Foy seccionó el hígado salteado con el cuchillo como si fuera mantequilla. Llevándose el tenedor a la boca, dejó que la suculenta carne se disolviera parcialmente en el paladar. El sabor y la consistencia de la misma evocaban la dulzura de la miel. Foy levantó la copa de robusto Cabernet Sauvignon del valle de Napa, llenándose las fosas nasales con su aroma. El jefe de sección municipal vivía para momentos como aquel, para desplegar los sentidos por el puro arte de vivir el momento. Para él no tenían precio. Pero por más que se esforzó, Robert Foy no pudo mostrarse indiferente ante la noticia bomba que su amigo, sentado delante de él, acababa de transmitirle.
«Lo digo en serio, Bob», dijo Skinner, echándole un vistazo a su maletín, en el suelo.
Depositando de nuevo la copa sobre la mesa, Foy suspiró y se quitó la máscara de satisfacción. En el vacío así creado se instaló rápidamente una expresión circunspecta, forzando la deriva meridional de sus pesados rasgos. «Danny…, yo me siento igual, un día sí y otro no. Consúltalo con la almohada, al menos».
Fue como si no hubiera dicho nada; Skinner rebuscó en el maletín y sacó un sobre. «Aquí está todo».
Foy enarcó las cejas, hizo una mueca y cogió el sobre de color beige que Skinner había colocado delante de él, abriéndolo y leyendo la carta adjunta. «Dios mío, hablas en serio», concluyó por fin. «Estás dimitiendo de verdad. Supongo que ya le habrás enviado copia a Cooper, ¿no?».
«Esta misma mañana», contestó Skinner, impasible.
«Pero ¿por qué?». Foy no daba crédito. «Hace muy poco que te han ascendido a jefe de sección».
¿Qué podría decirle? Quizá algo del estilo de «Hay billones de personas en este planeta y empiezo a estar un poco harto de encontrarme siempre con las mismas dos o tres docenas de gilipollas». Podría tomárselo como algo personal.
«Por viajar. Por ver un poco de mundo», respondió Skinner con toda naturalidad. «Quiero visitar los Estados Unidos. Es algo que siempre he querido hacer».
Foy se mordió el labio inferior y frunció el ceño, concentrándose. «En fin, eres joven, y ya llevas algún tiempo aquí. Es natural que quieras hacer una escapada. Desplegar las alas y todo eso», dijo, mientras masticaba otro trozo de hígado y sorbía un poco de Cabernet Sauvignon. Como para confirmarse a sí mismo lo que estaba paladeando, leyó la etiqueta de nuevo, reasegurándose de que de veras procedía de las bodegas Joseph Phelps, en su opinión una de las mejores del valle de Napa. «Este vino es excelente», declaró, cogiendo la botella ya medio vacía. «¿Seguro que no puedo tentarte?».
«No, gracias, estoy tratando de ponerme en forma», dijo Skinner, tapando la copa con una mano y llevándose la burbujeante agua mineral San Pellegrino a los labios con la otra. «También he dejado el tabaco».
«Vaya, entonces sí que es una ocasión especial. Vamos», insistió Foy, «¡no te hará ningún daño! Fíjate en el joven Kibby, era abstemio y ahora necesita un hígado nuevo. Para que veas hasta qué punto es una chorrada todo el rollo ese de la salud. Está todo en los genes. Si te ha tocado la china, no hay más cáscaras», dijo, llevándose a la boca otro pedazo de hígado salteado.
Skinner miró a Foy con gesto sombrío, recordando un verso que se sintió movido a recitarle a su amigo: «El vino pudre el hígado, la fiebre hincha el bazo, la carne congestiona el vientre, el polvo inflama el ojo».
«¿Qué mierda es ésa?».
«Aleister Crowley. Y no andaba equivocado».
«Sólo se vive una vez», dijo Foy, levantando de nuevo su copa. «Pero, claro, ¡vosotros los papistas creéis que después os espera un sitio mejor!».
