Llegó el verano, y con él vino y se fue el festival. Como muchos lugareños, Skinner odiaba el comienzo de éste. Los aficionados entusiastas le irritaban, pues siempre se interponían en el camino de los bebedores serios, ocupando plazas en los pubs y obstaculizando el acceso a la barra. Los taxis que habitualmente podía uno parar para que le llevasen rápidamente de un antro de priva a otro pasaban de largo a toda velocidad, repletos de invasores rumbo al siguiente espectáculo. Y, no obstante, siempre se sentía inclinado a lamentar el final del festival, pues tanto gentío se traducía en que no sólo las oportunidades para quedarse bebiendo hasta altas horas sino también las de acabar follando se multiplicaban.
Pero todo aquello él se lo había perdido, sentado a solas con sus deuvedés y la nueva versión de El planeta de los simios le había inducido a comprar y visionar la serie original en un estuche triple. Se tragó las tres primeras series de Los Soprano, y casi flipa por privación de sueño tras una maratón de fin de semana, y otro sábado intentó ver la primera serie completa de 24 en tiempo real, desmayándose a la decimosexta hora de visionado. Aparte de todo esto, tenía su poesía; le conmovían en especial los versos de épica romántica de Byron y Shelley. Una vez pasado el festival, llegó a la conclusión de que si se aventuraba a salir al exterior, se vería relegado a los viejos bastiones, los enclaves de los bebedores empedernidos, con todas las mezquinas rencillas y peleas que ello entrañaba.
Demasiadas cicatrices potenciales para que las soporte Brian Kibby.
Lo peor de todo era que, inevitablemente, el invierno no tardaría en hacer acto de presencia. Pero Danny Skinner había resuelto quedarse en casa. Estaba comiendo de forma más saludable y, tras haber leído que el hígado era un órgano capaz de regenerarse a sí mismo, empezó a tomar dosis regulares de cardo lechero para ayudarle en el proceso.
Se había mostrado disciplinado; incluso había logrado armar y colocar unos armarios nuevos con puertas correderas en el dormitorio. Pero a medida que fueron acumulándose los días que siguieron a la ausencia de Brian Kibby del trabajo, Skinner quedó desconcertado al no tener noticia alguna acerca de su extraña némesis.
¿Qué le estará sucediendo a aquel cabroncete? A estas alturas tendría que estar plenamente recuperado.
Kibby seguía sin dar señales de vida, a pesar de que Skinner, a excepción de unas míseras latas de cerveza un domingo en que echaron en Setanta el Edinburgh Football Derby, se había abstenido de beber, se había mantenido al margen de los pubs y no tocaba el alcohol y las drogas.
¡Seguro que Kibby volverá enseguida!
Entonces, al final de una tarde terrible, Bob Foy convocó a Skinner a su despacho y le dijo que ya había confirmación. El departamento de personal había preparado un paquete de incapacidad laboral permanente. ¡Brian Kibby se marchaba!
¡No!
¡Esto no puede estar sucediendo, joder!
¿Cómo coño puede Kibby hacerme esto?
Había llegado a considerar a Kibby su espejo, un mapa de carreteras de su propia mortalidad. No, aquello no podía estar sucediendo. Pero la expresión de regocijo del rostro de Foy hablaba por sí sola. Skinner no pudo decir nada: se limitó a asentir, y regresó a su despacho, donde efectuó una desesperada llamada telefónica a Joyce, suplicándole que Brian volviera a pensarlo.
«Oh…, le agradezco tanto su apoyo, señor Skinner…, digo Danny…, pero la decisión ya está tomada. El solo hecho de tomarla nos ha quitado un enorme peso de encima. En el transcurso de estas dos últimas semanas, desde que ya no piensa en el trabajo, ha estado muchísimo mejor».
No.
NO.
En el departamento, nadie era capaz de comprender por qué Danny Skinner, que le había tomado el pelo y arengado sin parar, estaba tan disgustado por la incapacidad permanente de Kibby. «Aunque no lo demuestre, en el fondo Danny es un tío muy profundo», le explicó Shannon McDowall a otra inspectora novata, Liz Franklin. «Detrás de esa fachada de eterno bromista, le importa mucho la gente».
Y a su extraña manera, así era indudablemente, pues Danny Skinner se sumió en un estado de abatimiento sombrío y lúgubre. Su mundo se venía abajo. Parecía que ya no habría forma alguna de seguir viendo a Brian Kibby.
Tengo que verle.
Entretanto, le voy a enseñar a tocarme los cojones. ¡Ya le daré yo a ese pequeño haragán motivos de queja!
Así pues, Skinner fue al piso de un camello llamado Davie Creedo y le compró a éste dos gramos de cocaína. Creedo también había preparado un par de gramos de crack y le dieron a la pipa durante un rato, con lo que Skinner se quedó largo rato frío. Dado que Skinner era muy buen cliente, Creedo añadió al paquete unas cuantas golosinas de regalo. Muy pronto Danny Skinner se fue de marcha por el centro, echando las redes en varios pubs antes de encontrarse con unos conocidos y largarse a un club nocturno. Después hubo una fiesta particular en Bruntsfield, donde Skinner jamás había visto tanta priva.
