Ann lo comprendería…, pero Muffy; ésa tenía algo, pensó Kibby, jadeando mientras arrastraba el icono hasta la tienda de alpistes. Los pollos necesitaban pienso. Sentado ante el portátil con los ojos ardiéndole y picándole, si se sumergía lo suficiente en Harvest Moon casi podía llegar a olvidarse de su dolor. Era tan agudo que temía las interrupciones. Además de por motivos prácticos le horrorizaban de forma visceral, pues le gustaba estar solo con Muffy.

De todos modos, tengo que andarme con ojo, mamá está abajo con esos americanos, no es como si estuviera en el desván…

Ahora que había acumulado un buen rebaño de animales y tenía algo de dinero en el banco, tenía que centrarse en el asunto del matrimonio. Pasaba mucho tiempo hablando con Muffy, y en los sitios web dedicados al juego, ésta tenía muchos fervientes admiradores.

12-05-2004, 19.15

HM# i Lover Top

Man

Muffy es la mejor. Es tan guapa y preciosa. En el primer juego me casé con Ann porque estaba loquita por mí, pero no me dejéis empezar a hablar de Muffy…, ¡fuaa, tíos, menuda hembra!

Pero también había voces discrepantes, gente que veía a aquella chica bajo otra luz:

12-05-2004, 19.52

Nijitsu Master

Usuario Registrado

No me gusta Muffy porque es demasiado coqueta. Eso de que le llame a uno «sexy» me parece como un poco ordinario.

El chaval no se entera, sería fantástica…, tan buena…, pero qué tontería…, es sólo un juego. Pero es una muñeca, una hermosa jovencita japonesa…, sería estupendo besarla y follársela, enseñarle cómo folla un muchacho blanco anglosajón…, follarme ese estrecho chochito nipón, ese felpudo peludo… porque en cuanto haya probado una polla blanca nunca más volverá a querer otra cosa…, no…, no…, basta…, perdóname, Dios mío…, perdóname, Dios…

Mientras Kibby se sumía en palpitaciones extremas, oyó el desgarrador sonido del timbre, lo que casi le dio un susto de muerte. Pero detrás de su miedo también había una hermosa expectativa.

¿Quién puede ser? Seguro que no es Lu…

Joyce fue a abrir. Era Gerald el Gordo, que había telefoneado la semana anterior al hogar de los Kibby, presuntamente como amigo, para ver cómo andaba Brian de salud. A Joyce le pareció un gesto amable que los Hyp Hykers hicieran causa común cuando su hijo se encontraba tan enfermo. Acompañó a Gerald al salón y le presentó a aquellos tejanos trajeados, rapados y dentudos, que movieron la cabeza al unísono para tomar nota de su presencia. Después le acompañó arriba, anunciándole a Brian con entusiasmo: «Ha venido uno de tus amigos del club de senderismo».

Kibby había deseado primero, y temido después, dado su estado, que se tratara de Lucy. En su defecto, Ian le habría valido, pero cuando detrás de Joyce atravesó la puerta Gerald el Gordo, Brian Kibby tuvo que esforzarse por ocultar su desilusión.

El obeso senderista, por su parte, se dejó caer en la silla de mimbre colocada frente a él antes de que pudiera reaccionar. «Hola, Bri», le dijo Gerald en un tono frío y neutro.

Kibby percibió en aquellos ojos bovinos una crueldad reconcentrada y supo que se avecinaba un mal rato. «Hola, Ged…», dijo receloso.

Joyce se había retirado a la cocina, y cuando regresó les trajo sendos vasos de naranjada, del que el hogar de los Kibby andaba últimamente siempre abastecido dado que a los hermanos Alien y Clinton les gustaba. Como remate, venía acompañado de un plato rebosante de Jaffa Cakes y Digestives de chocolate McVitie’s. Joyce atravesó el dormitorio de puntillas, como si se tratase de un campo minado, depositando la bandeja al pie de la cama de Kibby. Gerald no le quitó los ojos de encima en ningún momento, e hizo inventario mental del contenido del plato.

