Parecía preocupada, angustiada incluso, mientras iba abriéndose paso a través del abarrotado bar. Pero cuando vio a su exprometido hacerle una seña de que se sentase junto a él en el rincón, Kay Ballantyne quedó atónita ante el aspecto tan bueno que éste presentaba. «Y encima acabas de volver de Ibiza», dijo ella, completamente obnubilada, preguntándose si ahora habría otra persona en su vida. Experimentó una sensación de fracaso mientras pensaba: ¿Por qué no pudo hacer lo mismo por mí?

Kay parece agotada, pensó Skinner de forma fría y objetiva. Tenía nuevas y más profundas arrugas alrededor de los ojos. Aquello le hizo pensar en la primera vez que la vio, en la feria de Leith Links. Su lustroso y largo cabello negro, la chaqueta bomber de nylon rojo, pero sobre todo, su centelleante sonrisa, sus dientes blancos y sus preciosos ojos oscuros.

No. No es cierto. Más que nada fue el culo, embutido en aquellos ceñidos vaqueros CK azules mientras ella levantaba la escopeta de aire comprimido y disparaba contra los blancos. El modo en que sus firmes nalgas se amoldaban a aquellos vaqueros al cambiar de pierna el peso. Un culo de bailarina, la chica de la compañía de danza.

Ahora, sentado con ella en el Pivo, casi dos años después de conocerla en aquel recinto ferial, se dio cuenta de que sentía una necesidad desesperada de volver a verle el culo. Tan abrumador era que Skinner se embarcó en un prolongado juego centrado en torno al objetivo de lograr que se quitase su larga chaqueta marrón.

«Quítate la chaqueta, Kay…», sonrió, pero Kay no escuchaba. Hablaba sin parar acerca de cómo las cosas no habían funcionado con Ronnie, de cómo éste se vino abajo cuando perdieron al bebé, y ella también, pero que ahora había vuelto a la carga y recuperado el control de su vida, y tenía un empleo, aunque fuera de camarera.

Control de su vida… ¿Quién cojones es Ronnie? ¿Que había perdido a un bebé…?

«Quítate la chaqueta, aquí dentro hace calor», insistió Skinner, jadeando ahora de forma extraña.

«Estoy bien así», dijo ella, sonriéndole de un modo que a él lo desacreditaba y le humillaba. Le hizo pensar en lo hermosa que seguía siendo. Y aunque le conmovía lo que ella le estaba contando, algo se desataba en su interior.

Por favor, quítate la chaqueta…

Por favor, ve al cuarto de baño…

Para que pueda examinar críticamente tu culo en busca de signos de caída, de colapso, para que pueda evaluar mi mortalidad en relación con tu declive, como hago con todo lo que me rodea…, lo que me evoca las palabras del gran poeta:

The flower in ripen’d bloom unmatch’d

Must fall the earliest prey;

Though by no hand untimely snatch’d,

The leaves must drop away.[17]

En ese momento Kay comenzó a llorar. Apenas se había insinuado una lágrima antes de que se llevara la mano al ojo. Durante unos segundos insufribles, Danny Skinner quiso echar atrás el reloj del tiempo y ser el hombre que le sostuviese la mano, que llevase su propia mano a su cara y enjugase aquel amenazador lagrimón. Pero abrumado por la sensación de pérdida y de náusea, se dio cuenta de que él ya no era ése, que nunca jamás podría volver a serlo. En ese momento Kay se puso bruscamente en pie: «Lo siento…, tengo que irme…, tengo que irme», repitió, dirigiéndose hacia la puerta.

Danny Skinner pensó que habría debido salir tras ella y tratar de consolarla, pero asintió tristemente con la cabeza como respuesta y observó cómo ella se daba la vuelta y se marchaba. Le miró el culo, pero éste seguía cubierto por la chaqueta. Aún podía salir tras ella y de hecho se levantó, pero antes tenía que atravesar el bar, y éste, como siempre, se interpuso en su camino.

