En otoño, Edimburgo se le antojaba un lugar despojado de sus pretensiones, podada y reducida a su esencia. Los turistas festivaleros ya habían desaparecido hacía mucho, y la ciudad tenía escaso atractivo para los que estaban de paso. A medida que se volvía más fría, húmeda y oscura, los vecinos de la villa se movían por sus calles como novatos asustados en un cuadrilátero, anticipando golpes procedentes de todas partes pero sin poder hacer gran cosa al respecto.

Y, no obstante, opinaba que en aquella época del año la ciudad estaba más en paz consigo misma que en ningún otro momento. Una vez liberados de las definiciones exteriores que calificaban a la urbe de «capital artística del mundo» (festival) o «capital europea de la marcha» (Año Nuevo), a sus habitantes se les permitía proseguir con las prosaicas pero asombrosas ocupaciones de la vida cotidiana de una ciudad cualquiera del norte de Europa.

Danny Skinner había regresado a la ciudad más desorientado que nunca. Durante todo el vuelo estuvo pensando en Dorothy, en la traumática y lacrimógena separación que había tenido lugar en el aeropuerto de San Francisco, y cuya intensidad había calado tan hondo en ambos. Su mente daba vueltas a las maravillosas posibilidades y a las crueles incógnitas de una relación romántica a largo plazo y a distancia. Pero su búsqueda no había concluido. Había eliminado de la lista a Greg Tomlin, pero sabía que su madre había tenido alguna especie de relación seria. Aunque le reconfortó saber que quizá fuera fruto de un amor verdadero si bien fugaz, en lugar de producto de un polvo propulsado por sidra y speed, no se sentía capaz de enfrentarse a ella de nuevo, al menos por el momento. A quien quería acorralar era a De Fretais.

Cuando regresó a su frío piso de Leith, encendió la calefacción central, se tomó unos somníferos y se quedó KO. Al día siguiente telefoneó a Bob Foy y descubrió que en aquel momento De Fretais se encontraba de rodaje en Alemania. La siguiente persona a la que telefoneó fue a Joyce Kibby, y seguía acusando el desfase horario cuando acudió a tomar un café con ella al St John’s Café de Corstorphine.

Skinner se enteró de que Brian Kibby se recuperaba bien y que el nuevo hígado cumplía debidamente con sus funciones. Mientras escuchaba el cotorreo de Joyce le entraban ganas de decirle: Toda la culpa de que esté tan jodido la tengo yo, pero ya lo he sanado, he dejado de beber. Pero, por supuesto, aquello no lo podía hacer. En aquel momento sólo era capaz de pensar: ¿Por qué no puede caerme mejor Joyce Kibby? Sin embargo, cuando ésta exclamó en tono cantarín: «¡Va a volver a casa, señor Skinner, vuelve a casa la semana que viene!», le sorprendió compartir su alegría.

Apretándole la mano a Joyce con emoción, Skinner proclamó a voz en cuello: «¡Qué noticia tan estupenda! Y por favor, se lo ruego por última vez, llámeme Danny».

Y Joyce Kibby se ruborizó como una colegiala, porque de un modo que ella no acababa de entender, el joven señor Sk…, Danny…, le gustaba mucho.

Regreso de Corstorphine a Leith a bordo del autobús número 12, y me siento radiante de júbilo ante la mejoría en el estado de salud de Brian Kibby. Llega a ser algo tan intenso que opto por bajarme en el West End y recoger un ejemplar del libro de Gillian McKeith, Eres lo que comes. Tengo intención de emplearlo como base para confeccionarle a Kibby una dieta sensata por poderes. También adquiero un poco más de cardo lechero en Boots. Más tarde, desde el cibercafé que hay al pie de Leith Walk, le envío un correo a Dorothy detallando algunas propuestas sexuales bastante avanzadas. Esperemos que le ayuden a ir tirando y al menos, si ella acaba echándose atrás, lo tendré por escrito.