«Espero que te recuperes pronto, Bri», dijo Ged, cogiendo un Jaffa Cake. «Te estás perdiendo unos ratos estupendos», comentó, regodeándose indisimuladamente, contándole a continuación que habían estado en una discoteca en Glenshee. Gerald —con cierto júbilo, pensó Kibby— le contó que Angus Heatherhill estuvo morreándose con Lucy en el autobús tanto durante el trayecto de ida como durante el de vuelta. «Parece que esos dos ya son pareja», dejó caer con una tirria maquinadora destinada a aporrear la ya maltrecha psique de Kibby.

Ged… es… tan… gordo…

Y, no obstante, estaba demasiado débil para reaccionar, a medida que se amontonaba la miseria en un plato tan rebosante como el que su madre había llenado de galletas, y que su cuate senderista iba jalándose sin prisa pero sin pausa. Rumiando lo triste e inevitable de todo ello, permaneció sentado delante de Gerald con expresión enfermiza y lánguida.

Gordo…, gordo…, gordo…

«¿Vas a venir a la acampada de Nethy Bridge?», le preguntó Gerald.

«Puede, si para entonces me encuentro bien», fue la iracunda réplica de Kibby.

Eres un gordo y un día te mataré…, empujaré tu obeso cuerpo por el borde de un acantilado y te veré caer como un fardo y reventar sobre las afiladas rocas de abajo… Ay, Dios, no, qué estoy pensando, perdóname Señor, perdóname Ged, no estoy bien…

Y Gerald el Gordo contemplaba a la enfermiza criatura que tenía delante sin dejar de ponerse morado de Jaffa Cakes, mientras el chute de azúcar le sacaba brevemente de la depresión a largo plazo que provocaba una dieta semejante. Disfrutaba revolcándose en el lodo de su malévolo desdén. Saboreaba la venganza, pues aún sentía el resquemor de los años de inequívoca animosidad light que le había prodigado Kibby. Lo único que se le pasaba por la cabeza a Gerald el Gordo era que Bri no era ni guay ni inteligente ni buena gente. No: Bri era un fracasado al que le estaban devolviendo la pelota.

Por fin Gerald se marchó, al mismo tiempo, por lo que pudo oír Kibby, que los americanos. Pensó que podría volver a Harvest Moon, pero Joyce vino a su habitación y le entregó un panfleto. «De parte del hermano Alien y el hermano Clinton…, dicen que a ellos les ayudó mucho».

Kibby la miró con ojos que trinaban mientras sostenía el folleto con manos temblorosas. El panfleto se titulaba «Cómo superar la masturbación», por el Comité de Vida Cotidiana de la Nueva Iglesia de los Apóstoles de Cristo.

«¿Has estado hablando de mí?… ¿De mis masturbaciones con extraños… con unos extraños americanos?».

«¡No! ¡Claro que no! ¡No les dije que se trataba de ti! Sólo les dije que tenía un sobrinito que se tocaba mucho. Léelo, hijo», insistió su madre con mirada fervorosa, «está lleno de buenos consejos prácticos».

Kibby dejó el panfleto sobre el escritorio del ordenador. Esperó a que su madre saliera de la habitación antes de cogerlo y empezar a leer:

Sabemos que nuestros cuerpos son los templos de Dios y que es preciso mantenerlos limpios para que pueda habitarlos el Espíritu Santo. La masturbación es un hábito pecaminoso. Aunque no sea físicamente dañina si no se lleva a extremos, despoja a la persona del espíritu y engendra remordimientos y ansiedad emocional. Es una actividad egocéntrica y reservada, y en modo alguno expresa de forma apropiada el poder de procreación del que ha sido dotado el hombre para cumplir con las metas eternas. Separa a la persona de Dios y frustra la realización del plan divino.

Ten la certeza de que tu problema tiene remedio. Son muchas las personas, tanto hombres como mujeres, que lo han superado, y tú también puedes hacerlo si estás resuelto a que así sea. La determinación es el primer paso. Por ahí se empieza. Tienes que decidir que vas a poner fin a esta práctica; una vez tomada la decisión el problema queda muy disminuido por sí solo.