Probablemente haya sido todo una coincidencia; me he estado imaginando cosas…
Cogió una botella de absenta y empezó a trasegar como si de agua se tratara, ante las miradas y los jadeos de estupefacción de todos los presentes.
Ann. El mismo nombre parecía sinónimo de fiabilidad, de lealtad. Alguien con quien podía contarse y que nunca, jamás defraudaría. Sí, ella seguía encabezando la clasificación. Muffy era peligrosa.
Brian Kibby permanecía en su habitación, casi siempre pendiente de su portátil, jugando o chateando. Los ataques habían remitido, pero le habían dejado convaleciente, agotado y deprimido. Estaba echado en la cama, apoyado sobre una pila de almohadas, con su iBook al lado. No estaba en condiciones de salir ni de ver a nadie, había desautorizado todas las visitas. Aquello no amilanó ni pizca a Gerald el Gordo; le llamaba al móvil sin parar, narrándole alegremente las presuntas aventuras románticas de Lucy. Llegó a perturbarle tanto que Kibby dejó de contestar, pero entonces empezó con los mensajes de texto, y no pudo resistir la tentación de leerlos. A través de unos ojos enrojecidos, que le ardían como brasas encendidas engastadas en su cráneo, leyó la última nota que Gerald se había deleitado en enviarle:
Resumen de la excursión a Aviemore: lucy ya no sale con angus, pero ken se enrolló con ella. ¡Qué pillo! Está hecha una guarra de cuidado, se lo monta con cualquiera, yo me morreé con ella en la disco pero no fui más allá, ¡a ver si voy a pillar algo! Ken y yo hemos terminado la guía hyp hykers de las grampians, ya te enviaremos un ejemplar.
Kibby se revolvió, incómodo, contra las almohadas que le mantenían derecho, y borró el mensaje.
¡Esa guía era idea mía! Se suponía que Ken y yo la íbamos a hacer juntos…, y Lucy…, ¡pero si él podría ser su padre! ¡Vaya un putón!
Kibby reanudó apresuradamente la conexión y dio una batida por los sitios web pornográficos hasta encontrar a una chica que se parecía a Lucy, con gafas de montura dorada. Se llamaba Helga, o eso decía con un acento escandinavo que resonaba con un tintineo metálico por los altavoces del portátil. Bajando el volumen y abrumado por la sensación de culpa, Kibby se masturbó con toda la ferocidad que permitía su cuerpo minado por la enfermedad.
Tendría que haberme tirado ese polvete…, lo estaba deseando…, estaban allí todos los demás…, pequeña guarra…, urgh…
Tras el orgasmo pareció abandonarle un poco más de su exigua energía vital. Miró hacia el techo mientras en su interior se abría paso una sensación aciaga y hueca, y dijo con voz apagada: «Lo siento…».
Más marcas negras…, con lo bien que iba…, ¿cómo he podido ser tan débil…?
Volvió a coger la corbata, y vacilando sólo durante unos instantes, se ató con fuerza la mano derecha al pilar de la cama.
Pero aquella noche alguien le castigó de veras por sus pecados. Se despertó sudando, entre los dolores más clamorosos y tortuosos que había conocido en su vida.
Al ser despertada por aquellos terribles gritos, Joyce Kibby se levantó y se puso rápidamente el batín mientras el corazón le palpitaba con fuerza. Acudió corriendo al dormitorio de su hijo gritando «¡Brian!». Encendió el interruptor de la luz, y la bombilla se fundió tras un breve e insípido fogonazo. «¡Brian!», volvió a gritar.
De la penumbra no salía respuesta alguna, ni siquiera un sonido leve. Cuando de un salto llegó junto a la lámpara de la mesita de noche y la encendió, encontró a su hijo con la tez amarillenta y sin respirar apenas. Por algún motivo, tenía unas de las manos atada al pilar de la cama. «¿Qué ha pasado, hijo, qué haces con la mano así…?».
Dándose cuenta de que éste no se hallaba en condiciones de responder, Joyce bajó corriendo las escaleras y llamó a una ambulancia, tras lo cual regresó disparada al dormitorio. «Aguanta, que ya vienen», rogó, mientras Brian gemía suavemente y rezumaba sudor por todos los poros de su cuerpo. Joyce le desató la mano y la sostuvo, tomando su débil pulso. No tenía forma de determinar cuánto tiempo permaneció sentada con él antes de que llegase la ambulancia y bajasen su sudorosa mole en camilla, atravesando el pequeño jardín delantero hasta llegar a la furgoneta. El aire pareció reanimar ligeramente a Brian Kibby, y éste gimoteó: «Siento que he defraudado a todo el mundo…».
Joyce estrechó el voluminoso cuerpo de su hijo entre sus enclenques brazos. «Vamos, vamos…, no digas bobadas, hijo, te queremos. Siempre te querremos…, sigues siendo mi chiquitín», sollozó ella. Tenía la piel muy amarillenta, y se quejaba de unos dolores terribles en la espalda, como si se la estuviesen abriendo a machetazos.