Las sonrisas nacaradas que lucían Mary-Kate y Ashley Olsen sobre la pantalla del multicine iluminaban la oscuridad. Para Brian Kibby aquélla fue una experiencia fascinante que le dio ánimos. Muévete, esto es Nueva York era una de las mejores películas que había visto en mucho tiempo. En su opinión era la dirección acertada a seguir por las gemelas. No obstante, le preocupaba que las imágenes de éstas quedasen grabadas a fuego en su cerebro. Aquella noche iba a ser una prueba importante. Habían pasado ya doce días desde la última vez que le había tocado anotar una marca negra. Lo estaba haciendo muy bien.
De camino a casa, se detuvo en una papelería donde hojeó una revista en cuya portada aparecían las gemelas Olsen. Quedó horrorizado al leer que una de ellas luchaba por superar un trastorno alimentario. Al regresar a casa, se sintió impulsado a escribirle a su madre una carta de apoyo.
Estimada Sra. Olsen:
Me inquietó mucho enterarme de la enfermedad de su hija y espero sinceramente que Mary-Kate se reponga de sus problemas de salud. Me llamo Brian Kibby. Soy un hombre de Edimburgo de veintiún años que recientemente ha contraído una rara y espantosa enfermedad, la cual, por añadidura, los médicos y los especialistas no logran explicar.
He disfrutado mucho con la película Muévete, esto es Nueva York, que he visto hoy. Por favor, transmítales a sus hijas mi deseo de que sigan cosechando éxitos. Espero que veamos muy pronto a Ashley y Mary-Kate juntas de nuevo en la gran pantalla.
No me mueve a escribir esta carta ningún motivo ulterior; desde luego, no se trata de una carta mendicante. Sencillamente opino que sus hijas son unas figuras muy ejemplares y quería hacérselo saber.
Atentamente,
Brian Kibby
La envió a la dirección de la revista, esperando que ellos se la hicieran llegar a la señora Olsen.
Kibby había dejado de salir de excursión con los Hyp Hykers, ya que su enfermedad le iba debilitando de forma progresiva. Sin embargo, la fiesta veraniega era un acontecimiento muy señalado en el calendario anual de actividades sociales del grupo. Consciente de la impresión que comenzaba a causar, y a pesar de su creciente endeblez, tomó la decisión de asistir.
Había sido idea de Ken Radden alquilar los salones de los Jardines Zoológicos de Corstophine. «Así juntamos a dos grupos de animales», había bromeado al respecto. A Kibby le resultó atractiva la proximidad del lugar, y caminó despacio por la calle principal, acusando el tormento que le suponía arrastrar su cuerpo dolorido y fatigado tras de sí. Y además estaban sus nervios, aquellos nervios deshechos y hechos cisco, que veían en todo aquel que se cruzaba en su camino una fuerza hostil; hasta las personas más inocuas tenían el efecto de un McGrillen o un Skinner.
Cuando llegó a la fiesta, notó la incomodidad que suscitaba a su alrededor. La paranoia brotó de su interior; se preguntó lo que pensarían de él, y se esforzó mucho por dejar constancia de que no bebía alcohol.
Muy a pesar de sus ostentosos esfuerzos con la Pepsi y el zumo de naranja, la mayoría de los presentes o bien pasaron claramente de él o le dedicaron miradas lastimeras. Aquellos que sí entablaron conversación con él sólo se sintieron cómodos haciéndolo por un breve espacio de tiempo, y se marchaban en cuanto alguien más adecuado con el que hablar se cruzaba en su visual. Les hacía pasar vergüenza, y lo sintió de forma aguda.
Creí que eran mis amigos. Los Hyp Hykers. Aquella pandilla alocada…
Entonces vio a Lucy. Llevaba un vestido de color verde.
Es mejor que Mary-Kate o Ashley…, o tan buena como…
Estaba hermosísima, pero no podía abordarla. No siendo la ruina gordinflona, sudorosa y de ojos enrojecidos en la que parecía haberse convertido en la actualidad. Pero ella cruzó su mirada con la suya, y le miró con expresión de perplejidad; de forma muy paulatina lo fue reconociendo, y se aproximó a él con cautela, preguntándole de forma vacilante: «¿Qué tal estás?».
Era una pregunta…, no está segura de que sea yo. ¡Ni siquiera tiene la certeza de que sea yo!
Brian Kibby forzó una triste sonrisa de afirmación. «Yo…, eh…, creo que me estoy recuperando pero la cosa va despacio», dijo, sorprendido del tono quejumbroso de sus propias mentiras. A continuación añadió, esperanzado: «A lo mejor podemos volver a echar un partido de bádminton cuando esté en condiciones…».
«Sí», dijo Lucy forzando una sonrisa y deseando que la tierra la tragase. Y pensar que había llegado a gustarle, que incluso le había parecido un poco deseable. El rescate llegó de la mano de Angus Heatherhill, quien vino brincando desde la pista de baile y, apartándose el flequillo de los ojos, le preguntó: «Eh, Lucy, ¿te apetece echar un bailecito?».
«Vale, Angus. Discúlpanos, Brian», dijo ella, dejando a Kibby con un zumo de naranja fresco que a él le supo a veneno.
Los observó durante un rato, primero en la pista de baile y luego en el rincón.
No le quita las manos de encima. Y a ella le encanta. ¡Es como si se burlase de mi!
¡Es igual que todas!
