Al romper de golpe la superficie de las aguas turquesas de la piscina, Caroline se apartó del rostro sus cabellos chorreantes. Mientras se llenaba de aire los pulmones, fijándose en el entorno blanco y cavernoso de la piscina cubierta, vio que había cambiado muy poca cosa desde que su padre la traía allí de niña: uno de los muros seguía dominado por el gran marcador electrónico situado sobre las hileras de bancos de plástico naranja destinados a los espectadores. La piscina de saltos adyacente seguía allí.
Por unos instantes incluso se conmovió por la sensación de notar la presencia de su padre. En sus fosas nasales estaba presente un olor fantasma, el agradable olor a anticuado que él desprendía, el aroma que identificaría por siempre jamás con la virilidad. Miró a los demás bañistas que había en las inmediaciones, pero la percepción de la proximidad de su padre se esfumó de su conciencia, como si despertase de un sueño.
Aquél siempre fue el tiempo compartido de ambos, pensó, recordando cómo había aprendido a nadar, con las grandes manos de su padre listas para estabilizar los titubeos de sus progresos. Siempre recordaría lo segura que se sentía en contacto con ellas. Y, no obstante, aquellas manos eran feas; eran casi como garras: de un color amarillo marchito como grabado a fuego y con unos dedos de color rojo iracundo, con las articulaciones rígidas debido a un accidente laboral del que nunca quería hablar.
Recordaba su cabello negro azabache, peinado con la raya al medio para cubrir la evanescente V de las sienes, antes de que desistiera y se cortara el pelo al uno, más funcional, a medida que ésta empezó a encontrarse con la O de la coronilla. Estaba la barba de varios días, semejante a la de aquel vaquero de tira cómica, Dan el Desesperado, que contribuía a su aura de fortaleza siempre presente. Había llenado la casa, decayendo con su enfermedad, y ahora que él había desaparecido, había muerto con él.
En un principio, aquellos recuerdos no le infundieron ninguna fuerza; más bien parecían ahondar más aún la sensación de pérdida. Era como si le hubiesen arrancado la espina dorsal. Para reunir el coraje del que carecía, se había dado copiosamente a la bebida, lo cual no había hecho más que incrementar la sensación de peligro y desorientación, pues en un par de ocasiones había despertado en camas extrañas con personas prácticamente desconocidas, y con bien poco que recordar de tales encuentros.
Al ir cayendo en la cuenta de que lo que necesitaba sólo podía hallarlo dentro de ella misma, no en la carne de un compañero o el contenido de una copa, poco a poco comenzó a sentirse fuerte. Soy hija de mi padre, todo el mundo lo ha dicho siempre. Éste se convirtió en su mantra. ¿Qué es lo que he perdido?, se preguntó. Dejó de beber tanto y volvió a acudir a la Royal Commonwealth Pool.
Ahora volvía a nadar. Le encantaba aquel lugar: el agua, la libertad y la sensación de exuberancia. Parecía aproximarla más a su padre, pues aquello había sido algo exclusivo de ellos dos; ni Brian ni Joyce eran nadadores. Y el cloro del agua de la piscina disolvía las lágrimas que le corrían por las mejillas, y sus sollozos de dolor se fusionaban con jadeos de esfuerzo intenso al atravesar las aguas hasta no poder ya con el dolor de sus brazos y sus piernas.
Y al igual que su cuerpo, su espíritu fue haciéndose más fuerte.
Los chirridos del autobús hacían temblar y estremecerse a Brian Kibby; el rancio olor a cuero viejo, diesel y cuerpos añejos le daba náuseas. Lo que para otros constituía una rutina sencilla y sempiterna, era para él, físicamente endeble, cada vez más gordo y anímicamente atormentado, un infierno espantoso que tenía que atravesar dos veces al día.
De Murrayfield y el estadio de rugby habían llegado ya a Western Corner y al zoo. Al otro lado de Corstorphine estaba su domicilio. Andaba absorto en sus reflexiones y cayó en la cuenta de que, dadas sus discapacidades, no se había concedido tiempo suficiente para situarse junto a la puerta. Moviéndose con lentitud, el joven jadeaba, esforzándose por llegar a la salida.
Para cuando llegó tambaleándose hasta las puertas, éstas se habían cerrado y el autobús volvía a acelerar para continuar el trayecto. Ni siquiera pudo gritar «¡Pare!»; no quiso llamar la atención sobre su destrozado rostro amodorrado y lleno de manchas, con aquellos ojos negros hundidos, el encorvamiento de su espalda o su intensa sudoración y sus resuellos. En la siguiente parada, en Glasgow Road, se sintió desfallecer al pisar el firme, esforzándose por llenarse los pulmones, ásperos, rígidos y atrofiados, para luego atravesar la pendiente descendiente del parque, encorvado y pasando frío, entre la amarga puesta de sol que le acompañaría a casa.