Había sido una terrible quincena en la vida de Joyce Kibby.

El chiquillo volvió tan enfermo y tan malo de su viaje a Birmingham… Sólo se quedó una noche. Se ha pasado la mayor parte de las vacaciones tendido en la cama o gimiendo en el sofá. ¡Casi dos semanas! Ahora ya es el momento de que vuelva al trabajo, pero sencillamente no puede.

El chiquillo sencillamente no puede.

La víspera de la presunta vuelta al trabajo de su hijo, Joyce quiso que volviera a examinarle el doctor Craigmyre. Brian apenas podía respirar. Bajo la ropa de cama, sudaba y se retorcía de dolor. «Nada de médicos», jadeó, protestando de forma débil pero decidida.

Las lágrimas se acumularon en los ojos de su madre: «Voy a tener que volver a llamar, hijo, y decirles que no estás en condiciones de ir a trabajar…».

«No…», dijo Kibby entre dientes y de forma casi inaudible, «estaré perfectamente…».

Los mosquitos…

Joyce sacudió la cabeza: «No seas bobo, Brian», dijo dando media vuelta y dirigiéndose hacia la puerta, indiferente a las súplicas de su hijo. De ninguna manera iba a volver al trabajo arrastrándose, como tantas otras veces había hecho.

Ahora su hijo, abotargado y jadeante, deliraba y murmuraba incoherencias. «Skinner y los mosquitos…, Skinner y los mosquitos…, él los condujo a Birmingham…».

Birmingham…, mosquitos…, Skinner…

… y él sin una marca…

… tengo que casarme…, ponerme con Harvest Moon…, Ann…, Muffy…, terminar la partida

Bajando pesadamente las escaleras, Joyce marcó el número del ayuntamiento, y pidió que la pusieran con Sanidad y Medio Ambiente, donde le informaron con aires de superioridad que en la actualidad el departamento se llamaba Servicio de Consumo y Medio Ambiente. Brian siempre le dijo que llamara a Bob Foy, pero Joyce había terminado por hartarse de la hosca falta de compasión de éste ante el estado de su hijo. Sin embargo, una vez habló con un hombre que había estado sumamente amable y se esforzó por consolarla.

Danny se llamaba, Danny Skinner.

A Brian no le caía bien, y le había hecho jurar a su madre que no le llamaría jamás, pero ésta simplemente era incapaz de afrontar el frío cinismo del tal señor Foy. Le dio a la recepcionista el nombre de Skinner, y ésta le pasó con su extensión.

Sentado ante su escritorio, Danny Skinner estaba leyendo un artículo de la revista de ocio The List acerca de un nuevo bar de alto nivel que acababan de abrir en el centro y que, al parecer, no sólo ampliaba las fronteras del servicio y del confort, sino que amenazaba con transformar radicalmente el modo en que percibimos el ocio. Y lo único que uno tenía que hacer para penetrar en aquella nueva dimensión era presentarse allí. Con mucha pasta o una tarjeta de crédito, por supuesto. Él no tenía mucha pasta, sino infinidad de impagos, pero en aquellos tiempos se concedían los créditos como churros, y saldaría las deudas de la Visa con la MasterCard. Desde luego, acudiría allí esta noche, pensando que quizá sirviera para liberarse de las reflexiones cada vez más melancólicas que le asaltaban últimamente.

No podía dejar de pensar en su reciente encuentro con Kay. No paraba de repetírsele en la cabeza una y otra vez. Quizá debería llamarla y asegurarse de que se encontraba bien. Pero ella no era responsabilidad suya, y aquel encuentro casual había sido la primera vez en siglos que se veían. No, uno no puede volver atrás, había que dejarlo estar. Ahora había otras personas en su vida, más próximas que él. Que la ayudaran ellos. Pero ¿y si…? ¿Y si no tuviera a nadie? No. Eso no era más que vanidad por su parte. Kay siempre había sido vivaz, extrovertida y popular. Nunca anduvo escasa de amistades. Kelly, la otra bailarina y ella estaban muy unidas.