Navego despreocupadamente por la Red en busca de noticias acerca de los grupos punk locales que le gustaban a mi madre, llegando a pensar que hasta es posible que los vejestorios punkarras tengan mejor memoria que los cocineros abuelíticos. Encuentro algo acerca de los Old Boys que me interesa:

CONCIERTO DE REUNIÓN DE LOS OLD BOYS

Los Old Boys fueron un cuarteto punk de Edimburgo que dio conciertos por el circuito local entre 1977 y 1982. La mayoría de grupos punk interpretaban panfletarios himnos de rebelión adolescente a grito pelado, instando a escapar por medios hedonistas de un estado general de corrupción y a cometer actos de depravación nihilista y autolesivos para combatir el aburrimiento de la vida moderna. Los Old Boys, sin embargo, encabezados por su carismático cantante, Wes Pilton (Kenneth Grant), adoptaron una perspectiva muy distinta.

Cantaban canciones muy reaccionarias acerca de la decadencia social, lamentándose por la permisividad, el consumo de drogas, las madres solteras y la irresponsabilidad de la juventud. Ensalzaron las virtudes de la Gran Bretaña de la época de la Segunda Guerra Mundial: audacia heroica frente al enemigo, esprit de corps y un imperio sobre el que nunca se ponía el sol. Todo ello era motivo de inquietud, sobre todo porque el grupo interpretaba todos los temas con convicción y de forma deliberadamente inexpresiva, lo que les convirtió en marginados en la propia escena punk, en anatema para la radicalidad autoproclamada de esta. No obstante, algunos disidentes los consideraron como la encarnación del verdadero espíritu del punk: lo bastante osados como para reírse de sí mismos y lo bastante provocadores como para vacilarle a su propio público. Jugaban a ser todos los pedorros aburridos con los que jamás te topaste en un pub; criticaban tu sentido de la moda. Se vestían como sus abuelos, como esa casta de ancianos orgullosos que los sábados acudía al pub de la esquina con su mejor traje. Wes Pilton lucía un mostacho muy chungo, una gorra de visera y un impermeable con una amapola conmemorativa del Día de los Caídos en el ojal durante todo el año. Entre canciones hablaba sin parar de sus palomas.

Su primer álbum, The Old Boys, les granjeó cierto reconocimiento más allá de su ciudad natal, aunque las opiniones estaban divididas acerca del grupo y las motivaciones de éste. ¿Simplemente se burlaban y desautorizaban a las generaciones precedentes de la forma más cruel posible o eran un caballo de Troya reaccionario en la fortaleza del punk?

Los propios Old Boys nunca descubrieron el pastel, aunque varios críticos musicales vieron en el single incendiario y racista «Repatriación obligatoria» la gota que desbordaba el vaso. En respuesta a un conato de motín en la Taberna de Nicky Tam —presuntamente instigado por miembros de la Liga Anti-Nazi—, Wes Pilton soltó su inmortal frase lapidaria: «¿Es que no hay dios en este puto garito que sepa apreciar la ironía?».

Aquello resumía a los Old Boys. Fueron unos adelantados a su tiempo: vaciletas posmodernos en una época más solemne, más seria y más politiquera. Quizá fuese porque nadie los entendía en realidad, por lo que empezaron a parodiarse a sí mismos, con unos resultados cada vez más infructuosos.

Se diría que este sórdido capítulo señaló el comienzo del fin para el grupo. Continuaron, renqueantes, hasta que en 1982 se produjo la inevitable ruptura, cuando Pilton fue internado en el Royal Edinburgh Hospital de Morningside durante un breve período en virtud de la Ley de Salud Mental. Mike Gibson, el guitarrista de la banda, abandonó el grupo para estudiar contabilidad en Napier College. Steve Fotheringham, el bajista, fue el único Old Boy que siguió en el negocio de la música. Ahora trabaja como DJ y productor. Pilton regresó con un elepé en solitario titulado Craighouse, una creación conceptual basada en sus experiencias en el psiquiátrico.