Su madre estaría preparando una sopa, seguro. Toma un poco de sopa, hijo, te sentará bien. La fe de Joyce Kibby en los poderes reconstituyentes de su sopa de cordero seguía intacta a pesar de todas las pruebas en sentido contrario. Como los Cientistas Cristianos con sus plegarias sanadoras, Joyce necesitaba conservar la fe en su brebaje. Vigilando la olla en la cocina, cual bruja, alterando de forma sutil los ingredientes, esperaba dar con el equilibrio químico decisivo que restituyese plenamente la salud de su hijo enfermo. Tampoco tenía remilgos en agregar a la mezcla alguna que otra plegaria.
Brian Kibby conocía muy bien las tendencias obsesivas de su madre. Y quién sabe, quizá funcionara, pensó esperanzado, levantando la vista hacia el pálido sol. Entonces, al emerger de repente del refugio que ofrecía el pabellón deportivo, resolló bajo el azote del viento que atravesaba South Gyle Park a toda velocidad. Le hacía lagrimear y le impedía expulsar el aire de sus estrechos y fatigados pulmones, de tal manera que se vio obligado a caminar de espaldas simplemente para poder respirar. Las ráfagas de viento hacían que restallase el abrigo largo, ciñéndoselo alrededor como unas grandes manos de carnicero al envolver con destreza un trozo de carne en una hoja de papel parafinado.
«Quizá funcione», sollozó en voz alta, en un estado de exasperación a medio camino entre la vana esperanza y la desesperación aterrada mientras el cruel viento le propinaba sopapos. Le pareció que había transcurrido una eternidad antes de que llegara a casa, pero cuando lo hizo, Joyce le hizo sentarse en la vieja silla de Keith, con una bandeja sobre el regazo, ante un cuenco de su humeante caldo.
Se esforzó por acabar la sopa y se quedó dormido en la silla un ratito. Al despertar tuvo la impresión de que había entrado Caroline y, en efecto, su bolsa de deporte estaba en el suelo. Tratando de poner un poco de orden en su cabeza, se volvió hacia Joyce, que estaba viendo los títulos de crédito de Eastenders, y le preguntó: «¿Ha estado aquí Caroline?».
«¡Sí, y estuviste hablando con ella, bobo! Creo que acabas de despertar de un profundo sueño».
«¿Estuve…?».
«Sí», sonrió estoicamente Joyce, pues Brian había hablado en sueños, farfullando cosas inquietantes, aunque no fueran más que sandeces. «Pero te sentará bien echar una siestecita. Dijiste que últimamente no has dormido bien».
«¿Caroline está arriba trabajando?».
«No, acaba de salir a casa de una amiga».
«A casa de Angela, seguro».
«No lo sé», dijo Joyce sacudiendo la cabeza. «Estoy a punto de ver un vídeo que saqué para verlo los dos. Es chino o japonés, Tigre y dragón. Todo el mundo la pone por las nubes».
Kibby jamás había oído hablar de dicha película, y pensó en lo bien que le había ido últimamente; llevaba varios días sin anotar ninguna marca negra. Entonces las dos protagonistas femeninas de la película empezaron a definirse y muy pronto Kibby sintió que el cerebro se le recalentaba más que un trozo de carne estofándose en una cazuela.
Muffy…
Bajó la vista, y vio cómo la erección asomaba bajo la tela de sus pantalones.
No más marcas negras…, evita estar solo, dice el panfleto…, no puedo subir arriba…
«Es buenísima», murmuró Joyce, pero aunque disfrutaba de la película, la fatiga iba apoderándose de ella y se estaba quedando dormida, como siempre hacía delante de la televisión. No tardó en marcar un ritmo de ruidosos y crispantes ronquidos.
Kibby se fijó en su erección, que le apuntaba a la cara, desafiándole.
Mamá está fuera de combate, esa chavalilla es tan preciosa…, si sólo me acariciara la punta… Lo estás deseando, ¿a que sí, pequeña zo…?
«¡BASTA!», gritó Kibby, angustiado.
Joyce se puso en pie de un salto, con los ojos desorbitados y el pecho palpitándole. «¿Qué…? ¿Qué pasa, Brian?».
Kibby se puso en pie, respirando con dificultad. «Me voy a la cama», anunció.