Pero ella ya no baila.

Nah.

Trabajo. Despéjate la mente trabajando. A veces hay que hacerlo.

Encendió el monitor, arrastró al escritorio un informe de inspección sobre otro bar-restaurante a punto de abrir en George Street. Luego le distrajo el teléfono; una llamada exterior y un poco temprana para tratarse de una llamada de trabajo real. Algo le impulsó a levantarse y asomarse desde su despacho del entresuelo, y una sonrisa malvada apareció en sus labios al ver el hueco vacío del escritorio de Brian Kibby. Cogió el auricular: «Daniel Skinner», canturreó.

La voz de Joyce Kibby parecía salvar una atormentada carrera de obstáculos, pasando de los agudos a los graves, de resonante a jadeante: «… estoy desesperada, señor Skinner…, tiene que conservar su empleo, tiene tanto miedo de que lo despidan…, mi hija está en la universidad y Brian le prometió a su padre que Caroline acabaría la universidad…, era una verdadera obsesión para él…».

A oídos de Skinner, aquella voz, aunque irregular, tensa y estridente, sonó como una melodiosa sinfonía de ángeles a coro. Estaba pagándole la carrera a su hermana, pensó Skinner con una extraña sensación de simpatía, pasando con dificultad de una sensación completamente falsa a otra totalmente genuina.

A continuación terció él, con tono tranquilizador pero —pensó— con la necesaria seriedad: «Un momento, señora Kibby. Permítame que le diga que por eso no debe preocuparse. Sé que Brian ha estado de baja mucho tiempo, pero aquí todo el mundo sabe lo de su enfermedad y todos nos acordamos mucho de él y le deseamos suerte. Brian tiene muchos amigos en este departamento».

«Es usted tan amable…», dijo Joyce, casi entre sollozos de gratitud.

«Tenemos que darle un poco de margen, señora Kibby. Ahora lo que quiero que haga es sentarse y poner la tetera al fuego. Yo mismo vendré en persona en cosa de una hora. Por el amor de Dios, dígale a Brian que se tome las cosas con calma. Sé lo orgulloso que es. Y procure tranquilizarse usted también», dijo en un arrebato de empatía.

Por la parte que le tocaba, a oídos de Joyce Kibby la canción que interpretaba Skinner también era música celestial. «Muchísimas gracias, señor Skinner, pero no es preciso, estará usted tan ocupado…».

«No es problema, señora Kibby», le aseguró él. «La veré dentro de un rato. Hasta luego».

«Adiós…».

Skinner colocó de nuevo el auricular sobre la horquilla. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba frotándose vigorosamente las manos hasta que Bob Foy entró en el despacho y exclamó: «¡A alguien le han dado una buena noticia!».

«Anoche conocí a una dama de lo más sexy», dijo Skinner, «y acaba de volver a ponerse en contacto conmigo».

En la mirada de Foy lograron darse cita a la vez la envidia, el desprecio y la admiración.

Ese señor Skinner es un santo, reflexionó Joyce al colgar el teléfono.

Resulta tan alentador comprobar que aún quedan buenas personas en el mundo en estos tiempos tan egoístas y tan inmorales.

Joyce Kibby hizo suyo el consejo de Danny Skinner y se dirigió a la cocina, donde llenó la tetera de agua.

Qué joven tan agradable y amable. ¿Por qué sentirá Brian tanta hostilidad hacia él, sobresaltándose cada vez que se pronuncia su nombre? No lo entiendo. La verdad es que Brian se sintió muy molesto cuando ascendieron al señor Skinner en su lugar, pero ¿por qué seguir guardándole rencor de esa forma tan tonta cuando se ha portado tan bien con él?