Con los baterías, el grupo tuvo esa clase de fortuna que se diría que inspiró más tarde a Spinal Tap, pues los percusionistas de ambos grupos pusieron fin ellos mismos a sus vidas. Donnie Alexander, el batería original, dejó el grupo en abril de 1980, tras un horroroso accidente laboral que le dejó gravemente desfigurado. Unos dieciocho meses más tarde, fue hallado muerto en Newcastle-upon-Tyne, en una habitación amueblada que apestaba a gas. Su sustituto, que llevaba el desafortunado nombre de Martin Tufillo, se suicidó arrojándose desde el Dean Bridge en el verano de 1986. Hincha entusiasta de los Hearts, se rumoreaba que padecía una profunda depresión inducida por los acontecimientos futbolísticos de aquella temporada.

Más de veinte años después, los Old Boys van a dar un concierto de reunión; Chrissie Fotheringham, la esposa estadounidense de Steve, sustituirá a Tufillo a la batería, de modo que por lo menos no habrá excusa alguna para que la sección rítmica no lleve el compás.

Ahí pone que el concierto es la semana que viene en el Music Box de Victoria Street. Desde luego que iré. También iré a buscar el cedé Best of… que acaba de salir.

Salgo a la calle; después de haber vivido en California, opino que en esta ciudad hace un frío que pela y además se hace de noche enseguida. No obstante, me siento bastante contento hasta que llego a Duke Street y veo a esa escoria viscosa deambulando por la calle tan campante.

Busby. ¿Cuál es su perfil? ¿Qué beberá ese pederasta rubicundo?

Export. Whisky. Tú decides.

Me oculto en la entrada de una tienda y le veo meterse en uno de los pubs de abueletes que están luchando por no cerrar frente al gran cagadero Wetherspoons de la esquina, con sus jarras de la hora feliz de cócteles de treinta y ocho peniques o algo por el estilo. Y, no obstante, en cuando los garitos de toda la vida cierren, los precios subirán, y si no, al tiempo.

Busby.

Le veo a través de los ventanales del pub, manchados de grasa allí donde algún borracho estrábico devorador de fish and chips las ha sobado con sus cochinas manazas, mientras trataba de mantener el equilibrio y ver si dentro había algún capullo al que poder sablear.

El pequeño Busby, sentado bajo las luces de un pub de mala muerte en Leith con media pinta de cerveza espesa y un chupito de whisky. Una fina película de sudor —¿o será de grasa?— le cubre el rostro. Nariz de fresa. Unos ojillos atareados, despectivos y burlones, que tanto contrastan con la sonrisa de almeja.

El hombre de la aseguradora.

¿Qué es lo que ofrece el hombre de la aseguradora? Nos ofrece un seguro contra la posibilidad de ser nosotros mismos. Lo cual ni es seguro ni es nada.

Le veo sentado con Sammy. El machote: a medida que su vida ha ido deslizándose hacia la disipación alcohólica, ha ido engordando y se le ha puesto cara de desconcierto. Apenas ha notado el paso de los años, la deserción de su esposa, de los niños o de las novias, pero ahora acusa su ausencia y no le queda sino esa muy leal pero también muy traicionera zorra: Su Majestad La Priva.

Peor aún, Busby, esa marujona delgaducha, ya le tiene tomada la medida a la mole esta, a la que probablemente evitó durante gran parte de su vida de juventud. Las cosas cambian, sin embargo; a veces, de una forma tan gradual que uno ni siquiera lo nota, sobre todo los viejos cabrones como éstos. Si tiene paciencia y toma la precaución de congraciarse lo bastante con él, un tipo tan astuto como Busby siempre mantendrá el ascendiente sobre alguien tan lento como Sammy.