«¿No vas a quedarte a ver el final de la película, hijo?».
«Es un asco. Basura», sentenció Kibby con desdén mientras se marchaba.
Joyce sintió que era incapaz de hacer nada a derechas: «Pero si es de kung fu, hijo, sólo la saqué porque era de kung fu…».
«Andar por las paredes de esa manera», gimió Kibby, «¡vaya disparate!», exclamó mientras subía las escaleras.
La cama no le dio tregua alguna. El ordenador parecía estar rogándole que lo encendiera, pese a que sabía quién estaría aguardándole en el ciberespacio. Pero cualquier cosa tenía que ser mejor que estar ahí tumbado, sumido en aquel tormento.
Mufiy…
Tendido boca abajo en la oscuridad, Kibby trató de pensar en rutinarios informes de visitas de inspección, pero cada vez que llegaba a un restaurante, era recibido por una camarera en minifalda que se parecía a Lucy, y que se inclinaba sobre la mesa…
El Señor es mi pastor
… o en un restaurante chino, la chica de la película, que se parecía a Muffy…
… no desearé…, oficina…, oficina…, Foy…, la oficina de Foy en el entresuelo…
… pero en el interior de la oficina de Foy estaba Shannon, sentada sobre el escritorio, mirándole a la vez que iba desabrochándose la blusa. «He sido muy negligente, Brian. Me he dejado inspeccionar por Danny sin darte una ocasión a ti…».
«¡Basta!».
Levantó el edredón y se fijó en su erección, tiesa cual palo de tienda de campaña. ¿Por qué parecía tan robusta y tensa cuando el resto de su cuerpo estaba tan débil, fofo y asolado? Respiró hondo varias veces, tratando de recobrar la compostura. Oyó a Joyce al ir a acostarse, y después a Caroline yendo al cuarto de baño antes de meterse en la cama.
Nada de marcas negras…, nada de marcas negras…
Los minutos iban pasando muy lentamente y aun así el sueño no llegaba. Imágenes de muchachas japonesas desnudas perturbaban sin cesar sus pensamientos.
Muff…
Recordó la recomendación del panfleto: prepárate un tentempié, aunque no tengas hambre. Lo único que podía hacer era levantarse y recalentar la sopa de cordero. Aunque tenía el estómago lleno, se esforzó por tragar más. Sin embargo, cuando regresó al dormitorio, el sueño siguió mostrándose tan esquivo como antes. Probó a rezar un poco más, pero el corazón le latía intensamente al darse cuenta de que la polla volvía a ponérsele tiesa.
No debo tocarla…, pero ellas lo desean, Lucy, Shannon…, las japonesas. Quieren que se las follen, pero ¿por qué no quieren que sea yo?…, ¿qué les pasa? Pero aquí dentro, en mi cabeza, puedo obligarles a desearme, aunque está mal, mal que te cagas, es diabólico, Shannon es mi amiga, Lucy es una chica estupenda…, Muffy es un icono informático…, las japonesas son actrices que interpretan un papel…, me pregunto si alguna vez el director…, no…
Apartó el edredón y volvió a levantarse, yendo a buscar una corbata vieja al armario ropero; la empleó para atarse la mano derecha a la pata de pino de la cama. Y luego sacó la mano izquierda de debajo de la ropa de cama y rezó en silencio solicitando fortaleza.
A la mañana siguiente, Brian Kibby estaba sentado ante su escritorio, abatido, frotándose el surco en forma de pulsera que le rodeaba la muñeca. La había ceñido mucho más de lo necesario, cortándole la circulación.
¡Qué estúpido y peligroso!… ¡Podría haberme quedado sin mano!
Danny Skinner apareció por la oficina de planta abierta, saliendo por la puerta que comunicaba las escaleras y el entresuelo. De modo acorde con sus obligaciones, Skinner estaba repasando la lista de turnos para el inminente período de vacaciones estivales. Era incapaz de recordar el número de pintas que había tomado la noche anterior, pero la respiración dificultosa y sudorosa de Kibby, así como su silencio y su encorvamiento, le confirmaron que debieron de ser bastantes. «Dentro de un par de semanas te vas de vacaciones, ¿no, Brian?», preguntó en tono jovial.
«Así es», respondió tímidamente Kibby, esforzándose por evitar que la mandíbula se le contrajera en un espasmo.
«¿Y adónde vas? ¿Algún sitio exótico?».