¡Voy a visitar a mi viejo amigo Brian Kibby! Han pasado más de dos semanas. Las vacaciones en las Baleares estuvieron de puta madre, sí, pero ignoro las consecuencias de las mismas sobre la salud de Kibby. Saber lo que se ha ganado es una delicia, pero ver de la que te has librado es absolutamente exquisito.

Me quedan por efectuar dos inspecciones in situ, pero ahora va a haber que delegarlas. El asunto de personal que hay que atender en el domicilio de los Kibby es mucho más urgente. Resultará extraño ver a un Kibby postrado y vulnerable en su entorno doméstico. Y no cabe duda de que se hallará asolado y vulnerable, pues anoche me eché unos buenos tragos en compañía de Gary Traynor y Alex Shevlane. Además, circuló una buena ración de perico: los tabiques de Kibby tienen que haberse llevado una paliza de impresión.

Da la casualidad de que a Shannon le encanta la idea de salir de la oficina y encargarse ella de las visitas. Lleva el pelo más corto, lo que deja al descubierto su fina nuca. Normalmente no me gustan las mujeres con el pelo corto pero a ella le sienta bastante bien. «Corte de pelo nuevo. ¿Significa eso novio nuevo?».

Mientras recoge la carpeta, me dedica esa sonrisa que dice me-están-follando-bien. «Chissst», me dice.

Más secretos de alcoba.

Menos mal que a uno de los dos le está yendo bien: a mí tampoco me vendría mal que me levantaran un poco los ánimos. Todavía no me he recuperado del impacto de ver a Kay y sus revelaciones acerca de nuevos novios y abortos que me esforcé por no oír; también me desconcierta la suerte de Rab Mc Kenzie, que pura y simplemente ha desaparecido de la faz de la puta tierra. No le he visto el pelo a ese gordo cabrón en el corral de clubs cutres y pubs de mala muerte que conforman nuestro territorio.

Pobre Rab, aquejado de una cirrosis hepática y sin poder volver a beber nunca más. Menuda pesadilla. La ebriedad es lo que tiene: es un estado inmediato, ubicado en el presente. No da para vivir de los recuerdos de la última consumición.

La idea de que Rab esté acabado me resulta extraña que te cagas. Me hace pensar que tenemos aproximadamente la misma altura y edad, aunque no el mismo peso. Kibby medirá cuatro o cinco centímetros menos que yo y será unos dieciocho meses más joven que nosotros. Por lo tanto debe encontrarse en el mismo estado de salud, o aproximándose rápidamente a él. El recurso perecedero que era el cuerpo de Kibby —su sistema nervioso, hígado, ríñones, páncreas, corazón— debe estar muy devaluado a estas alturas. Al principio la consideración más importante para mí era: ¿y si Kibby muriera? Ahora ha pasado a ser: sin duda, Kibby morirá. Es inevitable. Todo el mundo lo hace, pero gracias a mi conducta tan golfa, es casi seguro que a él se le está acabando el tiempo. Y no puedo —ni pienso— dejar de vivir de esta forma. No hay por qué hacerlo, ya que la cuenta de la salud la paga Kibby. Si lo hiciera, sería sólo por mantener a Kibby con vida, lo cual se me antoja una noción verdaderamente perversa.

Pero…

Pero sería un asesinato. Un asesinato de índole estrafalaria, mística y afortunadamente indemostrable, pero asesinato al fin y al cabo. Y especulando un poco más allá: ¿qué pasará si o cuando Kibby fallezca efectivamente? ¿Qué será de esta maravillosa bendición que me ha tocado en suerte? ¿Seré capaz de transferirle la carga del dolor a otra persona?

¡Quizá en cuanto Kibby casque la maldición podría dar resultado con el cabroncete de Busby!