¿Y por qué no? Busby no representa una amenaza, no tiene nada que Sammy desee, aparte de noches robadas con mujeres solteras aburridas o solitarias, como mi madre. Entonces, a medida que el alcoholismo y la confusión de Sammy fueron en aumento, descubriría en Busby un extraño compañero. Deferente en un principio: Pronto volverás a estar en plena forma, Sammy; no se puede impedir que un tipo válido salga adelante, y tú siempre fuiste uno de los mejores, Sammy

Ahora, sin embargo, asoma ya el desprecio. Se aprecia en alguna que otra furtiva mirada desdeñosa, que Sammy no nota porque está demasiado aletargado y embotado por el alcohol. O en la esporádica pulla que atraviesa las capas amortiguadas de su conciencia, porque la aprobación de Busby se ha vuelto fundamental para Sammy, pues es ahora casi el único espectáculo positivo que le queda en esta ciudad.

Y veo en Busby y en Sammy lo jodidas que pueden llegar a estar las cosas cuando uno se hace responsable de otra persona, lo mucho que puede uno llegar a depender de ella. Donde pone Busby y Sammy, léase Skinner y Kibby. O también: todos y cada uno de los cabrones presentes en todos los tugurios de mala muerte de todas las ciudades y pueblos de este país. Todos aquellos que perdieron el tren, que no se tienen sino unos a otros, y a los que no les quedan sino tristes dramas llenos de asco y miedo sobre los que replegarse. Te puedes marcar un baile vacilón con alguien, pero siempre lo acabas pagando caro. Sobre todo cuando la música se acaba y os sumís en un abrazo tan profundo que no sois capaces de deshacerlo.

Aún no he cumplido los veinticuatro años y ya veo que la he cagado del todo. Eso me lo han enseñado mis dos maldiciones gemelas, Kibby y el alcoholismo. ¿Será el alcoholismo producto del bastardismo, o no es más que otra puta excusa? Debatan, debatan.

Pero tengo unas ganas tremendas de entrar ahí e invitar a una copa al viejo Busby y a Sammy, llevar a los vejetes a darse un garbeo por el pasado. Escuchar con entusiasmo, sí, con entusiasmo, babear a Sammy y ver cómo la gomosa boca del viejo Busby se pone aún más fláccida por efecto de la bebida a medida que va escupiendo secretos.

«Pues sí, podrías ser mi hijo perfectamente. Más o menos por aquel entonces me eché un casquete con tu madre. En aquella época era punki, además. ¡Acuérdate de ella, Sammy, menudo par de tetas! ¿No te la llegaste a tirar tú también? A ti siempre te gustaron los Slade, ¿no, Sammy? Noddy Holder. Cum On Feel The Noize. ¿Te acuerdas de ésa, Sammy? Squeeze Me Pleeze Me!

Permítanme que me ponga en pie y estrelle mi puño contra esa cara, contra esa retorcida boca gomosa que se ha librado a base de labia de mil puñetazos semejantes, y quedarme mirando cómo la dentadura o los últimos dientes salen disparados por todo el bar como balas. Pero no. Porque para eso tendría que tomarme yo mismo una copa, y sé que una nunca es suficiente y que mil son demasiadas.

Estoy salvando a Brian. Sacrificándome a mí mismo para salvarle a él, y no sólo por temor a la reciprocidad, amenaza bien real por lo demás. Se trata de algo más que del interés particular o del instinto de conservación. Sencillamente no quiero que muera; nunca lo quise. Porque no merece morir. Lo único que hizo fue ser un cabrito irritante y pelotillero. Lo único que quise hacer fue sacudirle una patada en el culo.