Abatido, Kibby se largó de la fiesta y se internó en la noche. Mientras echaba a andar por un sendero adoquinado, hacia la salida del zoo y la calle principal, un ruido estridente laceró sus enmarañados nervios. Sintió que el corazón iba a estallarle. A esto le siguió una cacofonía de enormes y homicidas graznidos procedentes de algún lugar situado a sus espaldas. Los olores llegaron a hacerse abrumadores mientras se apresuraba por el sendero y atravesaba la verja del zoo. Llegó a casa tan rápido como su fatigado cuerpo y un taxi muy lento pudieron llevarle.
A la mañana siguiente, Kibby, enfrentándose con gran esfuerzo a su dolor, se levantó y se subió al tren con destino a Birmingham para asistir a la convención. Había reservado el billete por adelantado; estaba decidido a encararse con Ian, que sin duda estaría allí, y explicarle las cosas. Pero en cuanto llegó, se sintió demasiado indispuesto como para visitar el centro; con excepción de un paseo fatigoso por el canal, permaneció en su habitación de hotel viendo la televisión. Fue inútil. En aquel estado no había forma de enfrentarse a Ian ni a nadie. Al día siguiente tuvo que volver directo a casa. Y aquella noche, mientras gemía de dolor en su cama de Edimburgo, Brian Kibby se fijó en otra cosa. Le habían salido unos extraños granos que no se parecían a nada que hubiera visto con anterioridad.
El doctor Craigmyre, convocado por Joyce Kibby, no podía creer lo que estaba viendo. «¿Birmingham, dices?», preguntó con voz temblorosa a un Kibby tendido en decúbito supino, que emitió un débil gruñido a modo de confirmación. «Es que… ¡a mí eso me parecen picaduras de mosquito!».
¿Picaduras de mosquito?
Y al mirar a Brian Kibby el doctor Craigmyre vio algo extraño. Vio con sus propios ojos cómo afloraba y estallaba un pequeño capilar en la mejilla de su paciente. Kibby lo experimentó como un picor y una pequeña contracción muscular involuntaria.
Al saltar el corcho de la botella de champán, Danny Skinner se llevó el cuello espumeante a los labios, bajando así las dos pastillas de éxtasis que le resecaban la boca y la garganta. Cuando empezó a pasar la botella a su alrededor, la multitud que le rodeaba en la pista de baile soltó un hurra.
Skinner se lo había pasado bien en Ibiza, al menos visto desde fuera. Ahí estaba pasándoselo en grande todas las noches, y de día en la playa también. Parecía que no dormía nunca. Pero en un club llamado Space, al romper el alba, pasó algo que el propio Danny Skinner no lograba comprender. ¿Por qué, a pesar de que Fatboy Slim martilleaba, machacaba y pellizcaba a la multitud de parranderos desquiciados hasta provocar una frenética liberación de los sentidos, pensaba él en frikis con anorak? ¿Y cómo podía ser que, con el MDMA surcándole el organismo, sumido en un mar de abrazos y sonrisas en el seno de una avalancha de buena voluntad, hedonismo festero y sí, amor en estado puro, se encontrase dando una batida por los canales y barrios pobres de Birmingham? Y sencillamente no había forma de concebir por qué, cuando tenía la mano metida dentro de las bragas de seda y acariciaba la nalga derecha de una chica tan hermosa que quitaba el aliento —de nombre Melanie y natural de Surrey— cuyo ágil cuerpo rodeaba el suyo, restregándose con rítmicos y pausados empujones contra su entrepierna, sus labios ardientes y ávidos apretados contra los suyos, él pensaba en…
No.
Sí.
¡Pensaba en Brian Kibby, y en lo que le estaba sucediendo en ese mismo instante!
Skinner sufrió una convulsión, casi ajeno a la belleza que le rodeaba, mientras asimilaba la cruda verdad: siempre echaba de menos a Kibby cuando llevaban separados más de unos cuantos días; anhelaba la fascinación mórbida y cómplice de poder determinar cómo le iba a su rival.
Pues aunque Kibby sortease lo que él consideraba las indagaciones transparentemente insinceras de Skinner acerca de su estado de salud, su desesperación le llevaba inevitablemente a hacer confidencias, por lo general a Shannon McDowall, con quien Skinner seguía manteniendo buenas, aunque no sexuales, relaciones. Y Skinner la sonsacaba alegremente.
No, Skinner pensaba en Brian, en el impacto de su labor. Se sentía como un artista que no pudiese comprobar los efectos de sus pinceladas sobre el lienzo. ¿Qué efecto le habría hecho a Kibby aquel viaje maratoniano con LSD? ¿Y qué decir de aquellas rayas de cocaína mugrientas y cortadas de mala manera con laxante? ¿O esas alegres mezcolanzas de grano y uva? ¿O las botellas de vodka en el Manumisión, o el caballo que se fumó a bordo de aquel yate? Sin duda, el horrible papel de estaño habría desbaratado los débiles pulmones de su viejo adversario.
Un fin de semana era espera de sobra; tiempo de sobra para saborear y anticipar la aparición ruinosa o la incomparecencia de Kibby en aquellas maravillosas mañanas de lunes, sin duda el mejor momento de la semana para Skinner. Una semana se podía tolerar. ¡Pero dos! Aquello le estaba sacando de sus casillas. Tenía que saber.
A diferencia de casi todos los demás visitantes que vinieron a pasar sus vacaciones a la isla mágica aquel verano, Danny Skinner apenas podía esperar el momento de volver a casa.