Hace un día crudo y helador, pero al menos brutalmente sincero, desprovisto de esas lluvias frías o esos vientos torturantes que aniquilan el alma. El último resto de débil luz solar se está desvaneciendo y el cielo azufrado se está volviendo de color malva. Los tramos del pavimento congelados crujen bajo mis pies en cuanto doblo la esquina de St John’s Road y bajo por una serpenteante callejuela hasta el queo de los Kibby.
He venido a ver a Joyce, que me ha llamado preocupadísima por el comportamiento de Brian. Dijo que no era necesario, pero yo insistí, pues quería echar un vistazo al bulín de Kibby antes de que vuelva mañana del hospital.
Llamo a la puerta y al abrirse…
Santo Dios de los cojones…
… me llevo una impresión morrocotuda al ver aparecer ante mí a una bellísima chica de unos diecinueve o veinte años.
¡Vaya una preciosidad! Tiene cabellos rubios lacios sujetos a un lado por un broche dorado. Sus grandes ojos de color gris azulado irradian una honda espiritualidad. Sus dientes nacarados me deslumhran y tiene el cutis más suave que yo haya visto jamás.
Hostia puta.
Lleva un top verde con pantalones de camuflaje verdes y negros.
¿Aquí qué coño pasa? Estoy…
Enarca las cejas burlonamente a la espera de una reacción que tarda lo suyo en llegar, pues su sola presencia me ha dejado un tanto fuera de combate.
Serás capullo.
Excitado, no tanto sexual como emocionalmente, me esfuerzo por mantener la calma y sonreír con la mayor discreción.
«Me llamo Danny. Eh, yo… trabajo con Brian en el ayuntamiento», le explico, casi incitado a presentarme como amigo suyo, pero logrando detenerme a tiempo.
«Adelante. Yo me llamo Caroline», dice ella, dándose la vuelta con elegancia y regresando al interior de la casa. Me deja totalmente asombrado que este bellezón sea la hermana de Kibby. La sigo ansiosamente, desesperado por permanecer cerca de su esencia y, por supuesto, para estudiar en detalle sus curvas.
Joyce Kibby, que ya se encuentra en el pasillo con nosotros, interrumpe tan arrebatadora visión. Rebosa tanto nerviosismo e inquietud como aplomo y garbo desprende su hija. «Señor Skinner…», dice.
«Llámeme Danny, por favor», reitero, pensando más en Caroline que en ella. A estas alturas la boba vacaburra esta podría prescindir ya de las formalidades. Pero no obtengo reacción alguna por parte de Caroline, que se mete en el cuarto de estar sin mayores ceremonias.
«¿Qué tal está Brian?», pregunto a Joyce, dispuesto a seguir a Caroline, cuando su madre me conduce a la cocina. Mientras me siento a regañadientes logro ver fugazmente a la hija a través de la rendija de la puerta abierta. Está más que buena; no recuerdo haber experimentado reacción semejante ante una mujer jamás.
Bueno, quizá ante Justine Taylor en segundo curso. O ante Kay. O Dorothy. Pero incluso ellas eran de algún modo diferentes. Esto es la hostia. No puedo…
Joyce pone a hervir la tetera. Probablemente sea a causa de su hija, pero ahora estoy examinando a la vieja, tratando sin éxito de encontrar en ella una versión más joven y más hermosa de sí misma. No veo sino los rizos espesos y remilgados y esa actitud rígida y espasmódica. «Está mejorando, pero mentalmente parece muy confundido», me cuenta con esa voz chillona que tiene, que hace juego con el pitido de la tetera.
«Ah, pues entonces no está tan bien. ¿Cómo es eso?».
Joyce echa dos cucharadas de té a la tetera, y otra para dar suerte, al estilo de mi vieja. Ahora que lo pienso, ella también debe tener la misma edad que Siouxie Sioux, aunque uno no lo creería ni en un millón de años. Esta mujer probablemente nació vieja, aunque quizá sea sólo el manto de solicitud nerviosa que la envuelve. «Tiene una extraña obsesión con su viejo empleo», me dice. A continuación me echa una mirada bastante avergonzada, y me revela en voz baja y cautelosa, «me da tanta vergüenza… Brian se ha tomado de una forma horrible todo lo que ha intentado hacer usted por él. ¡Es como si no se diera cuenta de que intenta ayudarle! No entiendo por qué está tan en contra de usted cuando ha sido tan bueno con todos nosotros y se ha preocupado tanto por él. No me gusta ni un pelo», dice, sonrojándose y sacudiendo la cabeza mientras deposita la taza frente a mí.