Pero el tirón —Dios Santo, qué puto tirón— es mucho más fuerte en la lúgubre Edina que en la soleada California. Una lata de lager. Una puta pinta fresquita nada más. Voy subiendo por el Walk, y paso ahora por delante del Lorne Bar. Después el Alhambra, con la puerta calzada para que no se cierre. En uno de los taburetes está sentado Duncan Stewart; veo el dorso de su cabeza afeitada. Cada bar que dejo atrás contiene una cara: un recuerdo, una historia y el esqueleto de una vida. Más que al alcohol, soy adicto a esa forma de vida, a esa cultura, a esa forma de relación social. Pero no puedo entrar y limitarme a beber agua o gaseosa. No puedo entrar. No puedo quedarme aquí, mientras la mano invisible de la expectación me conduce, me camela, me empuja y me impulsa en la misma dirección o direcciones. He vuelto sobre mis pasos y camino en la dirección por la que vine, bajando de nuevo por la calle. Porque está por todas partes. ¿Adónde va uno desde el pie del Walk? ¿Sube hasta llegar al Central, al Spey, etcétera, etcétera, o por Junction Street hasta Mac’s, el Tam O’ Shanter, Wilkies, etcétera, etcétera? ¿O quizá a Duke Street donde están el Wetherspoon’s o el Marksman, etcétera, etcétera? ¿O tal vez a Constitution Street, al bar de Yogi, aunque ya no sea suyo, o a Homes o a Nobles, etcétera, etcétera?

Está por todas partes.

Una buena pinta. Sí, ahí dentro sirven una buena pinta, hijo. ¡Una pinta que está de muerte! Contiene sirope, sulfítos, pirocarbonato de dietilo, benzoatos, potenciadores de espuma, amiloglucosidasa, betaglucano, alfa-acetolactato, decarboxilasa, estabilizadores, carbonatos. Quizá incluso contenga malta, lúpulo, levadura, agua y trigo. Quizá. Pero yo que tú no apostaría por ello.

Y está en todas putas partes.

Había sido una transformación asombrosa. Estaba incorporado en la cama y ya consumía sólidos. El nuevo hígado funcionaba de forma eficiente y, más importante aún, no había vuelto a haber más ataques nocturnos. Toda la plantilla médica y de enfermeros, hasta el último hombre, rehuían el empleo del término «curación», pero los rápidos progresos de Brian Kibby y los recursos de la Seguridad Social empleados al máximo de su capacidad fueron tales que el cirujano, el señor Boyce, estimaba que volvería a casa antes de que terminara la semana.

Joyce estaba encantada con la noticia, y era incapaz de recordar la última vez que se había sentido tan feliz. Sus oraciones habían sido atendidas. Su fe, que la muerte de Keith había hecho flaquear, y que la enfermedad de Brian había llevado muy cerca del punto de quiebra, había sobrevivido intacta, renovada incluso. Pero por naturaleza y por circunstancias la preocupación y el desasosiego estaban tan arraigados en su psique que sin ellos se sentía un tanto desprotegida. Brian Kibby, que conocía bien a su madre, vio que, a pesar de su júbilo, sobre el banquete planeaba un fantasma. «¿Qué pasa, mamá? ¿Hay algún problema?».

Su madre era consciente de que la pregunta de su hijo le había hecho dar un respingo, de modo que todo intento por disimular habría sido vano y temerario. «Hijo…, sé que me pediste que no sacara el tema», empezó ella con cautela, «pero se trata de Danny…, el señor Skinner, de la oficina. Tiene muchas ganas de visitarte».

El rostro de Brian Kibby se crispó de tal forma, hasta convertirse en una grotesca parodia de sí mismo, que Joyce Kibby se arrepintió de inmediato de su revelación. Incorporado rígidamente en la cama, pugnando por contenerse, miró a su madre con gesto inalterable, con una expresión hasta entonces inédita, que la dejó helada hasta el tuétano. «Le odio», dijo, «y no quiero que se me acerque para nada».

«¡Pero Brian!», chilló su madre. «Dan…, el señor Skinner estuvo telefoneando desde América durante todo el tiempo en que estuvo allí. ¡Todos los días le enviaba correos a esa chica tan maja del trabajo preguntando por ti!».

Ahora, por disgustado que estuviese con el modo en que su respuesta la había exasperado, le tocaba a Brian Kibby preocuparse por las reacciones de su madre. «No hablemos de Skinner. Sólo quiero ir a casa y estar solos los tres: tú, yo y Caroline», dijo, sin dejar de pensar en ningún momento: ¿Qué querrá Skinner de mi?