Habían salido más polluelos del cascarón. Pese a otro ataque nocturno, aquella mañana se levantó temprano y realizó un turno de trabajo en Harvest Moon. Kibby se alegraba de haber evitado a todas las chicas, sobre todo a Muffy. Se había dado una panzada tremenda de trabajar, concentrándose en ayudar a los polluelos a salir del cascarón, en plantar y cosechar los cultivos, y en reparar vallas. De eso iba Harvest Moon en realidad; no había sido concebido como herramienta de masturbación de mal gusto. Sacó el pequeño calendario del cajón que tenía bajo la mesa. Ayer no hubo ninguna marca negra.

Hacía una mañana luminosa y cruda; Brian Kibby se aventuró a salir, subiendo de forma lenta y concienzuda por Clermiston Hill. Con gran esfuerzo, inhaló profundamente por el maltrecho tabique nasal, pugnando por oxigenarse unos acartonados pulmones. Y, no obstante, el esfuerzo valió la pena, pues el oxígeno fresco e intenso le embriagó. Resultaba doloroso respirar, eso sí, y por algún motivo le dolía terriblemente la mandíbula.

Al llegar a la cima de la colina y detenerse allí por un instante, Kibby experimentó una oleada de triunfo espiritual que trascendió brevemente el dolor de su carne mortal. Mirando a un lado, casi podía divisar el color plateado y fresco de las aguas del estuario, y tras él la costa de Fife. Forzando sus fatigados pulmones para introducir en ellos un poco más de aire, se volvió hacia las colinas de Pentland, todavía espolvoreadas de nieve.

No debo pensar en Shannon, en Lucy o en Muffy. Muffy sólo forma parte de un juego. Soy más fuerte que esos impulsos. Puedo vencerlos. Hoy tampoco habrá marcas negras.

Satisfecho con sus esfuerzos, descendió lentamente hacia Corstorphine, dejando que la inercia le llevara hasta la consulta del médico, situada al pie de la colina.

Con una pinta de Lowenbrau y un Jack Daniel’s con Pepsi delante de él, Skinner pensaba con satisfacción: ¡He llegado al pub antes que Rab McKenzie! Pero sólo por los pelos, pues las puertas del Pivo Bar se abrieron de golpe y el grandullón entró caminando con pesadez. Cosa inusitada en él, Rab el Grande no acudió directamente a la barra, sino a la mesa ocupada por Skinner. «Se ha acabado», le dijo McKenzie con crudeza.

«¿El qué?», preguntó Skinner; el tono de voz frío de McKenzie le inquietó.

¿Acabado? ¿Qué se ha acabado? ¿De qué iba?

«El matasanos. Fui a ver al médico. Por los dolores…», le explicó, frotándose el costado y dándose una palmada en el pecho. Skinner apenas recordaba haber oído hacía no mucho a McKenzie farfullar algo acerca de unos dolores. «El tío me dijo: “Como vuelvas a beber, la palmas”».

«¿Qué sabrán esos cabrones?», dijo Skinner con sorna, levantando su vaso de Jack y mirando a su amigo en busca de apoyo.

McKenzie sacudió la cabeza. «Nah, se acabó», repitió con la solemne irrevocabilidad de un sacerdote que estuviera administrando los últimos sacramentos. Se miraron el uno al otro brevemente.

Joder, ¿qué es esa mierda que veo en la mirada de McKenzie? ¿Será miedo? ¿Odio?

Entonces Danny Skinner dijo algo que, incluso en el instante en que abandonaba sus labios, le sonó inverosímilmente falto de garra: «Siéntate, quédate a tomarte una Pepsi o algo…».

McKenzie le miró con expresión severa, como si le estuviera vacilando, y en la confusión en la que estaba sumida su existencia actual, Skinner se preguntó si no sería cierto que una parte de sí estaba haciendo eso exactamente. «Ya nos veremos luego», dijo Rab el Grande, dirigiéndose hacia la puerta y dejando a Skinner solo en la mesa.

«Pégame un toque», gritó Skinner a sus espaldas. McKenzie se volvió a medias y gruñó algo antes de reanudar el camino hacia la puerta.

Por supuesto, sabía que McKenzie no volvería a llamarle. ¿Para qué iba a hacerlo? En la actualidad Skinner se estaba distanciando de la dosis de adrenalina de los sábados. Al margen de eso, durante los ocho años que había durado su amistad como adultos, la única vez que no habían tenido una bebida delante había sido cuando había una raya de coca en su lugar o se habían metido una pastilla de las fuertes.

Rab el Grande va a tener que aficionarse al hachís. ¡Un cambio en el estilo de vida donde los haya!

Skinner pensó en las carnes pesadas y pálidas de su amigo, y recorrió con el dedo su propia piel, tersa y sin arrugas, para tranquilizarse. Durante mucho tiempo se había preguntado si su padre era bebedor o no. Era inevitable: a los chefs siempre les gusta echar un trago, como había dicho De Fretais. Desde luego, ése era el caso del viejo cabrón de Sandy, aunque era de suponer que tener las joyas de la corona achicharradas y esparcidas por todo el New Town era motivo de sobra para darse al alpiste. Se preguntó si el americano, Greg Tomlin, bebería o no.

Me imagino por ahí de tragos con mi viejo el chef. ¡Menuda travesía! Una auténtica batalla de pesos pesados. ¡McKenzies abstenerse! Pobre Rab, no tiene la constitución para jugar con los chicos grandes. ¿Quién lo habría imaginado?

Echando un gran trago de su pinta y apurando el doble JB con Pepsi, Skinner se recostó en el asiento y empezó a reírse. Luego se dio cuenta de que no podía parar. Mientras los demás bebedores le observaban con creciente inquietud, él iba zapateando una ruidosa retreta en el suelo de contrachapado del bar, completamente ajeno al numerito que estaba montando.