«Aún no estoy seguro», farfulló Kibby. De hecho, sabía que iba a acudir a otra convención de Star Trek, esta vez en Birmingham, pero no quería que sus compañeros de trabajo, sobre todo Skinner, supieran de sus andanzas. Ya era suficientemente hazmerreír, pensó, mientras sostenía la botella de Volvic con mano temblorosa y se la llevaba a unos labios secos y agrietados. Ian no había llamado, y ni siquiera había contestado a los mensajes que le había enviado por el móvil. Hacía siglos que no le veía, desde lo de Newcastle, a decir verdad. Seguro que se lo encontraría en la convención de Birmingham, y ahí podrían retomar las cosas en el punto en que las habían dejado.
Pero aquí y ahora, Brian Kibby se sentía absolutamente fatal. Eso era lo peor de aquella enfermedad, la crueldad de los períodos en que remitía, uno empezaba a sentirse esperanzado, y entonces…
Estaban haciéndole más pruebas en el hospital. Seguían insistiendo en lo mismo: varias enfermedades sin identificar y otras conocidas, trastorno psicosomático depresivo, un virus fantasma. La insinuación de que se negaba a reconocer que era un alcohólico que no quería salir del armario, por muy velada que estuviera, nunca desapareció completamente del orden del día, pero para él todo eso no eran más que sandeces, porque seguían sin saber por dónde empezar, lo mismo ahora que al principio.
Se había puesto a hacer búsquedas obsesivas por Internet, comprobándolo todo, desde la medicina alternativa y oscuros cultos religiosos hasta la posesión por alienígenas, en un intento por llegar a comprender algo acerca de su estado. Sentado furtivamente ante el escritorio, notando palpitaciones en los oídos y temblores en las manos, oyó cómo la ronca voz de Skinner bramaba, con un fuerte acento cockney, para que le oyera toda la oficina: «I’M ORF TO IBEEFA AGAIN THIS SUMA-AAH EHND OIM AVIN IT LAWWRGGG!!» [15] Y cuando Kibby se volvió, vio que Skinner lo decía mirándole fijamente a él, casi como si se tratara de una amenaza. Salió rápidamente del Internet Explorer y abrió una carpeta de inspecciones.
Aquel día, durante la comida, Kibby realizó una de sus acostumbradas visitas a la Biblioteca Nacional de George IV Bridge. En su intento personal por explicar lo inexplicable, continuó investigando durante las pausas, sumido en una paranoia compulsiva y aberrante.
Mientras escrutaba los periódicos en microfichas, algo le llamó la atención. Se fijó en un artículo acerca de una mujer llamada Mary McClintock, que había vivido con diecisiete gatos en una caravana apestosa de las afueras de Tranent hasta que las autoridades tomaron cartas en el asunto y la metieron en un complejo de viviendas tuteladas. Mary se definía a sí misma como «bruja blanca» y estaba considerada por algunos como experta en hechizos. Kibby no necesitó mayor estímulo y obtuvo un número de contacto por medio de una chica que conocía Shannon y que trabajaba para Scotsman Publications en Holyrood.
Después del trabajo, fue a Tranent, tomando un autobús de la línea Eastern Scottish en la estación de St Andrews. Encontró el complejo de viviendas tuteladas sin gran dificultad. Mary McClintock era mucho más obesa de la cuenta, pero, en aparente contraste con su cuerpo indolente y aspecto general zopenco, tenía unos ojos chispeantes e inquietos. Llevaba lo que a Kibby se le antojaron varias capas de ropa y aún así parecía temblar, pese a que en el complejo hacía tanto calor que él había tenido que quitarse la chaqueta y seguía sudando de un modo muy incómodo.
Mary le hizo tomar asiento y escuchó mientras él le explicaba su afección. «Para mí que te han echado un maleficio», le dijo ella muy en serio.
Kibby casi sintió deseos de resoplar de desprecio ante lo que acababa de oír, pero se contuvo. Al fin y al cabo, ninguna otra cosa se había aproximado siquiera a dar con una explicación válida. «Pero ¿cómo es posible?», inquirió. «¿Cómo?… Es una insensatez…».
«Si tan insensato te parece, entonces no querrás que te diga una palabra más», dijo ella, con la cabeza temblándole imperiosamente.
«Puedo pagar, si es eso lo que quiere», gimió Kibby, desesperado.
Mary le miró con expresión de cierta indignación. «Por supuesto que vas a pagar, y no con dinero precisamente, hijo. A mi edad no me sirve de nada», le explicó mientras aparecía en sus labios una expresión lujuriosa.
De repente Kibby empezó a notar que, en efecto, allí hacía mucho frío. «Qué… esto… yo…».
«Dijiste que antes de enfermar estabas delgado…».
