Pese a que soplaba un viento del Mar del Norte fresco y enérgico, la mañana era luminosa y cálida. Skinner fue brincando por Leith Walk, asintiendo con gesto jovial al mirar a los ojos a todos aquellos con quienes se cruzaba, se tratase de conocidos o de extraños. Su euforia aumentó cuando llegó a la oficina y vio a Kibby apoyado contra la pared, aparentemente pasando cierto apuro.

¡Tiene el culo totalmente petado!

«Brian, tendríamos que repasar estos informes de inspección tuyos», observó Skinner con una sonrisa jovial, acercando un par de duras sillas de plástico que estaban junto al escritorio de Kibby. «¡Se siente, amigo!».

Arrastrando los pies, Kibby se acercó pero no tomó asiento. Skinner indicó la silla con un gesto de la cabeza. «¿Qué pasa? ¿Problemas con las hemorroides?».

«Nah, yo…, mira…».

«¿No habrás estado haciendo el bujarra o algo por el estilo?».

«Vete al carajo», bufó Kibby entre dientes, marchándose al servicio como buenamente pudo.

Skinner puso los ojos en blanco y recogió una carpeta. Volviéndose con gesto meditabundo hacia Shannon, preguntó: «¿Crees que Brian Kibby es maricón?».

«No, sólo un poco tímido. Deja de ser tan horrible con él, Danny», dijo Shannon. Más aún que Skinner, ella comenzaba a acusar el hastío de una relación que no iba a ninguna parte. Últimamente lo únicio que a él parecía interesarle era el sexo, y por lo que había oído, no sólo con ella.

«Creo que ser virgen en Edimburgo a los veintiún años es de lo más triste que quepa imaginar. Aquí la gente pierde la virginidad antes que en cualquier otra parte del mundo…, salvo San Francisco».

Shannon le miró con expresión dubitativa. «¿Hay pruebas estadísticas de eso?».

«Hay pruebas estadísticas para todo», observó Skinner, escarbando con la uña entre dos dientes para desalojar un trocito de comida. Se da cuenta que ella está necesitada, y sabe que seguramente volverán a follar esa noche. Shannon también lo sabe y le mira de nuevo, desesperando de la inutilidad de todo aquello. La relación de amigos-con-derecho-a-roce iba perdiendo tirón.

El modo en que me está mirando…, se estremeció Shannon, fijándose en él con atención. Últimamente está muy cambiado. Quizá no fuera más que el ascenso, pero parecía embriagado de poder. Y tenía que reconocer que, pese a la fealdad de la situación, estaba fascinada. De todas formas, y por atractivo que resultara, estar cerca de él tenía algo perverso.

«¿Qué?», dijo Skinner, encogiéndose de hombros mientras Shannon se levantaba y abandonaba el despacho.

Pero qué raras son a veces las tías.

Aun cuando estaba inmerso en el poder que tenía sobre Kibby, Skinner sentía que de algún modo su vida actual no era sostenible. De una forma siniestra, gran parte de ella parecía depender de su némesis. Aquel extraño maleficio frenaba su avance, impidiendo que cumpliese con lo que empezaba a ver como su destino.

Pensó en vivir en San Francisco, donde nunca hacía demasiado frío y siempre había un clima templado, entre los doce y los veintitrés grados la mayor parte del tiempo. Las palabras de De Fretais en el texto de Secretos de alcoba de los grandes chefs le resonaban en los oídos: Greg Tomlin, pagado de más, follado de más y en todo lo demás de más. Y Tomlin vivía en San Francisco. ¿Podía ser que el cocinero estadounidense fuera su padre? Skinner pensó en la afinidad que siempre había sentido por los Estados Unidos. El país de la libertad, donde daba igual qué acento tuviera uno; de todos modos, era de suponer que el mundo entero se identificaría con aquella nación: el cine, la televisión, los restaurantes de comida rápida: uno se criaba con todo eso a su alrededor. Imperialismo cultural. Y, no obstante, no era de extrañar que todo el mundo le odiase cada vez más: era tan estúpido, tan interesado y tan descarado que estaba pidiendo a gritos que lo aborrecieran. Greg Tomlin. ¿Cómo sería? ¿Sería él aquel hombre alto, esbelto, moreno, con una nueva y joven familia, que recibiría con los brazos abiertos a su hijo largo tiempo perdido?

¿Le detestaría? ¿Haríamos buenas migas?