«Joyce, esto ha sido una prueba terrible para Brian. Es lógico que se sienta confundido», le digo en tono conciliador. El té me lo ha puesto en una ridícula tacita de loza en la que no cabe una puta mierda y con un asa tan pequeña que me es casi imposible levantarla.
«Sí», asiente vigorosamente Joyce Kibby, sin dejar de soltar mil disculpas en representación de su hijo. Pero en este momento en lo único que pienso es en su hija. Es preciosa y superguay, es un megapibón que te cagas; todo aquello que no son Brian Kibby y la tonta del culo de su madre.
Caroline Kibby.
Brian Kibby.
¡Y entonces, en un golpe de inspiración deslumbrante, lo veo! ¡Había una forma de poder seguir al tanto de los progresos de Brian Kibby, un motivo legítimo para continuar visitándoles! Equivaldría a matar dos periquitas de un tiro, y además sería una labor realizada de mil amores. También, con toda probabilidad, sería algo que le tocaría a tope las narices a Brian Kibby.
«Le hace quedar como una persona muy mala, señor Skinner, y no lo es, es un chico estupendo…».
Caroline.
El divino y espléndido prefijo que neutraliza ante mi mente ávida la toxicidad del hasta ahora nauseabundo término «Kibby». Este té no lleva azúcar pero aún me queda por probar un dulce elixir. Si estuviera viéndome con Caroline Kibby, saliendo con ella, podría pasarme por aquí si quisiera, y Brian no podría hacer una mierda al respecto. Podría ocuparme de él, al menos hasta que se pusiera fuerte. Comer de forma saludable, descansar y gozar abundantemente, y observar cómo se pone cada día mejor. ¡Y mientras hiciera todo eso podría llegar a entenderle y descubrir por qué tengo este extraño y terrible poder sobre él!
«… nunca nos dio el menor problema ni a mí ni a mi marido, que en paz descanse…».
Caroline Kibby.
No, no era una palabra en absoluto malsonante. A decir verdad, era bien hermosa: Kibby, Caroline Kibby. Sí, podría vigorizar a Brian antes de regresar a San Francisco…
Dorothy.
De algún modo parece estar ya muy lejos, pero fue algo muy real y muy bueno.
«… y su actitud hacia usted… no logro explicármela…, si supiera siquiera que ha estado aquí…».
«De acuerdo», le digo a Joyce, «cuanto menos se diga, antes se arreglará todo. Brian todavía está muy enfermo, y lo último que quiero hacer es trastornarle. Ahora me marcharé y me mantendré alejado del hospital. Siempre y cuando, claro está, me mantenga usted al tanto de sus progresos».
«Desde luego que sí, señor… Danny. Y gracias de nuevo por ser tan comprensivo». Joyce me mira con ese gesto suyo tan suplicante.
Y por primera vez pienso que quizá haya algún maravilloso designio divino tras esta extraña maldición. Termino mi té y, mientras me despido, me detengo y asomo la cabeza por la puerta del cuarto de estar para soltarle a Caroline un alegre «Hasta luego» y dedicarle una sonrisa.
«Hasta luego», me dice a su vez, volviendo la cabeza desde la mesa ante la que está sentada, al principio un tanto perpleja, pero a continuación me devuelve la sonrisa y pienso para mí: ¡fuá, vaya una chavala tan excepcional!
Salgo de casa de los Kibby en el séptimo cielo, casi ajeno por completo a los arrullos y cloqueos de Joyce. Después, al pensar de nuevo en Dorothy, allá en San Francisco, tengo la impresión de sufrir una caída de trescientos metros a través de mi propio cuerpo. No sé qué coño voy a hacer.