«Sí…».
«Serías todo polla y costillas, me jugaría algo. ¿Estoy en lo cierto?».
«¿Qué…?», dijo Kibby con un grito ahogado de asombro, agarrándose con fuerza a los brazos de la silla.
«¿Tienes una buena polla, hijo? ¿Una polla bien gorda? Porque eso es lo que quiero», le soltó Mary con toda naturalidad. «Después haremos una consulta pormenorizada».
Kibby se levantó y se dirigió hacia la puerta. «Creo que, eh…, es obvio que me he equivocado de lugar. Lo siento», dijo saliendo apresurada y nerviosamente del piso.
Al llegar al vestíbulo oyó cómo la voz de ella le seguía: «¡Además, tú eres de los guarretes, no te creas que no me he dado cuenta!».
Abrió la puerta de salida de un empujón, desesperado por abandonar las anegadas calles de Tranent tan pronto como fuera humanamente posible.
¡Es una chiflada! ¡Seguro que chochea!
Fuera estaba diluviando, y se apretujó bajo una marquesina abarrotada de gente. Poco después se detuvo un autobús, pero él estaba demasiado destrozado y atacado de los nervios para andar de empellones entre cuerpos apretujados para subirse a él. Desalentado, caminó con dificultad bajo el torrente lluvioso y paró un taxi, al que le costó más tiempo del que había supuesto adelantar al autobús, lo que le permitió coger éste y regresar a Edimburgo.
Al llegar a casa, cenó y se quedó sentado, sumido en un silencio espantoso, viendo la televisión mientras Joyce le contaba su jornada. Aquello era terrible. Se sentía abatido, nervioso, con la cabeza como un bombo, la fuente del cual parecía alternar de una sien a otra, y apenas podía respirar. Tenía los nervios más tensos que las cuerdas de un piano. En cuanto se sintiera lo bastante descansado subiría las escaleras para jugar a Harvest Moon. Pero era tan peligroso…
Muffy…, tengo tantas ganas de follármela…, no, no, no, pero al menos ella no es real, como Lucy y… y esa horrible vieja bruja de hoy…, no es justo…, por favor, no…
Aunque un poco de tele estaría bien, un poco de tele en un silencio total. Pero ese simple placer…, ¿por qué no puede estarse callada? ¿Por qué no puede dejar de hablar nunca?
Y Joyce seguía hablando; sus palabras le taladraban el cráneo, convirtiéndose en otra fuente de tormento para su fatigada alma.
«… unos cheques-regalo para cedés para el cumpleaños de Caroline. Vi un jersey precioso que le habría sentado de maravilla, pero a ella le gusta comprarse su propia ropa y puede ser muy suya a la hora de aceptar ponerse algo que le hayas regalado…, ¿a ti qué te parece, Brian?».
«De acuerdo…».
«O a lo mejor unos cheques-regalo para libros mejor que para discos. De todos modos tiene cedés de sobra y los libros le serán mucho más útiles en sus estudios…, a tu padre siempre le gustaron los libros. ¿Qué te parece entonces, Brian, vales para libros o para música? Dime, de verdad, ¿qué te parece?».
«¡Me da igual! ¡Déjame ver la tele en paz, por favor!», vociferó Kibby.
Joyce se quedó chafada, mirándole como si fuera el último cachorrillo de la camada que quedara en el escaparate de la tienda de animales. Al ver la angustiosa mirada de su madre, a Kibby se le cayó el alma a los pies.
El silencioso impasse fue roto por un timbrazo desgarrador que a Kibby casi lo mata del susto. Joyce también reaccionó con un respingo. Después, contenta por la interrupción, se puso rápidamente en pie para abrir la puerta. Cuando regresó, la acompañaba un sujeto vestido con sudadera y parka. Era Ian.
Ha venido a hablar de lo de Birmingham.
«Escuchad», les informó Joyce, «yo me voy a dar un salto para ver a Elspeth y a su recién nacido. Os dejaré solos para que os pongáis el día».
«Estupendo», dijo Kibby, lanzándole a su madre una mirada de disculpa por su arrebato anterior. «Y creo que la idea del vale para libros es estupenda, mamá».
«Muy bien, hijo», dijo Joyce, con las mejillas ruborizadas de sentimiento amoroso. El chico se encontraba mal y era verdad que ella hablaba por los codos. Daba igual, Ian estaba allí y le animaría.
Ian y Brian se miraron el uno al otro de forma severa y tensa hasta que oyeron cerrarse la puerta del cuarto de estar, seguida justo después por el portazo de la entrada principal.