Sin embargo, tiene que tratarse de algo más que una esperanza o un deseo, y de algo más que saber que te conviene. Tiene que tratarse una DECISIÓN. Si de veras decides curarte, entonces dispondrás de la fuerza de voluntad necesaria para resistirte a cualquier tendencia que tengas y a cualquier tentación que pueda presentársete. Después de haber tomado esta decisión, deberás observar las siguientes directrices.

Guía para el autocontrol:

  1. No tocarse nunca las partes íntimas del cuerpo salvo durante los procesos normales requeridos para cumplir con las necesidades fisiológicas.
  2. Evita estar solo o sola cuanto te sea posible. Busca buenas compañías y pasa tu tiempo libre con ellas.
  3. Si mantienes relaciones con otras personas que padecen el mismo problema, DEBES ROMPER TU AMISTAD CON ELLAS. No pienses que los dos podréis conseguirlo juntos. Jamás lo haréis. Este problema hay que sacarlo de la mente, donde radica, y eso no se puede conseguir mientras se frecuenta a personas aquejadas por el mismo mal.
  4. Al bañarte, no te admires en el espejo ni permanezcas en el aseo durante más de cinco o seis minutos, lo justo para secarte, vestirte Y DESPUÉS SALIR DEL CUARTO DE BAÑO y acudir a una habitación en la que esté presente algún miembro de tu familia.
  5. En la cama, vístete de una manera que garantice no poder tocarte con facilidad las partes pudendas.
  6. Si estando en la cama la tentación resulta abrumadora, LEVÁNTATE DE LA CAMA, VE A LA COCINA Y PREPÁRATE UN TENTEMPIÉ, aunque estés en plena noche y no tengas hambre. No te preocupes por engordar, el propósito de esta sugerencia es CONSEGUIR QUE PIENSES EN OTRA COSA.
  7. Nunca leas material pornográfico o excitante.
  8. Llena tu cabeza de reflexiones sanas en todo momento. Lee buenos libros, libros de la Iglesia, las Escrituras, los Sermones de los Hermanos. Acostúmbrate a leer al menos un capítulo diario de las Escrituras.
  9. Reza, pero no en relación con este problema, pues eso hará que lo tengas más presente que nunca. Reza pidiendo fe y comprensión pero NUNCA MENCIONES EL PROBLEMA EN CONVERSACIONES CON OTROS, PUES ESO HARÁ QUE LO SIGAS TENIENDO PRESENTE.
  10. Haz ejercicio vigoroso.
  11. Cuando la tentación sea fuerte, grita ¡BASTA! y recita un pasaje preestablecido de las Sagradas Escrituras o canta un himno que te inspire.
  12. Fabrícate un calendario de bolsillo para un mes en una pequeña tarjeta. Llévalo encima, pero sin enseñárselo a nadie. Si tienes una pérdida de control, marca ese día con el color negro. Así se convierte en un potente recordatorio visual de la importancia del autocontrol, al que podrás remitirte si te sientes tentado de añadir otro día negro.
  13. Prueba con la terapia por aversión. Piensa en ideas desagradables que anulen lo placentero. Piensa, por ejemplo, en tener que meterte en una bañera llena de gusanos, quizá en comerte varios.
  14. A veces, por las noches, ayuda sujetar firmemente en la cama un objeto físico, como una Biblia.
  15. En los casos muy graves, para romper el hábito de la masturbación semiinconsciente quizá sea necesario atarse una mano a una de las patas de la cama.
  16. Manten una actitud mental positiva. Satanás nunca tira la toalla. Tú tampoco debes. ¡Puedes salir triunfante de este combate!

Las dos chicas, cuyas piernas tostadas por el sol asomaban bajo sus ajustados vestidos de verano, bajaron del taxi mientras las luces de Lothian Road resplandecían débilmente. Mientras descendía de su propio taxi ante las puertas del pub Shakespeare y pagaba al conductor, Skinner vislumbró fugazmente las bragas blancas de una de ellas al bajar del taxi. La miró a los ojos con una sonrisa de granuja y fue recompensado con una media sonrisa.