«Se llama California». Skinner brindó con el agua mineral, pensando en que tenía que huir de Edimburgo, de todas esas oportunidades para beber. Estaban por todas partes, por doquier; la expectativa de que en cuanto salieras por la puerta de casa, aceptarías la invitación a consumir bebidas alcohólicas. Era algo tan natural como el respirar.
Y él está allí, al otro lado de la ciudad, en Little France, en esa cama de hospital, adonde yo le conduje: luchando por su vida. Ahora he de luchar a su lado. Tengo que estar con él. Es la maldición más cruel de todas; lo que nunca te dicen acerca de tener una némesis es el inextricable vínculo que se establece con ellos. Cómo finalmente acabas teniendo que responsabilizarte de ellos. Un auténtico enemigo acaba pareciéndose a una esposa, un hijo o un pariente de avanzada edad. Determinan toda tu puta vida y nunca te libras de ellos, joder.
Todas aquellas posibilidades de embriagarse: estaban matando a Kibby. Pero estaban en Edimburgo, Escocia, una ciudad fría de la periferia europea donde anochece pronto, llueve mucho y el cielo está nublado gran parte del año, meditó lúgubremente. Nominalmente una capital, aunque las principales decisiones que afectaban a las vidas de sus ciudadanos se tomaban a muchos kilómetros de distancia. En conjunto, unas condiciones perfectas para favorecer tandas continuas de borracheras autodestructivas, pensó Skinner. Sí, tenía que salir de aquella ciudad.
Al llegar a casa se sentó ante la mesa de la cocina. Embargado por la emoción, le escribió una carta a su madre.
Querida mamá:
Lamento haber estado bebido cuando fui a preguntarte por mi padre. Cuando me acerqué la última vez, tenía intención de disculparme, pero estaba allí Busby, y me dio la impresión de que tú misma habías estado bebiendo y que no era el momento más indicado. Las cosas están un poco enrarecidas entre nosotros, pero quiero que sepas que te quiero de verdad.
He decidido no preguntarte más por mi padre. Respeto que necesites guardar para ti esa información por motivos que probablemente no entenderé jamás. Pero también es preciso que sepas y admitas que yo necesito averiguarlo. Acabo de hacerme a la idea de que tendrá que ser sin tu ayuda.
Aún no lo sé todo pero voy estrechando el cerco. He hablado con De Fretais, el viejo Sandy, y traté de dar con alguno de los viejos punkis. Ahora me voy a los Estados Unidos a averiguar el paradero de Greg Tomlin.
En caso de que quieras decirme algo, por favor, hazlo antes del próximo jueves, porque ése es el día en que me marcho a los Estados Unidos.
Quiero que sepas que hiciste por mí mucho más que cualquier familia biparental y que con mi deseo de encontrar a mi padre no pretendo faltarte al respeto ni a ti ni a todo lo que has hecho por mí. También quiero que sepas que, sean cuales fueran las circunstancias que rodearon tu relación con mi padre, nada podría disminuir mi amor por ti.
Tu hijo por siempre,
Danny
Metió la carta dentro de un sobre y fue a echarla por la rendija de la puerta, pero como no quiso correr el riesgo de encontrarse con ella en la escalera, fue a la peluquería y la echó al buzón, donde a la mañana siguiente ella la encontraría entre los recibos y los volantes de las tiendas locales de comida para llevar.
Bajó caminando hasta Bernard Street, entre los graznidos y el hurgar de las aves: los restaurantes habían dejado montones de desperdicios de la hora de la comida en la calle y el servicio de recogidas iba con retraso. Cerca de las gaviotas, nerviosas y beligerantes, un cuervo negro azulado y de aspecto grasiento picoteaba un gran trozo de hígado.
Al encontrarse con un café-bar nuevo, entró y se sentó a tomarse un agua de soda con lima, tratando de leer el Evening News, pero a la vez absorto en sus propios dramas. Sus crípticas consideraciones se volvieron hacia San Francisco, donde había sol, vida al aire libre, conciencia del cuerpo y salud. Seguro que allí podría hacer cosas buenas, cosas que no estuviesen relacionadas con el alcohol. ¿En qué podía comparársele Edimburgo? Y en San Francisco estaba Greg Tomlin, el maestro cocinero que Danny Skinner empezaba a creer que quizá fuera su padre.
Odio el hospital: a las enfermeras, a los médicos y a los risueños y parlanchines camilleros. Los detesto a todos. No pudieron hacer nada, ninguno de ellos pudo. Mi padre se consumió en vida aquí, en estas nuevas instalaciones de tecnología punta. Este lugar estaba condenado al fracaso antes de abrir siquiera, al igual que nuestro parlamento, o la fiesta de Hogmanay [18] callejera que nunca tuvo lugar. Se diría que nadie fracasa de forma tan regular o espectacular como nosotros. Es lo único en lo que destacamos.
Ahora es mi hermano quien está aquí y siguen sin poder hacer nada. Todos sus conocimientos y sus cuidados no valen para nada. Porque seamos sinceros: nuestro Brian se encuentra en un estado terrible y nos dicen que le están buscando un hígado. ¿Lo intentan con suficiente empeño? ¿Han mirado lo bastante lejos? ¿Se esforzarían más si tuviéramos dinero? ¿Buscarían con más empeño? Es posible que no lo encuentren, e incluso si lo encuentran el trasplante podría fracasar. Y esta enfermedad, ¿no podría atacar al hígado nuevo de la misma manera en que atacó al anterior?
Mi hermano mayor va a morir. Lo miro, veo su rostro abotargado y amarillento, y oigo el débil hilillo de su voz mientras los párpados se le cierran y parece entrar y salir de esta vida. Por encima de todo, capto ese olor acre, el fétido hedor que asocio con la muerte. Recuerdo su oscura pestilencia supurando de los poros de mi padre. Lo sé, lo noto. Y mi madre, mi pobre madre, está pasando por todo lo que ya pasó con mi padre. Su universo se cae en pedazos a su alrededor.
No hace más que rezar. Al menos aquellos repulsivos chicos americanos han dejado de venir por casa. Pero ella sigue dejándose caer todos los días por esa pequeña iglesia de piedra. El lugar que me aburrió que te cagas todos los domingos de mi infancia, cuando me despertaba con un terror aplastante ante la idea de que fuéramos a ir allí. Ahora incluso ha empezado a acudir a esa Iglesia Libre Presbiteriana de la ciudad, la gente a la que frecuentaba de niña en Lewis.
A veces trato de recordarle las probabilidades que nos han dado los médicos en contra de que Brian sobreviva. No sé por qué; es como si me estuviera preparando para el choque y necesitara saber que ella va conmigo en el coche fuera de control. La fe ciega es algo que ya no soy capaz de aceptar. Nunca pude en realidad. Pero ella prefiere no saberlo, porque es lo único que quiere, lo único que necesita y, probablemente, lo único que tiene. Parece convencida de que la bondad y la virtud intrínsecas de Brian le protegerán.
De modo que les dejo, a ella con sus oraciones y a él con su sueño perturbador. Salgo del pabellón, y me dirijo a la cafetería. No se fijan en que me marcho, aunque quizá sí.
¿Qué hacía ella aquí, en aquel lugar de culto, hablando con aquel desconocido, un hombre que nunca había conocido mujer —al menos oficialmente—, y contándoselo todo? Y cuando ella le soltó toda la historia y le preguntó qué hacer, supo que con tres Ave Marías bastaría y que con ellas tendría fuerzas suficientes para mantener el secreto.
Salió de St Mary’s Star of the Sea, un lugar donde la habían llevado de niña a su pesar, pero al que siempre regresaba a hurtadillas y con humildad en los momentos de estrés. Mientras bajaba por Constitution Street y Bernard Street hacia Tel Shore, sentándose y observando a los magníficos cisnes blancos que surcaban las negras aguas, Beverly Skinner se preguntó a sí misma qué clase de católica y de madre era.
Pero le había soltado lo suyo al cura. Aquella noche vendría a casa Trina; beberían Carlsberg Special y vodka, fumarían chocolate y pondrían a los Pistols, los Clash, los Stranglers y los Jam hasta que la pobre señora Carruthers aporrease lo que constituía su techo y el suelo de Bev con la escoba, y todo volvería a estar bien.