«Ian…, yo…», empezó Brian.
Ian le indicó que se detuviera con la mano. «Escucha, Brian, por favor, escucha lo que tengo que decir».
Se mostró tan apremiante y tan grave que Brian Kibby no pudo sino asentir con un gesto de la cabeza.
«El criarse por estos lares, en una ciudad como ésta…, en un país como Escocia…, no resulta fácil para los de nuestra cuerda».
Kibby pensó en sus años de triste aislamiento en el colegio, cuando nadie le hacía caso, le rechazaban o, peor todavía, le ponían en ridículo y se metían con él. Asintió lentamente.
«Complica el admitir según qué cosas acerca de uno mismo. Cuando vi que te marchabas en Newcastle en compañía de aquel tipejo… y luego llegué al hotel a la mañana siguiente y tenías esa pinta de haber recibido una paliza…».
Kibby trató de hablar pero de su garganta reseca no salió palabra alguna.
«… pensé: “¿Por qué tendría que liarse Brian con alguien así, un tiparraco repugnante que no le respeta y encima le pega?”».
Kibby experimentó un inquietante estremecimiento. Empezaron a castañetearle los dientes. «Pero si yo…, yo…».
«… cuando hay alguien próximo a él que le quiere, que siempre…». Ian se inclinó hacia delante y Kibby palideció. «Así es, Brian, he estado pensando mucho, rompiéndome tanto la cabeza…, te quiero, Brian…, ya está, ya lo he dicho», soltó Ian acto seguido, mirando hacia el techo. «No se ha desplomado el cielo, ni me ha fulminado un rayo. Siempre te he querido. Nunca supe que eras como yo…, siempre estabas hablando de chicas como Lucy… ¡Dios mío, cada vez que mentabas el nombre de esa zorra era como si me clavaran una estaca en el corazón!… ¡Si me lo hubieras podido decir! ¡No había necesidad alguna de una cortina de humo tan rebuscada, de vivir una mentira!».
«¡No! ¡Te equivocas!», chilló Kibby. «Había…».
«No, Brian, ya basta de engaños. ¿No te das cuenta? ¡Durante años la gentuza como McGrillen nos llamó “maricones” o “mariposones” en el colegio sin que hubiéramos hecho nada! ¿Qué pueden hacernos ahora? ¿Qué pueden decir o hacer que no hayan hecho ya? Podemos alquilar un piso entre los dos…».
«¡No!», gritó Kibby.
«¿Crees que me preocupa lo de tu enfermedad? Ya nos las arreglaremos. ¡Cuidaré de ti!», imploró Ian.
«¡Estás loco! ¡No soy gay! ¡No lo soy!».
«¡No es más que la clásica negativa a reconocerlo!», dijo Ian, volviendo las palmas de las manos hacia arriba y sacudiendo la cabeza. Desde la perspectiva de Kibby, la nuez se le movía arriba y abajo, como si un alien estuviera a punto de reventarle la garganta. «Sé que tu madre está metida en todo ese rollo religioso y que algunos aspectos del cristianismo son antigays, pero la Biblia aporta un montón de indicios en sentido contrario…».
Lo único que Kibby pudo hacer fue mirar a los ojos a su emocionado amigo y decirle con voz queda: «Mira, no quiero estar contigo… de ese modo…».
Ian se sentía completamente desinflado, deshecho. Se quedó sentado por un segundo, con el ánimo completamente por los suelos. Después miró a Kibby de arriba abajo y de manera fulminante, mientras le inundaba la amargura del rechazo: «¿De modo que no te gusto? ¿Pero quién coño te crees que eres? ¿Yo no te gusto a ti?». Se puso en pie de un salto y, furioso, señaló el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. «Échate un vistazo ahí un rato de éstos, culo gordo. ¡Mira y verás lo que eres! ¡Te estaba haciendo un favor! No hace falta que me acompañes, ya me largo», dijo haciendo un cáustico mohín, antes de dar media vuelta mientras un Kibby atónito y destrozado oía cerrarse de golpe primero una puerta y luego otra.
Shannon se ha recogido el pelo en un moño. Le da un aspecto adusto, aunque no falto de atractivo. Le pregunto si le apetece tomar una copa después del trabajo. Me dice que tiene un informe de inspección pero que nos veremos en el Café Royal a eso de las cinco y media. He decidido contarle que creo que mi viejo es un cocinero americano que vive en California.
Son casi las seis cuando aparece, y en vez de sentarse a mi lado en el reservado, lo hace en la silla de enfrente. No hace el menor ademán de quitarse la chaqueta.
