La librería es un local muy luminoso en forma de L en el interior de un moderno y pequeño centro comercial de Van Ness Avenue, una vía muy ancha y muy transitada con tendencia a los atascos que corta el centro de la ciudad en dos, el frío alfiler clavado en la mariposa. Sentí que tenía que poner las cartas sobre la mesa con Dorothy en lo relativo a la búsqueda de mi padre. A ella le emocionaron y le intrigaron mis revelaciones, y me contó que en una ocasión había cenado en el viejo restaurante de Tomlin. Tenía muchas ganas de venir conmigo, pero pensé que el primer encuentro entre Tomlin y un servidor debía tener lugar sólo entre nosotros dos.

Antes de marcharme hicimos el amor. Le comí el coño, trabajándole el agujero con la lengua, después los labios y luego el clítoris, prolongando las cosas, provocando un poco hasta que sentí que empujaba las caderas contra mi rostro y noté cómo la presión del dorso de su mano contra mi nuca aumentaba de forma exponencial. «Eres un jodido provocador», dijo ella, y creo que yo le dije algo así como «Mmmmmhhh» en respuesta, pero la mantuve en ebullición durante un rato más antes de hacer que se corriera repetidas veces, deleitándome con sus orgasmos como si éstos fuesen una ristra de perlas que estallasen una tras otra. Luego subí arriba y empecé a follarla hasta que ambos alcanzamos un orgasmo viscoso y enloquecido, prolongándolo hasta quedar agotados, yaciendo sobre la cama empapada en sudor. Se quedó flipada: la dejé embobada, farfullando como un borracho en la penumbra, tamizada por los postigos de estilo colonial. Se folla mucho mejor cuando se deja la priva, qué duda cabe. No sólo tiene que ver con poseer unos niveles de energía más altos; puesto que es la única forma de placer que queda, uno quiere que dure lo máximo, lo que significa que la chica tiene que tener montones de orgasmos antes de que te corras tú.

De hecho, yo sigo todavía un poco aturdido cuando me siento entre un público formado por gente mayor vestida como para asistir a una cena formal, apenas unos cincuenta o así. Hay una o dos amas de casa yuppies aburridas perdidas por ahí también. Sigo hojeando el ejemplar del libro de Tomlin que acabo de comprar, preocupado que te cagas por el rollo gay que rezuma.

Mis inquietantes especulaciones quedan truncadas cuando Tomlin aparece entre amables aplausos y se sienta en un gran sillón de cuero, acompañado por otro tío en otro sillón igual situado enfrente del suyo. El tipo se presenta como el gerente de la librería. Mientras escruto ávidamente y de arriba abajo a Tomlin, no puedo evitar sentir cierta desilusión. No basta ya con que sea mariposón, sino que además parece demasiado retaco para ser mi viejo. La foto del autor en la portada es evidentemente ancestral, y también resulta obvio que la caricatura del periódico se basa en ella. En el cabello negro y rizado del Tomlin actual —además de que empieza a escasear y a tener entradas— ya abundan las canas. Tiene un careto rubicundo iluminado por capilares reventados. O bien es un cocinero histérico y estresado con la presión alta, o es un habitual de la buena vida. En cualquier caso, desde luego no es el papi saludable, guay, moreno y bien conservado que yo imaginé.

Después de una presentación pelotillera por parte del gerente de la tienda, Tomlin se aproxima al atril para leer. Empieza de forma entrecortada y sin mucha confianza, pero no tarda en coger el ritmo, cumpliendo con mucho encanto a medida que se gana la simpatía del público. Habla durante mucho más tiempo de la cuenta para mi gusto, pero al llegar la sesión de ruegos y preguntas, Tomlin ya se ha convertido en el prototipo de reinona afectada e ingeniosa con sobredosis de Oscar Wilde.

En el libro no se habla demasiado de cocina. En buena parte se trata de unas memorias con un contenido sexual personal muy en primer plano; una versión bujarrona de las Pollas que he conocido de algún putón de los que salen en la página tres de cualquier periódico sensacionalista británico, sólo que contado con palabras de más de tres sílabas. Evidentemente, a mí lo que más me interesaba era lo que contaba del Archangel, en particular las siguientes líneas:

Aquel maravilloso antro de caos, cotilleo y perdición se convirtió en —y supongo que sigue siéndolo— mi hogar espiritual. Aprendí a cocinar y muchas otras cosas; mantuve relaciones carnales con el personal de cocina y barra de ambos sexos, de todas las edades y todas las razas.

Supongo que determinada punk de cabellos verdes figuraría entre esa gente. El caso es: ¿encajan las fechas? ¿Dónde estaba él y, más importante, a quién se estaba follando el domingo 20 de enero de 1980, nueve meses antes de que llegara al mundo Daniel Joseph Skinner?

Pese a la naturaleza del libro, las preguntas del público son prosaicas, y se centran en la selección de recetas y las mejores formas de preparar este o aquel plato, sin que nadie muestre particular interés por los detalles biográficos. Tomlin parece un poco decepcionado. ¿Qué espera el muy capullo? No es más que un cocinero; los capullos estos son unos vanidosos y se lo tienen supercreído, pero al fin y al cabo lo único que queremos de ellos es un poco de papeo en condiciones, joder. Lo que nos interesan son sus secretos culinarios, no sus secretos de alcoba, pese a que la única excepción presente en este auditorio sea yo. Gracias al cielo, la cosa se acaba pronto, pues Tomlin tiene un producto que colocar, y a casi cuarenta dólares cada uno, barato no es.

Me lo monto para ponerme al final de la fila (así es como los Septics llaman a las colas)[22] y le tiendo mi ejemplar para que me lo firme. Tomlin tiene un aspecto aún más cascado, más viejo y más bajito de cerca. No obstante, me mira con interés y brío al aceptar el libro proferido. Lleva un anillo de oro en el dedo con las iniciales G. W. T. «¿A quién se lo dedico?», pregunta, con un acento que parece una versión más gay y más pija del alcalde Quimby, el de Los Simpson.

«Conque firmes “para Danny”, vale», le digo yo.

«Guau», dice él, «acento escocés. Eres de Edimburgo, ¿verdad?».

Mi acento cautiva a la vieja locaza, y, después de aguantarle las obligadas y cutres imitaciones see-you-Jimmy[23], decidimos ir a tomar una copa. Me pide que le disculpe un momento mientras se comunica brevemente con el tío que presidía el evento. Yo echo un vistazo a unos cuantos libros durante un rato, hojeando la autobiografía de Jackie Chan. Después el cocinero bujarra se acerca y dice: «¿Listos para esa copa?».

Asiento y le sigo hacia la salida. Él gachó de la silla se despide de nosotros agitando la mano, y otro de los empleados de la tienda, que parece un hurón culeador del máximo calibre, hace otro tanto, dedicándome un mohín contrariado, como si acabara de levantarle a la novia. Tomlin sonríe y saluda a su vez mientras partimos, pero diciendo entre dientes: «¡Vaya un tonto del culo servil está hecho ese hombre!».

Al bajar por la Van Ness Avenue la cabeza me da vueltas. No logro entender cómo este hombre podría ser mi padre y al mismo tiempo no entiendo cómo no podría serlo.

Llevo varios meses con la sensación de que me ronda la muerte, y que el cerco se va estrechando. Temo que me esté volviendo como Moira Ormond y todas las demás chavalas del colegio que iban de rollo gótico a las que tanto detestaba. Leían demasiado a Sylvia Plath, escuchaban demasiado a Nick Cave y llevaban demasiada ropa negra. Eran mis enemigas; me pregunto qué clase de vida llevarán ahora. ¿Se trataba sólo de angustia adolescente o es que ellas ya eran conscientes entonces de aquello de lo que yo me estoy enterando ahora, a saber, de tanta muerte y tanta descomposición? Sin duda algunos chavales sufren la experiencia de la pérdida durante la adolescencia y tiene que afectarles. Ojalá me hubiera tomado yo la molestia de averiguarlo antes de mostrarme tan displicente.

Cuando pienso en Moira, en la extraña belleza de sus ojos luminosos, en la imperturbable determinación con la que hacía caso omiso de los malos tratos que le prodigábamos, siento una terrible ansiedad que me sube desde la boca del estómago, me recorre la columna vertebral y se extiende por mi espalda como un sarpullido tembloroso. Me dan ganas de ponerme en contacto con ella, disculparme y decirle que ahora lo entiendo, aunque lo más probable es que me mirara con cara de no comprender o se riera en mis narices. No me merecería otra cosa.

A la entrada del hospital hay dos camilleros fumando, uno mayor y corpulento, el otro más joven y más delgado. Al ver que me acerco lucen grandes sonrisas, pero se diría que les contagio mi tristeza porque enseguida se les ensombrece el gesto. Soy como una plaga de desesperación. Las desgracias nunca vienen solas, e ir a ver a mi hermano me da pavor.

Mis zapatos traquetean sobre el suelo de un modo casi indecente, contrastando con el silencio fúnebre del pabellón. Lo primero que me alivia es ver que mi hermano sigue vivo. Y está mejor; la presión de la muerte parece haberse aflojado un poquitín. Ahora, mientras me arrimo a su cama, veo que tiene los ojos abiertos. Al principio pensé que eran los míos que me engañaban, pero no, me mira directamente, observándome de una forma casi astuta, cómplice. Sigue estando conectado a tubos que salen y entran de él, y no puede hablar por la mascarilla que lleva adherida a la cara con cinta, pero me guiña el ojo y su mirada rebosa fuerza, esperanza y una vitalidad que no le había visto en mucho tiempo.

Encuentro su mano bajo la ropa de cama y se la aprieto. Él aprieta a su vez la mía. ¡Sí, aprieta con fuerza! Quizá me esté aferrando a un clavo ardiendo, pero… ¡no es el apretón de manos de alguien que se esté muriendo! Ahora sonrío, sin fijarme en las lágrimas que tengo en los ojos hasta que empiezan a rodarme por las mejillas. Le sonrío de oreja a oreja y, aclarándome la garganta, le digo: «Hola, Bri. Bienvenido a casa».