Danny Skinner se marchó brincando alegremente a los lavabos a orinar. Mientras se lavaba las manos, tarareaba alegremente la letra de una canción de R. Kelly:

It’s the freakin weekend baby,

I’m gonna have me some fun,

Gimmie some of that toot-toot

Gimmie some of that beep-beep[11].

Sabía quién estaba encerrado en el cubículo del retrete con el cerrojo echado. Brian Kibby estaba sentado en la taza con las nalgas bien distribuidas sobre el asiento, sumido en un silencio aterrorizado, haciendo una mueca provocada por un dolor que le arrasaba en lo más íntimo de su ser. Había estado pensando en formas de evitar tocarse el pene, cuando apareció Skinner y le ayudó de forma inadvertida, pues su canturreo sofocó cualquier meditación de índole sexual.

Ayúdame, Señor, dame fuerzas, por favor…

Skinner sonrió ante la puerta cerrada. Oyó cómo un súbito chaparrón golpeaba la ventana de vidrio esmerilado del exterior y quiso estar en San Francisco.

¡Dios Santo, cómo me gustaría estar en Escocia! Estas fotografías hacen que lo recuerde todo como si fuera ayer. Edimburgo. ¡Vaya una ciudad! Tenía un clima que hacía que no te importara estar encerrado en una cocina o en un bar. No como esta mierda tan marciana; los vientos de Santa Ana han hecho estragos y la temperatura ha subido por encima de los treinta y siete grados. Aunque en el sur de California lo tienen peor. Me pregunto qué les pasará por la cabeza de los neocristianos de extrema derecha el día que vean arder sus hogares. Quizá que ha llegado el Juicio Final y que ése es su castigo por votar a «Arnie». Con tanto cristiano suelto y tan pocos leones, digo yo que los incendios estarán para eso.

Pero no hace un tiempo como para estar en una cocina. Para nada. Preferiría estar en una playa que en el curro. Todo el día. Todos los días. En cuanto me doy media vuelta, me sale un cocinero renegado con ínfulas de diva que quiere imprimirle su toque personal a mi risotto de marisco. Ahora tengo que estar a primerísima hora en el puñetero local porque el fontanero viene a desatascar uno de los fregaderos.

Vuelvo a echarle un vistazo rápido a la colección de fotos viejas que encontré el otro día —o, mejor dicho, que encontró Paul cuando miraba entre sus cosas— de cuando viví en Escocia. Debió ser en torno al 79 o el 80 quizá. Ella, con aquel peinado grotesco tan pasado para aquella época y esa sonrisa bobalicona. Él, con ese ridículo mono de portero. Y Alan, con el gen de la obesidad a punto de entrar ya entonces en erupción, te lo juro. Ahora se lo tiene muy bien montado: una prueba clarísima de que la mierda flota. Me pregunto qué tal les irá a los demás.

Corren otros tiempos. Las fotos viejas no hacen más que ponerme melancólico. Vuelvo a meterlas en el sobre y lo dejo sobre la mesita de la puerta principal. Bajo las escaleras del porche y salgo a la calle, echándole un vistazo al barrio de Castro. Decido ir caminando al trabajo.

De modo que voy recorriendo Castro, atravesando este curioso gueto en el que se instalaron todos los paletos desmovilizados de la marina al terminar la Segunda Guerra Mundial. En cuanto se aficionaron a los culos, no hubo manera de hacer que volvieran a sus lugares de origen a contraer matrimonio con vacas reproductoras y vivir el resto de sus días sumidos en la frustración sexual de una granja del Medio Oeste. No, este punto de desembarco y desmovilización fue, de hecho, nuestro punto de embarque y movilización. Fue el primer auténtico Boystown[12].

El viejo bar me tienta, pero paso de largo, tomando un atajo para llegar a Fillmore y de ahí a Haight. Soy consciente de que, pese a todo el tiempo transcurrido, esta espléndida y añeja villa, edificada gracias a la fiebre del oro y que vive en la actualidad de los microchips, sigue embelesándome. Incluso hace que me pregunte por qué he entrado en el bar. Hace años, siempre me dejaba caer para tomar una copichuela rápida, aunque sólo fuera por ponerme al día con los cotílleos.

Probablemente se deba a que el Castro de hoy, con sus fontaneros gays, sus lavanderías para gays y sus carnicerías y carpinterías gays, me resulta del todo superfluo: no es más que otra manifestación de la obsesión que tiene esta sociedad por sexualizarlo todo. Hay que ver cuánto hemos cambiado el mundo hetero las reinonas. A peor. Si nos hubiéramos dado cuenta de que arreglar un fregadero no es un acto gay ni hetero, sino asexuado… De lo más asexuado.

Al llegar al restaurante, el joven fontanero lo ejemplifica a la perfección. La forma en que encarna una imagen cultural tan convencionalmente gay resulta tan omniabarcante que me recuerda a uno de los androides de la película Yo, robot.

«Ay, señor Tomlin, a saber las cosas que bajarán por este desagüe», me suelta, cubierto de alimentos en descomposición y aguas malolientes.

«Es una cocina», le informo. Y así es. No es una playa, sólo una puta cocina; sucia, maloliente y calurosa del carajo.

Tambaleándose, estornudando, regoldando y pediendo por aquella inmaculada cocina con su bloc, Brian Kibby conseguía superar el martirio de su inspección. Tan absoluta era su inmersión en su propio suplicio que no era consciente de la impresión que él mismo estaba causando. Maurice Le Grand, cocinero ejecutivo en el Bistro Rué St Lazare, se puso furioso al contemplar a la criatura despeinada y hedionda que había venido a inspeccionar su restaurante. Aquello tenía que ser una broma. ¿Cómo se atrevían a insultarle de aquella manera?

Le Grand llamó directamente por teléfono a Bob Foy, quien había pedido a Skinner que estuviese presente durante una entrevista de orientación y asesoramiento que iba a celebrar con Kibby al respecto.

Danny Skinner saboreó el instante en que Brian Kibby entró en el despacho, casi arrastrándose, completamente avergonzado. «Siéntate», le ordenó bruscamente Foy, tras lo cual le arrimó un papel que había sobre la mesa. Era una hoja de reclamaciones. A Kibby le tembló la mano al leerla.

«¿Qué significa esto, Brian?».

«Yo… yo…», tartamudeó Kibby.

«Es una hoja de reclamaciones. La ha enviado Le Grand. Dice que eres un desastre. Una vergüenza», especificó Foy enarcando una ceja. «¿Tenemos motivos para estar preocupados, Brian?». Escrutó con desprecio el aspecto demacrado que éste presentaba antes de responder de forma irrevocable a su propia pregunta: «Yo creo que sí».

Kibby estuvo a punto de decir algo, pero su cerebro parecía haberse fundido. Por primera vez, pareció cobrar conocimiento de las manchas que llevaba en la camisa, y de los pantalones de su traje azul, mucho más ceñidos de la cuenta.

Pero ¿qué es lo que me sucede?

«Escucha», dijo Skinner bajando la voz, «¿tienes algún problema?».

«Es esta enfermedad…, yo…».

«¿No hay nada que te esté perturbando, en casa, por ejemplo?».

«¡No! Yo… últimamente no me encuentro bien…, yo…», titubeó Kibby. Skinner y Foy acababan de deshacerse de Winchester, el viejo compañero de copas de Skinner. Podían complicarle la vida. «Lo siento…».

«Vas a tener que ponerte las pilas», dijo Foy con ira queda y contenida. «Estás dejando en ridículo a esta sección, Brian, y no estamos dispuestos a tolerarlo».

«Yo… yo…».

«¿Me he expresado con claridad?».

En algún lugar de su alma, la conciencia de lo injusto de su situación pareció envalentonar a Kibby, y logró mirar a Foy a los ojos y decir: «Con claridad meridiana».

Estoy defraudando a la gente. Últimamente no he estado desempeñando bien mis obligaciones. Tengo que ser más pulcro. Pero es que me encuentro tan mal…

«Me alegro», dijo Foy con una gélida sonrisa.

Kibby miró a Skinner, el cual, había notado, acababa de echarle una leve mirada de desagrado a Foy.

«Mira, Brian, tómate esto como una charla informal, de carácter extraoficial si te parece».

En los ojos de Brian Kibby brilló una lágrima, y de forma perversa, experimentó una oleada de gratitud que al mismo tiempo le repugnó y le infundió deseos de gritarle a Skinner, a Danny Skinner nada menos, pidiéndole ayuda. «Gracias», logró decir Kibby a duras penas antes de excusarse y dirigirse al refugio en el que se había convertido para él el servicio.

¿Y qué decir de Kibby hoy? Hostia puta, ese chaval es una víctima innata. Nunca se es culpable de ofrecerle a las víctimas aquello que más desesperadamente ansian en esta vida: persecución y, si se es aún más generoso, el martirio. Si no lo haces tú, las Parcas lo harán por ti. Las Parcas rara vez se equivocan. Las excepciones pueden contarse con los dedos de una mano mutilada.

De Fretais y mi madre. Entre los dos podría desentrañar la verdadera historia. Pero me da la impresión de que es Tomlin el que las Parcas me tienen reservado. Toda mi vida he sabido que mi destino estaba en otra parte. Ahora creo que está en California.

¿Qué es lo que me retiene aquí? Con Shannon las cosas están cada vez más marcianas. Lo de anoche se parecía más a una pelea que a un polvo. Estábamos besándonos en el sofá de casa pero de forma rabiosa, desagradable, y me pidió —digamos que me ordenó— que me despelotara. Entonces empezó a chuparme la polla, pero arañándola con los dientes y mordiéndola; me dolía que te cagas y ella lo sabía. La tiré del pelo para apartarla de mi entrepierna en lugar de atraerla hacia ella. Me miró de forma ceñuda y cruel; yo le arranqué la blusa, haciendo saltar dos botones. Supuse que le apetecía hacerlo en plan bruto, así que empecé a magrearle las tetas. Ella jadeó e hizo una mueca. Me mordió el labio inferior hasta que ambos notamos en la boca el sabor metálico de la sangre. Le saqué los vaqueros y las bragas y le hinqué los dedos en el coño a lo bruto. Ella me cogió la polla de forma bastante ruda, clavándome las uñas mientras tiraba arriba y abajo del prepucio con tal fuerza que noté cómo el pellejo se desgarraba. Casi como maniobra defensiva, la agarré por la muñeca y se la sujeté contra el sofá mientras le clavaba mi polla escocida. Ella me tiró de la nuca, apretándome la frente contra la nariz, frotando y machacándola de mala manera, hasta hacer que me llorasen los ojos; tuve la práctica certeza de que me la iba a romper. La follé tan fuerte y tan implacablemente como pude, pellizcándole cruelmente el pezón, atenazándoselo entre el pulgar y el índice. Después ella me arañó toda la espalda y los costados, apartándome con violencia para escapar de debajo de mí. Me ordenó que me pusiera debajo y se me montó encima, gritando «ESTOY ENCIMA, MUY POR ENCIMA DE TI, SKINNER, SO CABRÓN», y me folló, pero en realidad lo único que hizo fue follarse a sí misma hasta alcanzar un amargo orgasmo. Cuando terminó, se apartó de mí como si fuéramos dos piezas de Velero, obligándome a meneármela para poder correrme. Dejé el sofá perdido de lefa. A ella le cayó un poco sobre el muslo, que se limpió con desprecio, usando el cojín. Y lo peor de todo ello, joder, fue el modo en que actuó como si hubiera sido todo de lo más normal, vistiéndose con calma y marchándose como si tal cosa. ¡Y luego nos vemos en la puta oficina a la mañana siguiente y aquí no ha pasado nada!

Y no dejo de mirar sutilmente a Kibby en busca de las marcas, los mordiscos y los arañazos que sé que encontraré.

Lo de Shannon y yo es de putos locos, ¡pero ya no somos amigos! Cada vez que ella entra en una habitación, no dejo de cantar la canción esa de los Dandy Warhols por lo bajini:

A long time ago we used to be friends

But I haven’t thought of you lately at all

If ever a greeting I send to you

Short and sweet is all I intend

A-aah – a-aah – a-aah…[13]

Ahora, mientras estamos sentados en un pútrido superpub de Leith que se llama Grapes, noto que está mosqueada. El sitio está decorado como el bar de un aeropuerto, pero no es un local para gente de altos vuelos: mesas de madera dura, mucho vidrio y cromo. Las sillas y el suelo ya tienen aspecto de estar bien castigados, y el ambiente está cargado y coloreado por una abundante humareda. El piojoso atuendo de moda de la clientela de Junction Street resulta tan delator de lo que hay como los precios, dibujados con tiza sobre pizarras varias, anunciando cerveza de calidad ínfima a una libra con cuarenta y nueve peniques la pinta y Stella a una con noventa. Yo estoy en la barra tomándome una sidra Bulmers y un Jack Daniels mientras Shannon se toma un Bushmills. Para animarla un poco, me apunto al karaoke. Veo que se aproxima a la barra una cara conocida. Que me jodan si no es mi viejo colega Dessie Kinghorn. Le saludo con una leve inclinación de cabeza; él me devuelve el cumplido con una muy somera sacudida de la testa. «¡Dessie!», vocifero. «¿Qué tal?», le pregunto mientras conduzco a Shannon hacia él.

«Voy tirando», me informa; entretanto, Shannon y él toman nota el uno del otro con cierta incomodidad.

Me vuelvo hacia Shannon: «Te presento a Dessie Kinghorn, un viejo amiguete mío. Shannon es… una colega», suelto con una risotada mientras ella me mira con mala cara. «Supongo que, a su modo, Dessie también es un viejo colega. Representa al ala espabilada y con clase del movimiento», digo, mirándole de arriba abajo y fijándome en sus raídos vaqueros y su apestosa camiseta, que tiene aspecto de haber pasado por lo menos un día de sobra sobre sus espaldas en una infecta y sofocante barriada de favelas de Río de Janeiro. Muy poco nivel, trapísticamente hablando.

«Vete a tomar por culo, Skinner», me bufa.

«No te pongas así, Desmondo, tómate una birra». Me vuelvo hacia la camarera: «¡Una pinta de tu mejor rubia para mi viejo amigo Dessie Kinghorn! Que sea Stella o Carlsberg Export. ¡Sólo lo mejor para Dessie!». Me vuelvo de nuevo hacia mi viejo amigo: «Oye, Des, ¿sigues trabajando en el mundo de los seguros?».

La verdad es que nunca antes me había fijado en lo malévolos que eran esos ojos, pero en este momento sí, pues Kinghorn me mira con total y absoluto aborrecimiento. La boca se le queda abierta en esa imitación bobalicona de las víctimas de un infarto que a veces interpretan los zumbaos justo antes de empezar a repartir leña.

«Me despidieron el año pasado. Pero no quiero que me invites a una copa. ¡De ti no quiero nada!».

«Es curioso, Des, a mí acaban de darme un gran ascenso en el ayuntamiento. ¿No es así, Shannon?». Ella me mira con tan mala cara como Dessie. «Una pasta gansa. Pero ya me conoces, colega, necesito hasta el último penique. Tengo gustos prohibitivos», le digo, acariciando la solapa de mi chaqueta nueva CP Company. «Supongo que es una especie de maldición».

«Vete a tomar por culo. Te lo advierto», me dice Dessie, mientras se le estrechan los ojos. «Porque vas con tu torda, que si no…».

Estoy a punto de cantarle las cuarenta a Dessie por ese comentario más bien sexista cuando el tipo pequeñito que lleva lo del karaoke levanta una tarjeta y grita: «¡Danny Skinner!».

«Tengo que marcharme, pero no te vayas», le digo con una sonrisa, subiéndome de un salto al pequeño escenario y tomando el micrófono de manos del chaval. «Yo soy Danny Skinner», anuncio a voz en cuello, captando la atención de algunos vejetes, gachos jóvenes y chavalas que están en los asientos más próximos, «y esta canción se la dedico a mi viejo compadre Dessie Kinghorn, que últimamente está pasando una mala racha». Le guiño un ojo a Des, quien parece al borde de un ataque mientras yo me lanzo a interpretar «Something Beautiful».

«You can’t manufacture a miracle, the silence waspi-ra-ful that day… a love is getting too cynical…». Me vuelvo hacia Shannon, cuya expresión resulta tan acerba en estos momentos que me lleva una fracción de segundo caer en la cuenta de que realmente es a ella a quien estoy viendo, «… passion’s just physical these days… but get no sign, love ain’t kind, every night you admit defeat… and cry your self blind…». Miro a Dessie y vuelvo la palma de la mano libre hacia arriba mientras canto a grito pelado el estribillo de forma tan amanerada y exageradamente conmovedora como me es posible, «If you can’t wake up in the morning, cause your bed lies vacant at night… if you’re lost», digo señalando a Dessie con el dedo, «hurt» y de nuevo, «tired and lonely can’t control it try as you might… may you find that love that won’t leave you, may you find at the end of the day, you won’t be lost, hurt, tired and lonely, somethin beautiful will come your way…»[14].

Dessie pierde los papeles y sube al escenario a por mí. Yo no suelto el micro, pero levanto los brazos estilo boxeador para protegerme la cara. Él me asesta un par de buenos golpes, uno de ellos en un lado de la mandíbula, como cuando nuestras sesiones de sparring de chavales en el Leith Victoria, pero yo sigo aferrado al micro. «The DJ said on the ra…». El tío que lleva el karaoke apaga la máquina y los altavoces enmudecen. Yo suelto el micro, que cae al suelo. Retrocediendo, levanto las manos en alto proclamando mi inocencia mientras Dessie intenta patearme, falla, se siente un capullo, y chilla: «¡Eres una puta escoria, Skinner!», dándose la vuelta acto seguido, apartando al tío del karaoke de malas maneras y saliendo del pub hecho una furia. ¡Menuda diva!

Yo me encojo de hombros a modo de disculpa ante los atónitos bebedores, recojo el micro y se lo devuelvo al chaval, que está totalmente desconcertado. Shannon se acerca y me dice: «Te estás portando como un cabrón insoportable. Me voy a mi casa». Y fiel a su palabra, se larga del garito. ¡Otra primma donna! Pues que le den. Regreso a la barra y finiquito las copas, empezando por la pinta que le he pedido a Dessie, y que éste no ha querido.

A long time ago we used to be friends

But I haven’t thought of you lately at all

If ever again a greeting I send to you

Short and sweet is all I intend

A-aah – a-aah – a-aah…

Muy pronto empiezo a flirtear con la camarera, absolutamente cien por cien seguro de que luego me la follaré. Lleva un top de color negro y unas mallas también negras. Quizá no sea obesa, pero sin duda padece de sobrepeso; entre los espacios no cubiertos por la ropa de su cuerpo asoman michelines de fría y gelatinosa grasa cervecera. Es asombroso cómo a algunas mujeres les gusta exhibir un poco de tocino y utilizarlo como reclamo sexual; es el rollo pederasta de la gordura infantil. Y, sin embargo, a estas tías nadie las acusa de promover la pedofilia como algo chic; eso se queda para las flacas anoréxicas tipo abandonadas. Está bebiéndose un vaso enorme de Coca-Cola, veintidós azúcares por vaso.

Come on now, sugar

Bring it on, bring it on, yeah

Just remember me when

You’re good to go…

Es curioso, pero desearía poder quererla de verdad, aunque sólo fuera por un día. «¿Qué me dices?», le digo con una sonrisa, captando su atención. «¿Alguna vez has hecho el amor?», le pregunto.

Amor…

«Pssí…», contesta mirándome, pero de la misma forma vacía y depredadora en que probablemente la estoy contemplando yo. Lo único que quiere es que le cepillen los bajos y nada más; probablemente su novio estará trabajando en las plataformas petrolíferas, en la cárcel o de pedo por ahí.

Pero la cosa no tiene puta vuelta de hoja. «¿Te apetece volver a hacerlo?», le pregunto.

«Puede», dice ella, y le pregunto a qué hora sale, me tomo otra pinta y espero a que acabe y coja su abrigo. Nos vamos a mi casa.

Y nada más llegar nos ponemos a ello. Yo estoy deseando estar en otro lugar, y con otra persona. Pero a ella se le han puesto las mejillas coloradas; es una de esas tías con las que se pueden reducir los juegos preliminares a la mínima expresión; conque te las folles el tiempo suficiente se corren. Es como tirarse a Leviatán: una puta guerra de todos contra todos, un polvo de desgaste. Por fin llega al orgasmo y yo me corro, y salvo por una pizca de egotismo, la experiencia no me conmueve lo más mínimo.

Ha sido sexo del malo, aunque no tan malo como el de anoche con Shannon. Porque lo que en realidad me apetecía entonces era simplemente hablar con ella o jugar al Scrabble o ver la tele. ¿Por qué? Los dos tenemos más necesidad de amigos que de pareja de folleteo.

Kay…

Nosotros sí que bailábamos, di que sí.

Contemplando a la chica que tengo debajo, sé que jamás podrá ser mi amiga. Sus jadeos al correrse han sonado a risotadas burlonas, tan vacías y carentes de objeto como me siento yo por dentro.

No sólo he olvidado su nombre, ni siquiera recuerdo si he llegado a preguntárselo ni si ella se ha molestado en decírmelo.

Probablemente no.