«¿Qué quieres tomar?», le pregunto con nerviosismo.
«Nada. Me marcho a casa. Sola. Se acabó, Danny», me dice con esa mirada distante, pero intensa y estoica que siempre pone la gente cuando corta. Ya me voy acostumbrando.
Aunque asiento de forma comprensiva, no dejo de notar la rencorosa bilis del rechazo abrasándome el pecho y las entrañas como un licor barato y áspero.
«Esta relación ha agotado su función, al menos para mí, y sospecho que para ti también», dice. «Ha llegado el momento de pasar a otra cosa».
Me abruma una avalancha de emociones. Ella tiene razón, pero es que yo necesito… a alguien ¿Por qué será que las chicas están más hermosas y más deseables que nunca justo en el momento en que te mandan a tomar por culo? Siento que se me humedecen los ojos. «Tienes razón», le digo, colocando mi mano sobre la suya y apretándola ligeramente. «Eres una tía estupenda, y una de las mejores personas que jamás he conocido», le digo con absoluta sinceridad, «es sólo que esto llegó en el momento equivocado para ambos», admito. «Sé que es lo que la gente acostumbra a decir en estas circunstancias sin sentirlo de verdad, pero te aseguro que me gustaría que pudiéramos seguir siendo amigos, y con eso quiero decir amigos de verdad».
«Ni que decir tiene», dice ella, con una expresión de leve desilusión y a la vez un poco llorosa. Se entiende por qué: la psique de quien va a dejarte plantado tiene que acumular fuerzas para ello, repasando todas las frases en la cabeza, de manera que la sola presencia de la otra parte resulta decepcionante por naturaleza, incluso antes de que ésta hable. Se frota los ojos y se levanta, besándome en la mejilla.
«¿No te quedas a tomar algo?», le pregunto en un tono de cierta desesperación, pero es que necesito hablar con alguien del cocinero yanqui este.
«No puedo, Danny», me dice con tristeza, pero sacudiendo la cabeza para subrayar sus palabras. «Te veré mañana en el trabajo. Adiós».
Y atraviesa el bar, haciendo resonar las baldosas de mármol bajo los tacones.
Antes de echar otro trago voy a ir a ver a mi madre. Voy a preguntarle acerca de los chefs con los que trabajó, dejaré caer algunos nombres y veré cómo reacciona. Apuro mi pinta y bajo por el Walk, subiéndome a un 16 cuando ya no me fío de mi capacidad de pasar de largo ante otro garito.
Paro en casa y vuelvo a echarle un vistazo al libro de De Fretais.
Compilar este libro resultó una tarea menos sencilla de lo que habría cabido suponer. Cuando me puse en contacto con mis compañeros de profesión para pedirles que compartieran conmigo sus técnicas no sólo culinarias, sino de seducción sexual y amorosa, como es natural se produjo cierto revuelo. Mucha gente pensó que se trataba de una tomadura de pelo pura y simple, De Fretais gastando sus acostumbradas y estrambóticas bromas. Hubo espíritus aún más tristes, que llegaron incluso a ofenderse, calificándome de maniático o de sujeto ávido de publicidad, que sólo buscaba vender apoyándose en obscenidades.
No obstante, en mi oficio existen algunos audaces libertinos, y éstos se mostraron más que dispuestos a compartir con nosotros sus secretos. Les doy a todos ellos las gracias desde el fondo de mi corazón. El dormitorio del maestro cocinero ha de ser como su cocina: un ruedo donde se plasman los sueños y donde la exquisitez artística y la iluminación sensual brotan a partir del orden, el movimiento y la inspiración que ponemos de nuestra parte.
Joder, qué pagado de sí mismo está este cabrón. ¡Y dice que no está obsesionado consigo mismo!
Cuando llego a casa de mi madre, me encuentro la puerta abierta. Entro, atravesando el estrecho pasillo, pasando sobre la alfombra india que siempre he admirado. Está en el salón, en la zona de la cocina, y también está ahí Busby, sentado ante la barra de desayuno, su bulbosa nariz y sus mejillas reluciendo con un tono del color del whisky. Desde su regazo, el gato me lanza una mirada desafiante. Su disposición arrogante y hogareña se desmorona ante mi presencia; dobla unos documentos y los mete en un maletín desvencijado. «Hola, hijo», dice de forma ansiosa, servil incluso.
Miro a mi vieja con ojos acusadores; ella se apoya sobre la encimera de la cocina y se me queda mirando: con una expresión socarrona y de fulana, mientras exhala el humo de un cigarrillo. A su lado hay un vaso de whisky. En la radio suena la canción «Rag Doll».
¿Qué cojones pasa aquí? ¿Cuándo fue la última vez que este viejo capullo vendió un seguro?
«Hooombre, forastero», me dice mi madre en un tono totalmente insidioso. Es como si supiera que ha ganado porque yo he acudido aquí a verla, y se cachondea.
Algo hay en su comportamiento que inspira confianza al viejo vendedor de seguros. En la mirada de éste asoma una chispa, y sonríe con picardía mientras se lleva el cigarrillo a los labios. El gato sigue mirándome, juzgándome de forma solemne y férrea. Diríase una conspiración a tres bandas.
«Veo que estás ocupada. Vendré a verte cuando estés un poco más arreglada», digo, sin poder evitar que suene despectivo.
Mientras salgo oigo que mi madre me dice «Hasta luego, forastero…» y a continuación oigo las risas de ambos —la de ella estridente y la de él melodiosa pero jadeante, como un viejo acordeón— que me acompañan hasta la salida y por las escaleras.
Salgo a la calle y empiezo a caminar por el adoquinado, tomando un atajo para llegar a Water of Leith. Durante un rato tengo la impresión de caminar sin saber adonde voy, hasta que me doy cuenta de que me dirijo por la cuesta de Restalrig Road hacia Canton’s Bar, en Duke Street. Empieza a anochecer y el frío aire nocturno me azota el rostro.
Puta vacaburra. Guarra asquerosa de mierda. Sólo quería hablar con ella y me la encuentro allí con ese canallita…
Hola, hijo.
Pero eso lo dice todo el mundo. Busby siempre me lo ha dicho.
En el pub, pido una pinta antes de darme cuenta de que, por algún motivo, llevan desde ayer sin limpiar este puto bar. El barman me informa de que anoche apuñalaron aquí a alguien, y que la policía lo consideró un intento de asesinato. «Acaban de darnos luz verde para abrir», dice. «No hemos tenido tiempo para limpiar. Por lo de los forenses y todo eso».
Me agobia el rancio residuo del reciente pasado alcohólico y violento de esta taberna. El nauseabundo olor a vómitos se me queda pegado en la nariz junto con la peste a humo de tabaco viejo y a alcohol; hay que ver cómo lo impregna todo. Es evidente que lo cerraron a primera hora del día de hoy: los ceniceros siguen llenos y los vasos de la noche pasada siguen sobre las mesas. Una mujer madura coge una fregona y echa un poco de Shake n’ Vac a la alfombra de cuadros escoceses, que junto a la gramola está negra de sangre. Pienso que debería marcharme pero el camarero ya me está sirviendo, así que busco un rincón y me siento mientras maldigo mi suerte.
Rechazo.
Kay, Shannon, mi vieja, Kinghorn, hasta McKenzie. Parece que el padre ausente fijó la puta pauta. Y vaya si sería el último bofetón en los putos morros si resultara que éste, en lugar de ser el atlético californiano, fuera el asquerosillo de Busby.
Hola, hijo.
Si puedo hacérselo a Kibby, puedo hacérselo a ese canalla. Siempre le he odiado. Ahora concentro mi odio sobre Busby.
BUSBY.
ODIO A ESE CAPULLO GIMOTEANTE Y MANIPULADOR.
TENGO EL PODER DE DESTRUIR A ESE CABRÓN.
ODIO A BUSBY
ODIO A BUSBY
ODIO ODIO ODIO…
ODIO A BUSBY
ODIO A BUSBY
ODIO ODIO ODIO…
Ese rencoroso mantra prosigue hasta que estoy agotado y siento que me va a estallar la cabeza. Entran en el bar un par de vejetes, se quedan con mi intensa mirada al vacío y se hacen un gesto mutuo con la cabeza, mirándome por encima del hombro. «Adivina quién es el chiflado», se ríe uno de ellos.
Pero a pesar de mis esfuerzos, no pasa nada; no tiene lugar ninguna extraña alquimia. Absolutamente nada que se asemeje a la inmensa, vertiginosa y demoledora sensación, seguida por una oleada de energía, que eperimenté cuando le eché el maleficio a Kibby. Ahora sólo me siento estúpido y cohibido, consciente de las miradas que me lanzan desde la barra.
A pesar de todo, soy incapaz de concitar el mismo odio contra Busby. ¿Será porque es él, porque ese desgraciado es mi padre? ¿Será que no puedo matar a los míos?
¿Y qué es lo que tiene entonces la obsesión esta con Kibby? ¿Qué tiene que ver exactamente conmigo?