¿O me convertiré de forma instantánea en una ruina monstruosa, nauseabunda y jadeante, reventando en plena calle mientras un impoluto Kibby, cual Superman, sale del ataúd con uñas y dientes? Ésa, claro está, sería la perspectiva más justa, pero el rollo este me ha desvelado demasiada oscuridad, demasiada fascinación mórbida, como para que crea en la posibilidad de que exista forma alguna de karma.

No.

La perspectiva prosaica y más probable es que simplemente me vea obligado a soportar mi propia carga. Afrontar mi propia mortalidad. Sea, de la ventaja con la que partí no me puedo quejar.

Pero él no debe morir, de ningún modo. Eso no puedo permitirlo. Nunca fue ésa mi intención.

Así pues, cojo una furgoneta del parque móvil del ayuntamiento y salgo zumbando por la carretera principal con dirección a Glasgow. Nunca me he fiado de mí mismo al volante, pese a que me saqué el carné hace años. Ahora está chupado. Me meto en la barriada de viviendas de protección oficial donde residen los Kibby. Está compuesta de bloques con buenos servicios y está en una buena zona. Abundan las casas de una planta y las viviendas son de dos plantas —a veces tres— como máximo. Enseguida localizo el domicilio de los Kibby; tiene una puerta nueva en la que figura el número y una extrañísima placa de madera, casi de estilo gótico, con letras larguiruchas y como en forma de ramas en las que a duras penas se lee KIBBY. La miro durante un segundo y noto que una risotada nerviosa me estremece los hombros.

Me recompongo y llamo al timbre.

Me abre la señora Kibby, o Joyce, como dijo que se llamaba. Es una mujer delgada y larguirucha, con un rostro muy anguloso. Los ojos son iguales a los de él, grandes y asustadizos. Apenas me da tiempo de tomar nota de aquello que hay que ver, oler y oír en el hogar de los Kibby, pero mi primera impresión es que me encuentro en una especie de antiguo edificio público, como la sala de lectura de una biblioteca especializada o la sala de espera de un dentista. Es la típica vivienda de techo bajo del período de entreguerras, con montones de puertas hechas de paneles de madera, de esas cuya pintura blanca siempre parece amarillear ligeramente, como si fuera de color magnolia cuando uno sabe que no lo es. El papel pintado es de color azul pastel con diseño floral amarillo, de ese que algunos llaman «rústico». En el suelo hay una alfombra de pésimo gusto con un patrón azul y verde, pero bajo los pies parece de una calidad razonable.

La señora Kibby me acompaña hasta la cocina y pone la tetera al fuego, pidiéndome al mismo tiempo que tome asiento.

«¿Qué tal está?», cuchicheo en voz muy baja.

«Claro…», dice la señora Kibby. «Subamos arriba un minuto. Puede que se muestre un poco raro, ya comprenderá, no le gusta que le vean en la cama…».

«No se preocupe», asiento con gesto sereno, ocultando el palpito de mi corazón, que se acelera de expectación. «No querría avergonzarle, de modo que me limitaré a asomar la cabeza por la puerta un momentito».

Arriba, la habitación de Kibby apesta a fetidez y descomposición de un modo con el que nunca antes me he topado. Es artificial y animal a la vez: un aroma mixto de productos químicos rancios y carne putrefacta. Oigo gemir a Kibby en la penumbra cuando su madre le arrulla: «Ha venido a verte el señor Skinner…».

Siento tal incomodidad y emoción que me entran náuseas; me obligo a armarme de valor con pensamientos agresivos, pensando en cómo esa maricona gorda y vaga puede quedarse ahí tumbado en el catre mientras los hombres de verdad se hacen cargo de las putas tareas pendientes.

«No puedo hablar…, márchate por favor», dice Kibby, a medio camino entre un gruñido y un gemido, en el pequeño y oscuro dormitorio, mientras yo escudriño alegremente los pósters de Star Trek y la pantalla de la lámpara. En la cama, junto a él, hay un ordenador portátil. ¡Seguro que el muy guarro estaba mirando páginas porno en Internet!

«¡Por favor, hijo, no le hables así al señor Skinner, ha venido a verte!», farfulla su madre disculpándose por él con la mirada.

Si llega a ser un perro le habríamos pegado un puto tiro.

«Vete…», resuella Kibby.

Joyce Kibby empieza a estremecerse de ira y me veo obligado a coger a la pobre mujer de ambas manos temblorosas y sacarla del dormitorio. Pero al atravesar la puerta, me vuelvo y cuchicheo: «Te comprendo, Bri, amigo. Pero si hay cualquier cosa que yo pueda hacer, lo que sea…».

De nuevo sale de la cama un gruñido sordo. Ahora recuerdo dónde he oído antes un sonido semejante. De niño tuve un gato llamado Maxy. A Maxy lo atropello un coche, y se arrastró, con las dos patas hechas puré, bajo una mata de arbustos del jardín de enfrente. Cuando traté de rescatar al pobre cabrito se enfureció de verdad; aquello ya no era el bufido de un gato, sino un gruñido grave y perruno que me dejó jiñao.

Acompaño a una afligida Joyce Kibby escaleras abajo hasta la cocina, donde la ayudo a sentarse, aunque al instante vuelve a ponerse en pie e insiste en preparar más té. «No lo entiendo, señor Skinner. Con lo majo que era, encima. La enfermedad le ha cambiado; la otra noche hasta me dio una mala contestación. Y su mejor amigo, Ian, salió de aquí con las orejas gachas. El otro día estaba de compras cuando le vi, ¡y ni siquiera se paró para saludar!».

«Puede que forme parte de la índole de su mal», me aventuro a sugerir, «una especie de cambio en los patrones de conducta, una degeneración psicológica que corre pareja con el deterioro físico. En el trabajo la gente ha notado que está mucho más susceptible que antes».

«Cambio en los patrones de conducta», sopesa Joyce Kibby mientras me pone una taza de té delante. «Me parece una descripción muy acertada, señor Skinner».

«¿Los médicos siguen sin obtener ningún resultado?».

«Ese doctor Craigmyre no sabe nada», suelta Joyce Kibby con amargura. «A ver, no es más que un médico de cabecera, pero hemos recurrido a todos los especialistas habidos y por haber…», explica ella, mientras mi atención se dispersa por la acogedora cocina hasta que ella la recobra de golpe dejando caer la noticia bomba: «Han sido todos ustedes muy amables, pero se acabó. No puede seguir así. Vamos a ver a la gente del departamento de personal y solicitar una incapacidad laboral permanente por motivos de salud».

Me siento instantáneamente flojo y con náuseas. Este té lleva una cantidad de leche exagerada. «Pero… es muy joven…, no puede jubilarse…, no puede…».

Joyce Kibby sonríe y sacude la cabeza con tristeza. Ahora me mira directamente a los ojos, y me doy cuenta de que cree que de veras me importa. Como si yo estuviera tan inquieto como lo están ellos…, y el caso es que… que lo estoy, hostias.

«Me temo que no nos queda otra opción», responde ella con tono grave.

«Pero ¿cómo va a arreglárselas?», le pregunto, dándome cuenta de lo agudo y fantasioso de mi tono de voz expectante. Trato de adoptar una actitud más serena. «Quiero decir, antes me comentaba que su hija asiste a la universidad…, por teléfono parecía muy preocupada…».

«Lo siento, me dejé llevar un poco por el pánico, ¿verdad?», admite Joyce Kibby, con una tímida sonrisa.

«¡No!», le respondo yo en un tono vociferante y abyecto.