Joder, esto es chocholandia. Debería salir detrás de este par de polvotes…, nah…, me iré para el Slutland, y luego a lo mejor a Rose Street, para acabar en George Street. Últimamente eso está a tope de tías con ganas de marcha.

Pero aquella noche tenía un compromiso importante con el que quería cumplir.

Rick’s Bar era un abrevadero ubicado en un sótano que había alcanzado celebridad nacional a partir de un artículo aparecido en las revistas del grupo Conde Nast en el que se le calificaba como uno de los lugares más marchosos y más de moda del Reino Unido. En realidad nunca se recuperó de semejante revés, pero seguía gozando de popularidad entre algunos futbolistas locales y las chicas que iban detrás de ellos, así como entre alguna gente del mundillo mediático escocés que se tragaban cualquier propaganda que no hubiesen puesto en circulación ellos.

Aquella noche, Alan De Fretais había alquilado el local para celebrar su cumpleaños invitando a un grupo selecto a tomar unas copas. Danny Skinner, encantado de contarse entre los invitados, era el único representante del ayuntamiento allí presente, pues Bob Foy se había marchado a pasar una semana jugando al golf en el Algarve.

Skinner llevaba algún tiempo pensando en De Fretais y aguardando su regreso de España.

Compartíamos un detalle decisivo: una antipatía instintiva por Kibby. ¿Podría ser que a fin de cuentas este chef fuera mi viejo?

Skinner sintió que la sangre se le espesaba y que el pulso se le aceleraba cuando De Fretais le vio entrar e inmediatamente le hizo ademán de acercarse. Tiene que ser ese gordo cabrón, pensó con una especie de alegre repugnancia mientras se dirigía hacia el bar donde habían acampado el cocinero festejado y su séquito.

«El señor Daniel Skinner, del ayuntamiento de Edimburgo», anunció histriónicamente el maestro de cocina ante sus boquiabiertos acompañantes. Skinner meneó la cabeza y parpadeó a modo de saludo ante los trajes y vestidos de noche presentes.

«Hola, Alan, gracias por la invitación. He estado leyendo tu libro».

«¿Te gusta?», le preguntó inquisitivamente De Fretais.

«Mucho…, muchísimo…, es curioso, porque me encontré por casualidad con aquel tipo sobre el que escribiste, Sandy. Sigue bebiendo en el Archangel».

«¿De veras?», repuso De Fretais con frialdad, antes de poner de manifiesto sus reparos: «Un chef brillante y todo un personaje. Estaba dotado de un talento asombroso para la cocina. Podría haber llegado muy lejos, pero supongo que te darías cuenta del estado en que se halla». De Fretais echó una mirada de preocupación en torno a la sala. «¿No habrá venido aquí esta noche, verdad?».

«No, no creo».

«Me alegro. Lo cierto es que le debo mucho, y nunca pierde ocasión de recordármelo. Es una pena, pero llega un momento en el que a los alcohólicos hay que excluirlos de tu vida. Siempre pasa lo mismo».

De repente, Skinner se sintió incómodo bajo la mirada escrutadora del maestro cocinero. Se preguntó qué sabría De Fretais acerca de sus costumbres en la materia. Excluirlos de tu vida. A él le parecía demasiado fácil.

Reparando en la incomodidad de Skinner, De Fretais se explicó: «Por desgracia, el alcoholismo es el azote del negocio de la hostelería y los cocineros son muy propensos a caer en él».

Skinner indicó con un gesto de la cabeza la copa que sostenía su anfitrión: «Pero a ti no te ha obligado a dejar de beber».

«Durante un tiempo sí», argüyó De Fretais, forzando una sonrisa mezquina. Estaba moreno. Skinner se preguntó si se debía a España o a los rayos UVA. «Tuve problemas con la bebida, y fui abstemio durante años. Luego me di cuenta de que podía beber de forma segura. El problema no estaba en el alcohol», dijo con una sonrisa mientras le daba un sorbo a su copa, «sino en lo obsesión conmigo mismo. El alcohol no es más que la medicina de los que están obsesionados consigo mismos».

«Pero sin duda lo estamos todos», dijo Skinner, cuyo pánico iba en aumento. «Quiero decir, tú aún…, bueno, ¡no eres la clase de persona que carece de autoestima!».

«Ah, pero no tiene nada que ver con el engreimiento», dijo De Fretais sacudiendo la cabeza. «El mayor de los egotistas no tiene por qué verlo todo exclusivamente en relación consigo mismo, en tanto que la persona más modesta, tímida o incluso redomadamente maja puede verlo todo en esos términos», prosiguió a la vez que estudiaba a los ocupantes de la habitación. «Puede que sintamos más lástima por el triste alcohólico que se aborrece a sí mismo que por el pedante que piensa que todo el mundo está fuera de sintonía menos él, pero a grandes rasgos se trata del mismo animal».

Skinner asintió, pensativo, y una vez recobrada la compostura, precisó: «He de reconocer que lo que más me interesó del libro fueron las partes donde se habla de sexo».

Observó cómo De Fretais se reía de buena gana antes de observarle con mayor interés, enarcando las cejas para animarle a continuar.

«¿Sabes?, me gustó todo eso que contabas acerca del Archangel Tavern. Menudo ambientazo debía haber. Anthony Bourdain ha escrito acerca de cómo las actitudes punk influyeron en el desarrollo del arte culinario en Estados Unidos, pero era la primera vez que oía hablar de ello en relación con el Reino Unido. ¿Te acuerdas de Bev Skinner? En aquella época trabajaba allí de camarera. Es mi madre», añadió.

De Fretais sonrió y asintió, pero sin delatarse lo más mínimo. Skinner pensó que si hubo en algún momento un vínculo emocional con su madre, éste se había desvanecido desde hacía ya mucho tiempo. No había indicios ni de animosidad ni de cariño.

«De ese nombre sí me acuerdo. Solía andar por ahí con aquel grupo local, los Old Boys. No eran malos por lo que yo recuerdo, pero nunca lograron recabar la atención que merecían».

«Así es… Wes Pilton, el cantante, no tiene mala voz», mintió Skinner. Los Old Boys eran uno de los grupos con los que su madre solía castigarle de tanto en tanto.

«¿Y qué tal está tu madre?».

«Ah, muy bien. Sigue en sus trece, como si después del punk la música hubiera muerto».

«La verdad es que yo también me harté del punk muy pronto. Era el tipo de movida que te abría los ojos durante seis meses, pero si después de eso no te cansabas, es que eras un poco lelo», dijo, con una expresión repentinamente vacilante, como dándose cuenta de que quizá Bev Skinner siguiera siendo una incondicional del punk. «De todos modos, dale recuerdos de mi parte. Fue una buena época».

«Ella y tú no…, eh…, ella y tú, ¿nunca?…, ya sabes», preguntó Skinner con una sonrisa, tratando de aparentar la máxima inocencia, pese a las pequeñas brasas de ansiedad que ardían en su pecho.

«Pero, señor Skinner, ¿qué es lo que pretende usted insinuar?», inquirió De Fretais, poniendo los ojos en blanco con gesto picarón.

«Bueno…, lo cierto es que por lo que se deduce del libro tienes una reputación que…, y sentí cierta curiosidad», dijo Skinner con una sonrisita de complicidad.

«Con el corazón en la mano, puedo decirte que no», respondió De Fretais. Parecía sincero, y agregó de inmediato, «pero seguro que no fue por no haberlo intentado. A pesar del maquillaje poco favorecedor y la indumentaria chunga, tu madre, por lo que yo recuerdo, estaba muy buena. Pero se desvivía por otro tío. Recuerdo que por algún motivo era un rollo muy clandestino, pero creo que era otro de los chefs, aunque no sé cuál. Quizá mi colega yanqui, Greg Tomlin. Pagado de más, follado de más y en todo lo demás de más», se rió De Fretais, mirando a Skinner mientras le aseguraba: «Pero tu madre era una mujer de un solo hombre. Estaba perdidamente enamorada de aquel tío. Pero tú pareces haber salido un poco más aventurero».

«Hay que probarlo todo al menos una vez, y si te gusta, repites», bromeó Skinner.

«Me reconozco en tus palabras», dijo De Fretais, mirando a su alrededor y bajando la voz. «Algunos vamos a acudir a un pequeño club privado más tarde. Una fiesta in extremis, sin restricciones de ninguna clase. ¿Te interesa?».

«¡Cómo no! Avísame cuando estés listo», dijo Skinner con avidez.

Quién coño sabe cómo acabará esto, pero para comerse la mierda ya tengo a Kibby.

Los saprofitos del circuito de gorroneo de la ciudad no tardaron en desempeñar su labor, devorando todo lo que había en el buffet libre. Era evidente que eran muy pocos los que pensaban quedarse a invitar a unas rondas. Pese a que el champán no era de gran calidad, era gratis, y a Skinner acabó por gustarle.

De repente, apareció una señora de mediana edad envuelta en pieles falsas levantando las manos hacia el techo. «¡Alan! Querido, ese libro tuyo es asombroso. ¡Probé la receta de espárragos con el pobre Conrad y resultó mejor que el Viagra! Tenía pensado darte las gracias desde el fondo de mi corazón, pero para mí que desde un poquitín más abajo sería lo suyo».

«Encantado de serte útil, Eilidh», dijo De Fretais con una sonrisa, mientras besaba a aquella mujer en ambas mejillas.

Skinner empezaba a encontrar tediosas las conversaciones, cosa de la que se percató la cofradía de De Fretais, y a lo que respondieron guardando las distancias con él. No obstante, parecían tan irritados como él ante el agotamiento de la bebida gratuita. Pronto De Fretais captó su atención y se dirigieron hacia la salida. Subieron las escaleras hasta llegar a nivel de la calle, donde había dos taxis aguardándoles. Skinner se metió en uno de ellos con De Fretais, otros dos hombres y una mujer. Uno de los hombres era asiático; era de complexión menuda, pero iba ataviado con una chaqueta de ante de aspecto caro. La mujer, que según los cálculos de Skinner andaba mediada la treintena, iba bien vestida, con un traje a medida que tomó por un Prada.

El maquillaje es un poco exagerado, pero no parece estar muy estropeada para su edad.

Aunque las proporciones no molan nada: cuatro tíos y sólo una tía. ¡Espero que no me vengan con que nos tenemos que turnar con la vieja esta!

El otro hombre había estado observando a Skinner con interés. Era de cabello oscuro y rasgos demacrados, además de tener unos ojos exageradamente saltones. Sumados a unos labios tensos y finos, le daban un aire de indignación permanente. Mientras el coche surcaba las adoquinadas calles del New Town, De Fretais y él discutían de comida.

«Estoy dispuesto a inclinarme ante tu superior pericia en la materia, Alan, pero cabría imaginar que los franceses…».

«Todo proviene de los griegos y de los romanos», terció De Fretais. «Sigue volviendo a las tres principales tradiciones culinarias: china, romana y griega. Los griegos y romanos inventaron el modo de alimentación occidental, el ritual y el festín, los juegos, la idea de que había que explorar todos y cada uno de los placeres sensuales», dijo, volviéndose de nuevo hacia Skinner, quien se sentía ahora un poco inquieto.

Penetraron en un sótano después de que De Fretais llamara a un timbre y gritara su nombre por el portero automático. Les recibió un hombre alto y moreno, de ojos castaños de expresión dura y cabello corto y ondulado del mismo color con las sienes plateadas. «Alan…, Roger…, veo que habéis traído a unos amigos…», dijo con un susurro de expectación, mirando a Skinner de arriba abajo.

«Graeme…, me alegro de verte», dijo De Fretais con una sonrisa radiante. «A Anwar ya lo conoces».

El asiático le tendió la mano; el hombre llamado Graeme se la estrechó.

«Ésta es Clarissa y éste es Danny».

Graeme estrechó la mano de la mujer y la besó en ambas mejillas antes de estrecharle la mano con firmeza a Skinner. En su mirada había algo cruel y rapaz y Skinner notó la fuerza de su agarre. Pese a ser ya maduro, parecía estar en buenas condiciones físicas. Skinner se sintió inquieto y por algún motivo no dejaba de pensar en Kibby.

De Fretais y Graeme les condujeron a una gran estancia pintada de blanco y escasamente decorada, con techos altísimos, unas cornisas impresionantes, un hogar de mármol y una recargada araña de latón y cristal. Había una larga mesa de roble adornada con algunas bandejas de comida: salmón ahumado, pollo en daditos, arroz, diversas ensaladas, entremeses y demás. Cosa intrigante para Skinner, reparó en las ostras —jamás las había probado— que yacían en un lecho de hielo picado sobre grandes bandejas de plata. Más interesante todavía resultaban las copiosas cantidades de champán, una parte del cual ya chispeaba en copas alargadas. Dejando eso al margen, la única otra cosa que había en la habitación era un colchón grande con una cubierta morada, varios cojines y una chaise-longue. «Por desgracia, tendremos que servirnos nosotros mismos», anunció Graeme con voz resonante, y nadie se mostró cohibido en poner manos a la obra. Skinner cogió por vez primera una ostra y De Fretais le instruyó acerca de cómo consumirla, dejando que se deslizase suavemente por su gaznate. «Es…, creo que me gusta», dijo con cierta vacilación.

«¿No te recuerda algo?», le arrulló De Fretais.

Skinner sonrió lánguidamente antes de pensar en el otro cocinero que De Fretais había mencionado en relación con su madre. «Ese americano que aportó una de las recetas, creo que la del postre de chocolate, ¿qué tal le va la vida?».

«Greg. Sí que le va bien, es cocinero ejecutivo y dueño de una parte de un reputadísimo restaurante en San Francisco. Pero ¡ay!, es otro de los nuestros que ha vendido su alma a la televisión y la publicidad».

Skinner estaba envalentonado ahora por la bebida y deseoso de hacer más preguntas acerca de Greg Tomlin, pero Graeme se aproximó a él con un plato que le ofreció probar. «L’escargots?».

«¿Caracoles? No sé», dijo Skinner haciendo una mueca.

«Quizá ya fuera hora de que los probases», replicó éste con frialdad.

Skinner se encogió de hombros y pinchó uno, sumergiéndolo un poco más en la salsa de ajo antes de comérselo. Parecía un champiñón y no sabía demasiado distinto, pensó. Entonces llegó el segundo taxi; en él iban dos tíos y tres mujeres jóvenes que no habían estado en la fiesta. Skinner dio por hecho que serían prostitutas.

«¿Qué opina de la cuestión nacional, señor Skinner?», le preguntó Roger con un acento que a Skinner se le antojó muy poco escocés.

«Creo que los escoceses le hemos sacado bastante partido a la unión», dijo, pensando que en un salón del New Town, sin duda un bastión del sentimiento unionista, se encontraría en territorio seguro. «Siempre estamos llorándole a todo el mundo con que somos la última colonia del Imperio Británico, pero desempeñamos un destacado papel en su gestación, concretamente en el desarrollo del racismo, la esclavitud y el Ku Klux Klan».

«A mí me parece que las cosas son un poquito más complicadas que todo eso», le censuró Clarissa con sorna, volviéndole la espalda.

Graeme, que seguía rondando a su alrededor, le dedicó una tensa sonrisa: «Pues sí, no se trata de un punto de vista que vaya a gozar de mucha aceptación en este ambiente».

De repente Skinner sintió deseos de dirigirle la palabra a una de las chicas para ver si tenía alguna posición al respecto, y trató de captar la atención de la que llevaba una blusa azul ceñida y cuyo brazo desnudo acariciaba uno de los hombres, pero Roger se le arrimó más aún.

«¿Cuántos años tiene usted, señor Skinner?».

«Veinticinco», respondió éste, previendo una actitud condescendiente y suponiendo que quizá un par de años de propina atenuarían un tanto el golpe.

«Humm», reflexionó Roger con cierta reserva.

Clarissa se volvió hacia ambos, dirigiéndose a Roger: «¿Has leído el artículo de Gregor en el último número del Modern Edina Bulletin? Creo que desacredita a fondo algunas burdas generalizaciones», y mientras decía esto echó una fugaz mirada a Skinner, parpadeando de forma breve y deliberada, «realizadas de modo más bien alegre».

«Bueno, pues me doy por enterado», dijo Skinner con una sonrisa jovial, acercándose con gran desenfado a la mesa, donde volvió a llenar su copa de champán. El que paga, manda, pensó con satisfacción.

A instancias de De Fretais, se repantigaron sobre los cojines, donde Graeme comenzó a verter cuidadosamente un líquido transparente y ligeramente azulado en la copa de Skinner. «Ya que no has estado aquí antes, sugiero que pruebes esto para relajarte un poco». Pero Skinner captó el tinte glacial de su mirada.

Vacilando apenas un instante, siguió sorbiendo el champán. No había sufrido decoloración, alteración del aroma o del sabor por el añadido de aquel líquido, y las burbujas seguían chispeando.

Joder, menos mal que tengo a Kibby.

Y, en efecto, le relajó. Notando cómo sus músculos se volvían más pesados, Skinner se alegró cuando Graeme y Roger le ayudaron a quitarse la chaqueta. De repente le sobrevino una leve náusea seguida de una efímera sensación de hambre, antes de perder toda conexión entre la realidad y el pensamiento y notar cómo caía desde los cojines al suelo, consciente sólo en parte de que había sido Roger quien, tirando de él, le había llevado hasta allí.

Siento una sensación de opresión en el pecho, como si se me estuviera congelando el sistema respiratorio. Recuerdo que una vez alguien me dijo que su abuelo estaba en un pulmón de acero. Siento como si tuviese los pulmones de acero. Tendría que estar asustado, sumido en el pánico, pero hay algo muy sosegado en todo esto, la cabeza me dice que el miedo no conduciría a nada: lo que haya de ser será…, pienso que sería una buena forma de morir, de tránsito…

No se resistió —aunque en algún momento tuvo la ilusión de que podría haberlo hecho— cuando le desabrocharon el cinturón y, le bajaron los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos. Sintió que le separaban las piernas como si fueran sendos bultos de carne muerta. Tenía la espesa alfombra de pelo largo en la cara, lo que dificultaba aún más el respirar.

Desde su borrosa perspectiva a ras de suelo vio entrar rayos de luz por debajo de la puerta. Luego sintió un gran peso sobre él, seguido de cierto movimiento y una sensación punzante en el ano. Alguien estaba encima de él, dentro de él incluso. Supuso que sería Graeme, pero lo mismo habría podido ser Roger. Oyó a aquel hombre haciendo rechinar los dientes en sus oídos, como si a él mismo lo estuviesen penetrando y se sintiera dolorido, y por lo que sabía Skinner, ése bien podía ser el caso. Luego sintió que le violaba de verdad, a pesar de la droga, con una violencia que le hizo lagrimear; parecía dispuesto a partirle en dos. Escuchó maldiciones que tendrían que haberle producido náuseas: «Sucia puta norbritánica, me estoy follando tu asqueroso ojete anglofilo, chapero descerebrado y analfabeto…». Sin embargo, por efecto de la droga, de algún modo le resultaron tan tiernas como una canción de cuna materna.

Cuando aquel hombre hubo acabado, otro ocupó su lugar. Apenas pudo discernir vagamente a Anwar dando idéntico trato a otro miembro del grupo. ