Un asmático recepcionista de la Europa oriental, moviéndose con pesadez, me acompaña hasta mi habitación. Al abrirse la puerta, se confirman mis sospechas de que todo esto es un gran error y que no aguantaré unos cuantos días por aquí sin bebida ni drogas. La habitación mide tres metros por tres, con una alfombra raída que huele a meados, un lavabo, una cajonera y una cama con un colchón tan fino como una oblea, que chirría sobre los muelles de un somier oxidados por la orina.

Con todo, este hediondo antro infestado de ratas es el hotel más barato que he podido encontrar. Está situado en la calle Seis, justo al lado de Market Street, así que al menos es céntrico, pese a estar ubicado en una zona llena de albergues para vagabundos y tiendas de vino y licores baratos.

Nada más acostarme me quedo frito, sumido en ensoñaciones alucinógenas pero desagradables: montones de mierda, prosaicos sueños de autobuses que se escapan, intentos de encontrar retretes y descifrar los resultados deportivos a partir de periódicos redactados en caracteres jeroglíficos.

Pero al día siguiente me siento más animado y me levanto temprano para salir de este lugar de mala muerte y recorrer las calles de San Francisco. Por aquí hay montones de borrachines, yonquis y desequilibrados, desesperados por establecer contacto visual y arrastrarte a sus dramas existenciales, sin duda con la intención de recaudar una módica suma a cambio de dejarte en paz. Caelum non animum mutant qui trans mare currunt. Que le den a ese rollo; bastantes problemas tengo como para encima aparentar interés por la cuestión borrachina.

Me dirijo al distrito de Mission, donde desayuno en una crêperie. Después voy a Castro, y luego a Haight-Ashbury antes de regresar a Lower Haight, donde paro en un pub de estilo británico a tomar unas empanadillas con patatas fritas. De repente, consciente de las necesidades de Kibby, las dejo y me paso a una cafetería a la americana, donde como algo de pollo a la parrilla con ensalada pero sin aliño.

Curioseo en una librería de viejo, donde encuentro un raro ejemplar en folletín de los primeros poemas de Arnulf Overland en inglés. Si estuviera en Edimburgo, me deleitaría con esto; me pasaría montones de veladas moribundas con una botella de whisky leyéndolos, recitándolos una y otra vez hasta lanzarme a la noche, a los clubs, con grandes planes para todo dios. Aquí, sin embargo, al sol de California, los veo como lo que son: unos versos völkisch bastante conmovedores, proalemanes en un estilo postratado de Versalles, del tipo «nos robaron». Resulta curioso pensar que el pobre Overland acabó en un campo de concentración nazi. Quizá aquí no tenga demasiado sentido, pero en casa, donde algún que otro depresivo pagará una pasta por ellos, sí lo tendrá. El muy cretino me lo vende por tres dólares: podría haberse sacado un buen dinerito en eBay.

Animado por mi buena fortuna, encuentro un cibercafé-restaurante llamado Click Ass. Es un garito japonés y aunque el escocés que llevo dentro se muere de ganas de hincarle el diente a la tempura debido a sus cualidades de fritanga en abundante aceite, me conformo con el colocón proteínico del sashimi. La chica que sirve, con cabello negro que le llega hasta el cuello y gafas, y un cuerpo largo y esbelto, parece muy tranquila. Los tíos siempre andan hablando sin parar de las curvas de las tías, y la verdad es que las curvas mandan, pero lo que a mí me gusta en una chica son las buenas líneas; una espalda recta, como las de los púgiles aficionados de la vieja escuela. Salir con una japonesa molaría, ¿que no? Le sonrío, y su rostro es tan hermoso como un cuadro aunque, por desgracia, igual de inmóvil.

Cuando compruebo mis correos electrónicos veo que es todo correo basura; desconcertado, me doy cuenta de que apenas hace nada que salí de Edimburgo, aunque con el vuelo y el huso horario parece que hubieran pasado siglos. Busco las reuniones de AA de San Francisco en la web. ¡Hay páginas enteras de ellas y las hay por todas partes, todos los días! Selecciono una de Marina, porque parece un barrio pijo, y me encamino hacia allí. Sencillamente no puedo soportar la perspectiva de oír los relatos de los borrachines de los bajos fondos. Para esa mierda me vuelvo a Junction Street.

Al menos mis andanzas me han permitido hacerme alguna idea acerca de la ciudad y de su gente. Los habitantes de San Francisco parecen dividirse grosso modo en tres categorías. Están los ricos (casi siempre blancos) con su tiempo de ocio, sus comidas agradables, sus gimnasios y sus entrenadores personales, por lo general esbeltos y en forma. Luego están los pobres (habitualmente latinos o negros), que tienden a ser gordísimos, pues sólo pueden permitirse comprar alimentos preparados y comida rápida de las cadenas, muy adictivos y repletos de calorías. El tercer grupo es el de los sin techo, en su mayoría negros, pero entre los cuales hay algún que otro blanco y latino (aunque no demasiados), quienes, una vez más, suelen ser muy delgados, porque ni siquiera pueden permitirse la mierda de la que se alimentan los pobres.

La reunión se celebra en lo que parece un viejo edificio público, como si estuviera pensado para ser una biblioteca pero en la que no hay libros. Es una especie de centro cívico. Es más viejo que la mayoría de construcciones de la zona, pero parece bien conservado. Recorro lo que parece una sala de suelo de hormigón, cosa poco habitual en San Fran, pues a cuenta de los terremotos los edificios suelen ser de madera. Está bordeado a ambos lados por plantas metidas en macetas. Tras atravesar dos puertas giratorias llego a una sala con paneles de madera llena de gente con las sillas dispuestas en un semicírculo. Un tipo con aspecto de ser de Oriente Medio, de ojos y cabello oscuros y sin afeitar me hace un gesto con la cabeza, indicándome algunos de los asientos libres. El resto de los presentes apenas toma nota de mi presencia.

El sitio está lleno de tipos evidentemente acaudalados, ejecutivos jóvenes y tal, todos ellos con aspecto de ser bastante WASP[19]. El moderador es el que más pinta étnica tiene. Tomo asiento entre un gachó trajeado y una chavala más o menos de mi edad. Me fijo en que lleva una camiseta roja y blanca y que no lleva sostén. Lleva estampada la palabra GALVANIZE. Tiene una nariz prominente, que asoma de entre un pelo largo, negro y rizado. Al fijarme más de cerca veo que tiene un aspecto un tanto mediterráneo, latino incluso. El tío es un yuppy anodino: cabello corto, traje azul oscuro, gafas y zapatos negros lustrosos. Me conmocionaría tremendamente si en el transcurso de nuestras existencias él y yo llegásemos a intercambiar una sola palabra significativa.

La gente se levanta y suelta las habituales historias de mala suerte, que me resulta difícil seguir porque tengo los oídos taponados, aunque oigo a la chica esta bufando esporádicamente cosas como «chorradas» o «venga ya» entre dientes. Como soy un chico de Leith criado por una madre punki, ese género de conducta me impresiona desmesuradamente. Durante la pausa del café, veo que está sola así que la abordo: «No parece que esto te impresione demasiado», le digo con una sonrisa.

Ella me mira un momento, se lleva el café a los labios y se encoge de hombros. «Es más barato que la rehabilitación, más no se puede decir, pero hay que tragar con todos los mamoneos fundamentalistas».

«¿Qué quieres decir?».

«El rollo santurrón, pero también la mierda esa de la abstinencia de por vida. Quiero decir, que sí, vale, admito que me salí de madre con la bebida. Pero en algún momento, en cuanto tenga la cosa controlada, volveré a beber. Una sola copa no es una cuestión de vida o muerte».

«Sí que lo es», le digo yo.

«¡Ay, qué asco!», exclama ella, y me fijo en que tiene un rostro un tanto cuadrado pero agradable, y me gustan sus ojos verdes y su boca fina. «¿De verdad tienes tantas ganas de que Jesucristo ande metido hasta ese punto en tu vida?».

Se me aparece una visión de Kibby en la cruz. Después pienso en el vídeo porno de Traynor, La resurrección de Nuestro Señor, seguramente porque esta chica se parece un poco a la tía que interpretaba a la amiga de María Magdalena en la escena del trío. Se me escapa una risita involuntaria. «Quiero excluir de mi vida al alcohol», le explico, recomponiéndome.

«Pues tú mira a ver que en el mismo paquete no te metan a Jesús; así funciona la cosa con estos anormales. Sustituyen una dependencia por otra».

Pues sí, en la peli esa sí que le metían en el paquete al pobre cabrón de Jesús. ¡Fue cuando le atravesaban con uno de los clavos de la cruz! ¡Ay, qué dolor! Frunzo los labios y resoplo sólo de pensarlo. «Por ahí sí que no paso», le hago saber.

«Hay que andarse con ojo», me cuenta, lanzando una mirada nerviosa alrededor.

Estoy pensando que en este lugar me hacen falta amistades, y me encajaría muy bien que fueran sobrias y femeninas. «Oye, hablando de dependencias», le digo, agitando el vasito de poliestireno, «este café es una porquería. ¿Te apetece ir a tomar uno a algún sitio en condiciones cuando termine el espectáculo?».

Ella enarca las cejas y me mira de modo desafiante: «¿Pretendes ligar conmigo?».

«Esto…, yo soy escocés. La verdad es que allí no hacemos esas cosas…, quiero decir que, en mi cultura, los miembros del sexo opuesto pueden relacionarse sin necesidad de que se trate de un pretexto para otras cosas», le miento.

Ella sopesa esta gilipollez durante un momento y dice: «Vale, me mola». Sonríe y yo noto una pequeña palpitación en el estómago. ¡De puta madre! «Tienes un acento bastante guapo. Nunca he estado en Escocia», me cuenta.

«Es un país muy hermoso que bien merece una visita», sostengo en un petulante arrebato de orgullo patrio en el instante en que vuelve a empezar la reunión. «Por cierto, yo me llamo Danny».

«Yo, Dorothy», dice ella, mientras tomamos posiciones para presenciar el segundo asalto.

Los relatos siguen siendo igual de inquietantes, pero de vez en cuando Dorothy y yo nos miramos el uno al otro y ponemos caras, por lo general como respuesta a algunos de los comentarios más banales de los asistentes. Sólo soy vagamente consciente de lo que sucede en el resto de la habitación hasta que noto un pequeño estallido en mi oído, seguido por una sensación de calor y humedad, como si sangrara. Cuando me llevo la mano a la fuente noto cómo una porquería caliente se me escurre sobre los dedos. Sumido en el pánico, el corazón me palpita apresuradamente, pues temo que se me estén derritiendo los sesos, pero sólo es cerumen. Me lo limpio subrepticiamente bajo la silla. Disculpándome, voy al lavabo, donde me lavo el oído y ese lado de la cara hasta que desaparece el olor a cera. Echo una meada; tiene el mismo color y consistencia que la cera.

¡Fusión!

Inquieto, regreso. Al menos ahora oigo lo que sucede. Después, tras la oración para pedir serenidad, salimos fuera juntos. Parece que he hecho una nueva amiga, ¡y por mí estupendo!

«¿Tienes coche?», pregunta ella.

«No, llegué aquí ayer. Estoy en un hotel cutre de la calle Seis», le cuento, quizá imprudentemente.

«Dios, más cutre imposible», dice ella, encendiendo un cigarrillo. «El mío está aquí mismo», dice, señalando un elegante descapotable blanco. «Salgamos de este barrio».

Nos subimos al bólido y nos largamos. La nariz ganchuda de Dorothy asoma de perfil entre esa greñuda masa de cabello negro.

Guipo todos los bares estos de la calle Dieciséis mientras nos adentramos en el distrito de Mission. Todos y cada uno de ellos parecen invitar a entrar. Joder, menos mal que a mi lado tengo a una alcohólica en rehabilitación. «En esta ciudad, aparcar es cosa de locos», dice ella con un aire de intensa concentración, introduciéndose en un espacio disponible en cuanto sale otro coche. En la vida había visto a una tía dar marcha atrás de esa forma.

Al salir del coche nos para una gente del Socialist Workers Party que protestan por la guerra en Irak. Ni siquiera sabía que en Estados Unidos hubiera socialistas revolucionarios. «Bush es el eje del mal», aulla dirigiéndose a nosotros una chica menuda y delgada, mientras un tío que está junto a ella me tiende con gesto fervoroso una octavilla.

«A mí Bush me gusta», les suelto, aguardando a que arruguen el gesto con cara de asco antes de rematar la gracia, «al que no soporto es al cabrón ese de la Casa Blanca»[20].

Dorothy sacude la cabeza y me aparta de los desconcertados vendedores de periódicos. «Aquí no puedes decir esas cosas», dice ella mientras bajamos por la calle.

«Sí que puedo. San Francisco es una ciudad muy liberal pero aun así tendrá que haber gente a la que le caiga bien Bush. A ver, que no es mi caso, yo odio a todos los políticos. Son todos unos cabrones».

«No…, has vuelto a emplear esa palabra».

Por lo visto, aquí es más ofensivo emplear esa palabra que comprar una pistola. Decido que ya he cometido suficientes meteduras de pata para un día y que voy a tratar de mantener cerrada mi bocaza.

Entramos en la cafetería. Es oscura y tiene un suelo de madera dura; está provista de una colección de sillones y mesas bajas, lo que le proporciona un aspecto destartalado pero ligeramente decadente. «Bonito lugar», digo yo.

«Sí, Gavin y yo…, mi ex, solíamos venir aquí cuando vivíamos en este barrio».

Me parece captar cierto tufillo a despecho. Sin duda yo desprendo idéntica fragancia. Bueno, con Kay no del todo, porque al menos Shannon y yo nos utilizamos el uno al otro como amortiguadores. A decir verdad, últimamente he reventado unos cuantos amortiguadores. Miro a Dorothy pensando que resulta extrañísimo estar sentado con alguien sin beber más que café. ¡Con una chavala y fuera del horario de curro! Impensable en Edimburgo, al menos en esta etapa de la relación. El aroma del café es agradable y sabe fuerte y amargo.

Luego nos vamos a comer algo a un restaurante mexicano de la calle Valencia llamado Puerto Allegrie. Está muy concurrido y la comida es estupenda. Dorothy me cuenta que se apellida Cominsky y que es polaca por parte de padre y guatemalteca por parte de madre. «¿Y tú qué?».

«Eh, hasta donde yo sé es escocés del montón. Si hay algo más de por medio, probablemente no será nada más exótico que irlandés o inglés. La verdad es que en Escocia no prestamos demasiada atención a los orígenes étnicos. Al menos a los nuestros. A la gente de fuera, como los solicitantes de asilo, solemos hacérselas pasar canutas por ser diferentes».

Pienso en Kibby y en la gente como él. A ellos sí que se las hacemos pasar canutas por ser diferentes, sobre todo cuando somos matones depresivos y alcohólicos que nos odiamos a nosotros mismos. Pero lo decisivo es que también somos otras cosas. Podemos ser mejores.

Dios, qué raro resulta estar sentado con una chica sin alcohol ni drogas con los que desinhibirse. Dorothy y yo estamos sentados en ángulo, sin una mesa que nos separe. Pero tener la cabeza despejada también sienta bien. ¿Y cuánto hará que no siento ese relámpago de fuego alcohólico rancio en las entrañas, abrasándome desde el gaznate hasta las tripas?

«Te veo meditabundo», dice ella.

«Yo a ti también».

«Te digo lo que estoy pensando si lo haces tú antes».

«Vale», digo, suponiendo que sé por dónde van los tiros. «Estaba pensando que si hubiésemos estado en un bar y nos hubiésemos tomado un par de copas para relajarnos, probablemente habría intentado besarte».

«Qué bonito», dice ella, inclinándose ligeramente hacia mí. No necesito mayores invitaciones y cierro el hueco restante; nos morreamos un rato. Pienso: joder, mira tú qué fácil. ¡La de veces que he tenido que medio embolingarme y apoquinar una media de seis Bacardís para llegar a este punto! Joder, vaya desperdicio. Cuando nos separamos para tomar aire pregunto: «¿Y tú en qué pensabas?».

Ella sonríe; en su mirada flota algo sereno y comedido: «Pensaba que estaría guay que nos diéramos el lote».

Dorothy me lleva, atravesando el Golden Gate Bridge, a un sitio llamado Sausalito. Dejamos el coche en un área de descanso y vemos la puesta de sol. Pronto averiguo que «darse el lote» es un término genérico en el que está incluido morrearse pero que se queda a las puertas de follar, aunque por un minuto pensé que ya estaba allí, pues fue fácil acceder a ambas tetas, estando sin sostén como estaban. De todos modos, no tengo prisa, y estoy contento con un juego más a largo plazo. Un caballero nunca debe tratar de meterla en la primera cita. (Salvo que no tenga intención de que haya una segunda). Seguro que esa regla cultural es universal.

Sólo cuando ella me deja en el hotel tengo la impresión de que mi suerte ha cambiado decididamente para mejor. Mientras una pareja de borrachines da persistentes toquecitos en la ventanilla del coche y una mujer con unas piernas hinchadas como globos empuja un carrito de la compra con todos sus bienes terrenales delante de nosotros, Dorothy se vuelve hacia mí y me dice: «Por Dios, no puedes quedarte aquí».

«Debería tratar de buscar otro sitio mañana, pero es que acusaba un poco el desfase horario y no pensaba con claridad. Pero por esta noche estaré bien», le digo.

«Ni de coña». Dorothy sacude la cabeza y se baja del bordillo mientras uno de los borrachines le grita no sé qué acerca del Vietnam y de las zorras yuppies y ella le muestra a su vez el dedo corazón. «Gilipollas de mierda. Ni que yo le hubiera pedido que fuera a ninguna jodida guerra», dice ella, poniendo mala cara antes de llevarme a su queo en Haight-Ashbury.

El edificio me recuerda al lugar de donde procede la amiga de mi madre, Trina, esa parte del barrio de Pilton que llaman las casas suecas. Está construido con el mismo ancho de madera y hasta está pintado del mismo color gris en el que estaban pintadas las cuevas esas de Pilton. Queda la hostia de mejor en la soleada California que allá en casa. Afortunadamente, algún cerebrín del ayuntamiento cayó en la cuenta de que pintar de gris todas las moradas de un área de vivienda protegida escocesa quizá no fuera el mejor modo de subirle la moral a los lugareños y creo que ahora están todas acabadas en colores luminosos. Ya en el interior, el queo de Dorothy es asombroso; las habitaciones tienen techos altos y están pintadas con unos tonos atrevidos e intensos, aunque en realidad sólo llego a ver el dormitorio y los impresionantes armarios empotrados provistos de rendijas de ventilación de éste, pues me agarra allí mismo y me echa un polvo de alucinar.

Normalmente después de un buen polvo me quedo sobado enseguida; nunca he sido muy dado a las indagaciones poscoito, pero entre el desfase horario, la emoción y el enorme burrito de pollo que llevo en las tripas, sencillamente no logro conciliar el sueño. No puedo dejar de pensar, mientras veo dormir profundamente a Dorothy, que éste es un triunfo del carajo para un tal Daniel Skinner, natural del puerto de Leith y jefe de sección del ayuntamiento de Edimburgo.

Me asomo a la ventana de su queo en Upper Haight, que da a Castro y a Twin Peaks. Luego me levanto un rato y veo un poco de televisión, quedándome maravillado ante la cantidad de canales que hay, todos ellos rebosantes de mierda pura. Pronto noto el tirón del sueño y vuelvo a meterme en cama con Dorothy. Ella se despereza, yo la beso, y luego se enrosca a mi alrededor. Tengo la impresión de que no le urge nada que me marche a otro lado, y por mi parte debo reconocer que a mí tampoco.

Por la mañana desayunamos, y luego Dorothy se marcha a su empleo en el centro. Lleva un servicio de consultoría de software, Dot Com Solutions[21]. Ya he decidido que ella me gusta un montón. Posee una confianza en sí misma muy americana, y una forma de estar en el mundo atractiva, no es tan picajosa ni sarcástica —o pura y simplemente depresiva— como la de muchas mujeres británicas, pero sin tragar con gilipolleces tampoco. Me gusta ese estilo: polémico pero analítico, en lugar de agresivo. En Gran Bretaña tendemos a faltarle al respeto a la otra persona en cuanto obtenemos la supremacía sobre ella. Joder, somos incapaces de no canturrear que vamos ganando cuando con un poquitín de decencia y de humildad podríamos…

Cabrón.

Espero que Brian Kibby esté cantando cual alondra. Consciente de la diferencia horaria, salgo a la calle y compro una tarjeta telefónica para llamadas internacionales, pensando que utilizar el teléfono de Dorothy sería abusar un poco. Tarda un huevo; hay que marcar como unos novecientos dígitos. Finalmente, consigo hablar con la oficina en Edimburgo y pido que me pasen con la extensión de Shannon.

«Shan, aquí Danny».

«¡Danny! ¿Qué tal por California?».

«Estupendo. Me lo estoy pasando de cine. ¿Qué tal está Brian? ¿Alguna novedad?».

«Por lo que yo sé, en este momento debe estar bajo el bisturí».

Mientras escucho esas palabras, siento que un dolor desgarrador me recorre la espalda. Noto como un desvanecimiento, una sensación de náusea en el estómago, y el auricular que sostengo se me desliza de las manos, cubiertas de sudor. «Shan…, me estoy quedando sin saldo…, te mandaré un correo…, ciao…, ciao…».

Oigo su preocupada despedida mientras me desplomo sobre la acera, con la sensación de que el cuerpo me pesa y la cabeza dándome vueltas. Me quedo gimiendo durante un rato, incapaz de hablar y sin que nadie se detenga para ayudarme. Estoy inmovilizado por completo; lo único que soy capaz de hacer es entornar los ojos bajo el cálido sol californiano que me da en plena cara y tratar de respirar pausadamente.

Cierro los ojos y tengo la impresión de estar sumiéndome en la nada.

Hace tanto frío, y tiemblo en esta bata sobre la camilla mientras me conducen a la antecámara del quirófano. El anestesista me dice que haga una cuenta atrás a partir de diez. Pero se diría que la cosa esta no tiene efecto alguno sobre mí: ¡tiemblo de nerviosismo, incluso durante la medicación previa, la cual se supone que tendría que relajarme! ¡Y no parece él! ¡No parece que el que está detrás de esa mascarilla sea el doctor Boyce!

«Doctor…».

«Tranquilo», me suelta. «Tú cuenta. Diez».

Nueve.

Ocho.

Siete.

Seis.

Cin…

Estoy cerca, en Featherhall; acabo de pasar por el parque, y estoy a punto de subir las escaleras de casa cuando veo que Angela Henderson me está mirando. Tiene aspecto de haber estado llorando. «Creía que éramos amigos», me dice.

No eres buena chica. Eres mala y me han advertido que me mantuviera lejos de las de tu calaña.

Pero a veces parece agradable.

Angela está llorando; se vuelve y se aleja de mí. Me fijo en la cabeza inclinada, la rebeca azul, la falda a cuadros y los leotardos con ese dibujo que repta por la cara exterior del muslo.

Trato de salir tras ella pero oigo una voz y tropiezo y me caigo.

NO ERES NADIE, KIBBY.

No es cierto que no sea nadie…

No es…

No…

Pero caigo a toda prisa en un vacío, entre la nada…, ahora no sé dónde estoy. No es mi casa, es la nada y sigo cayendo…

… de pronto el aire que me rodea parece espesarse hasta adquirir primero una consistencia gaseosa, luego se convierte en humedad y después en líquido, el cual se convierte a su vez en una sustancia con la consistencia del jarabe, que aminora la velocidad de mi descenso; entonces tengo la impresión de haber topado con un suelo de cristal, pero éste empieza a ceder y vuelvo a coger velocidad; cada vez que trato de cerrar los ojos no puedo, no paro de ver objetos y personas, rostros que pasan volando a toda velocidad, y voy a estrellarme contra algo y hacerme añicos como un cristal quebrado…

… y me preparo con todas las fibras de mi ser para el impacto antes de darme cuenta de que algo ralentiza mi caída una vez más…

Experimento una sensación de náusea a mi alrededor, en mi interior…

Me he ido. Sé que es así…

A algún lugar tan lejano que jamás volveré.

Demasiado lejos. Demasiado tarde.

Quiero volver a casa.

Luego oigo una voz. Parece proceder de dentro de mi cabeza pero no es mi voz, no son mis pensamientos. Pienso que no quiero saber nada de esto, que no quiero estar aquí, que quiero a mi mamá, a mi hermana…, a mi padre; quiero que las cosas sean como antes…

Suena como la voz de mi padre.

No se parece a él porque no hay nada a lo que parecerse, pero es él. Me dice que resista y que todo saldrá bien y que Caz y mamá me necesitan.

Resistiré. Aguantaré.

Era uno de los tres grandes crematorios municipales de la ciudad. Como los otros dos, albergaba una capilla, un jardín del recuerdo y un pequeño cementerio. El sol había estado brillando con fuerza pero acababa de ocultarse detrás de una nube; de pronto Beverly Skinner sintió frío. Levantó la vista, tratando de seguir la trayectoria de la nube y esperando que reapareciera el sol.

Depositó el ramo de flores en la tumba, sobre la sencilla lápida que en tantas ocasiones había visitado, siempre en secreto y en solitario. E incluso después de transcurrido todo aquel tiempo, las lágrimas fluían con facilidad. No era natural, no estaba bien; en aquel entonces ella no era más que una niña. Pero él había sido un tío tan estupendo, y fue horrible que las cosas acabaran como lo hicieron. ¿Podría ella haberles ahorrado a todos este dolor de haberle perdonado sin más, ahí mismo? Ojalá ella no se hubiera liado con…

No.

Ahora era demasiado tarde, pensó, bajando la vista para mirar la lápida.

DONALD GEOFFREY ALEXANDER

12 JULIO 1962 - 25 DICIEMBRE 1981

Volvió a levantar la vista hacia las nubes y pensó en su hijo. Dondequiera que estuviese, rogó por que estuviese sano y salvo, y que la perdonase. La nube que ocultaba el sol parecía estar disipándose y dispersándose, pero al mirar al norte se fijó en que en el horizonte asomaban ya otras, más oscuras y más tempestuosas.

Me asomo sobre Potrero Hill y veo aproximarse unas nubes oscuras. Lo más probable es que mientras aquí disfrutamos del sol, allí llueva intensamente. Microclima. Me encanta la luz de este sitio; tiene mucho movimiento; pulula, titila y cae a chorro, ganándose el papel de protagonista principal de los dramas en constante despliegue de la ciudad. Y no es que yo llegue a participar en ellos; con los puñeteros turnos que hago, nunca veo luz suficiente.

Paul siempre dice que echo demasiadas horas, y lo único que puedo hacer es recordarle que soy chef. Los chefs trabajan mientras los demás se divierten. Y ahora él se va y a mí me publican un libro.

Un amante o un libro, una vida o una carrera profesional.

Nunca se plantea uno la vida en esos términos. Parece posible diferir las opciones durante un tiempo pero siempre acaban pudiendo más que tú. Después te das cuenta de que, sin que esa fuera tu intención, ya habías elegido.

Ahora he de dejar mi cocina en manos de Luis, no para ir a Key West con Paul, sino para salir de gira y promocionar el libro. ¡Salid y promocionad a Greg Tomlin! A mí no me interesaba demasiado Greg Tomlin en televisión ni Greg Tomlin en los libros; lo único que siempre quise hacer fue cocinar. Pero ahora eso es lo que hago: presentar y publicar. ¿Por qué no bastará con preparar comida con la que la gente quiera venir a disfrutar, además de llevar mi propia cocina?

Porque algo te sucede cuando estás muy solicitado. Ya no soportas la idea de llegar a dejar de estarlo. De manera que haces lo que quieren que hagas.

Y mi cocina y mi dormitorio se desintegran a mi alrededor, a medida que mi sonrisa se amplía y mi corazón se vacía.

Estoy en una cama mullida. Un lecho hecho de mis propios huesos, que parecen haberse fundido y fusionado con el colchón. Salvo por algo que me cubre la entrepierna me siento desnudo. Kay está sobre mí, de pie, vestida únicamente con aquella minifalda de color gris que siempre me gustó. Se sube la falda; veo que se ha afeitado el vello púbico…, no, depilado a la cera, terso, en plan estrella porno. «Nunca te lo afeitaste…, ni siquiera cuando te lo pedí», le digo en voz ronca, pero ella se lleva el dedo a los labios y me dice: «Chisst…, secretos…». Después se inclina sobre mí apretando su largo cabello negro y sus pechos firmes y pequeños contra mi rostro como una especie de inundación de sensualidad…, bajo el sol huele a fresco y a calor…

Oigo ruidos y bizqueo un poco antes de abrir los ojos del todo; la luz dorada me ciega.

Me encuentro sobre el pavimento, donde he estado dormitando como un borrachín ahito de priva y agotado por la falta de cabezaditas. Consigo incorporarme a duras penas. Quizá haya sido el desfase horario, quizá el calor. O, cosa más probable, la abstinencia de priva haciéndose sentir por fin, o todo a la vez. Quizá aquí no tenga a Kibby a mano para tragar con toda la mierda; quizá esté fuera de mi radio de acción.

A pesar del calor, tengo frío y tiemblo. Llego tambaleándome hasta la calle principal, donde paro un taxi y vuelvo a casa de Dorothy. Me siento débil durante el resto del día y me quedo tumbado en el sofá, hojeando el San Francisco Chronicle y haciendo zapping entre unos seiscientos canales de mierda; lo mejor que encuentro es Changing Rooms, en BBC America 163. Menos mal que Dorothy vuelve a casa temprano, aunque se va de cabeza hacia el pequeño despacho del fondo. «Tengo que ocuparme de unos asuntillos, cariño», me dice a modo de semidisculpa, como si yo ya fuera la parte integrante de este queo en la que sin duda aspiro a convertirme.

«Tranqui, nena», le digo, guiñándole un ojo con una sonrisa de oreja a oreja, sin dejar traslucir la sensación de náusea que llevo a cuestas. Finalmente me levanto y salgo a la galería para que me dé un poco el aire. Como calculo que podría andar bajo de azúcar en sangre, vuelvo adentro y me sirvo un zumo de naranja, hago un poco de café, tuesto un bagel, que me como con un plátano y un poco crema de cacahuete. Después retiro una parte de la crema de cacahuete, pues tiene un elevadísimo contenido en grasa y en estos momentos eso podría no ser beneficioso para nuestro amigo el señor Kibby. De repente, pensando en la cafeína, le llevo el café directamente a Dorothy.

«Eres un cielo, cariño», dice ella, «éste es el combustible que yo necesito», me informa antes de regresar a la pantalla.

Capto la indirecta y me marcho, continúo comiendo y pienso en Brian Kibby, en cómo, incluso aquí, del otro lado del charco, sigo teniendo su destino en mis manos. O quizá no. Quizá el poder dañino del maleficio realmente sea más débil estando aquí, o quizá esté por completo fuera de mi radio de acción. Ojos que no ven, corazón que no siente. Quizá mi futuro esté aquí en San Francisco, con Dot Cominsky.

Estoy sentado ante la mesa de mármol, hojeando el periódico, con la esperanza de que mi lánguido cuerpo recobre algo de vitalidad. Al llegar a la sección de reseñas literarias, veo una fascinante caricatura ¡y no lo puedo creer! Es un hombre tocado con un gorro de cocinero, bajo el cual asoma un oscuro rizo que le atraviesa la frente. Tiene dos cejas negras, una barbilla en punta y un bigote de pantomima a lo Pierre Nodoyuna.

Podría ser…

Hostia puta.

Me siento vigorizado al instante. Es Greg Tomlin, lo supe antes de mirar el encabezamiento y los subtítulos, que anuncian una página entera dedicada a reseñar su nuevo libro. ¡Este cabrón tiene que ser mi viejo! ¡Lo sé! Al final del artículo dice que mañana por la noche va a realizar una firma de ejemplares en un local del centro. ¡Allí estaré!