Pero esta mujer sigue dale que te pego, ajena a mi dolor, disfrutando de la melancólica pero gozosa sensación de liberación de quien acaba de tomar una terrible decisión que no había más remedio que tomar. «La otra noche, nos sentamos todos y lo discutimos racionalmente. Sé que Caroline está en la universidad, pero ha conseguido un trabajo de camarera por las noches para poder irse a un piso nuevo con otros estudiantes la semana que viene. Tenemos unos pequeños ahorros guardados para pagarle la matrícula. Yo cuidaré de Brian. Esta semana pienso acercarme a los servicios sociales y coger folletos acerca de las prestaciones y subsidios para las personas que cuidan a discapacitados».

Abro la boca y estoy a punto de decir algo, pero no me sale palabra alguna; sencillamente no se me ocurre nada que decir.

«Para serle sincera, me alegro de que se marche de casa. Éste no es lugar para una chica joven», dice Joyce Kibby, sacudiendo con tristeza la cabeza. «Con lo felices que éramos en esta casa en los tiempos en que mi Keith…». Se ahoga de la emoción y se seca los ojos con un pañuelo.

Siento un tremendo impulso, casi un dolor, que me impele ayudar… ¿o será que sólo pretendo hacerme indispensable para poder regodearme con el deterioro de Kibby? Sin embargo, me aproximo a su madre, y me siento en el brazo de su sillón, rodeando sus finos y hundidos hombros con el brazo. «Vamos, vamos, no pasa nada…», murmuro, aunque su postura, esa forma que tiene de estar como doblada para dentro, me irrita. Me entran ganas de apoyarle la rodilla en la espalda y tirar de sus hombros hacia mí. Desprende un extraño olor que hace que me entren dudas acerca de su higiene íntima, de modo que me levanto y me aparto de ella.

«Es usted tan amable, señor Skinner», dice ella entre sollozos, realmente convencida.

Ahora pienso en mi propia madre, en lo mucho que nos hemos distanciado, en cómo la necesidad que tengo de saber algo acerca de mi padre nos está separando. Y no volveré a verla hasta que le haya visto primero a él.

«Lo siento mucho, pero creo que debería ir pensando en regresar a la oficina».

«Pues claro…». Finalmente, Joyce Kibby me suelta la mano. «No sabe lo mucho que significa para mí que haya venido. Se lo agradezco de veras, señor Skinner».

«Llámeme Danny, por favor», le digo con una convicción tan sincera y enorme que me espeluzna.

Así pues, abandono la pequeña vivienda municipal de los Kibby en el distrito Featherhall de Corstorphine, con una sensación de amargura y de inquietud en el que debiera haber sido el momento de saborear mi triunfo; al fin y al cabo, Kibby es historia. Nadie le mirará siquiera: un capullo enfermo y obeso que vive en casa de su madre. Sin haber echado un polvo en la vida, y ahora completamente inempleable. ¡Todo gracias a mí! ¡Toma!

Aun así, me encuentro preocupado y abatido. Todo está cambiando. ¡Kibby no puede hacerme esto! ¿Cómo voy a seguir en contacto, cómo voy a comprobar el efecto de mis poderes sobre él? Yo… no puedo quedarme sin él. He perdido a todos los demás, a mi padre ni siquiera lo tuve nunca. ¡Por algún motivo no puedo perder a Brian Kibby! ¡Seguro que no querrá seguir adelante y mandar su empleo al carajo! ¡Es lo único que le queda! Y él es lo único que me queda a mí…

No, esperemos que se lo piense dos veces, y quizá yo le ayude con unas cuantas noches tranquilas. Van a echar un ciclo de Fellini en la filmoteca, y tengo que ir desgranando la compilación de poemas de Mac Diarmid que compré el año pasado; menuda vergüenza para un escocés no tener por lo menos unos rudimentos al respecto. Lo dejé para otro momento cuando descubrí que su verdadero nombre era otro; los tipos que se cambian de nombre nunca son del todo de fiar. Sí, a lo mejor me consigo unos deuvedés nuevos y le doy un poco de tregua al pobre Brian Kibby.