punzada del amor a la patria chica, Skinner sintió la extraña compulsión de embarcarse en una defensa del ave marina. Pero puesto que parecía que comenzaban a relajarse un poco, resistió la tentación.
Caroline pensaba en su grupo favorito, los Streets. En cómo el tío ese de los Streets también se apellidaba Skinner, Mikey Skinner. Tenía una letra en la que decía que donde él se crió a las mujeres se las llamaba periquitas y no zorras. Aquello hacía que la cultura masculina y de clase obrera que a menudo se le había antojado misógina pareciera hermosa. Todo dependía de la clase de periquita de la que se estuviera hablando, claro. De repente, se oyó a sí misma preguntar: «¿Te gustaron las americanas?».
«Son preciosas», admitió Skinner, pensando en Dorothy. ¿Era ella la chica indicada para él? ¿Era ése el motivo de que no fuera capaz de hacerle el amor a Caroline? «Pero la mayoría de las americanas no saben vestir, a diferencia de las europeas. Ni siquiera las más guapas, por algún motivo, saben elegir la ropa».
Caroline hizo una pequeña mueca; aquello probablemente no era lo que ella esperaba oír, pensó él.
Pero Danny Skinner se sentía como si no hubiera estado con una chica desde los quince años. Se notaba torpe y nervioso. Se besaron, y no estuvo mal; después se sumieron en un sueño prolongado y extraño, en un abrazo mutuo, un sueño tan hermoso y pacífico como si los hubiesen drogado con algo más potente que el hachís que habían consumido.
Fue Skinner el primero en despertarse con la luz del amanecer. Al principio se maravilló de la apacible pulcritud de Caroline mientras dormía, pero pronto se sintió acosado por una terrible inquietud, y sintió la compulsión de levantarse y abandonar la cama. Fue a la cocina y comenzó a preparar el desayuno, sacando cereales, yogur, zumo de naranja y té verde. Cuando ella apareció, completamente vestida con su propia ropa, en lugar de haberse puesto una de sus camisetas, Skinner se sintió curiosamente aliviado pese al chasco.
No obstante, a lo largo del desayuno charlaron relajadamente; sólo cuando Caroline estaba a punto de marcharse volvió a hacer acto de presencia cierta pudibundez. Por algún motivo, Skinner sólo pudo darle un casto besito en la mejilla. «¿Querrás que nos volvamos a ver?», preguntó.
«Me gustaría», dijo ella con una sonrisa, preguntándose por qué todo aquello resultaba tan forzado.
¿Tendría algo que ver con Brian y la aversión que experimentaba hacia este tío?
Skinner se sintió tentado de pedirle que fuera mañana mismo, pero necesitaba algún tiempo para pensar las cosas. Tenía la cabeza hecha un lío. «¿Te parece bien el jueves?».
Caroline Kibby estaba tan ansiosa de pedir una moratoria como Danny Skinner. «El jueves me parece perfecto».
Ella puso rumbo a su nuevo hogar en el South Side. Poco después de que se hubiera marchado, Skinner recordó que el jueves tenía previsto ir a ver a los Old Boys. No quería empezar a liarle la cabeza a Caroline tan pronto, de modo que pensó que podrían ir juntos. Se fijó en que ella se había dejado algo de hachís en la mesita de centro. Lió otro porro y notó cómo le bullía la cabeza. Era fuerte, desde luego.
¡Joder con el avecrem saboteador de Edimburgo! Es tan bueno como cualquier hierba californiana que hubiera tomado con Dorothy. Probablemente alguna mierda hidropónica casera o como lo llamen los fumetas.
Lió otro porro y se puso a darle caladas.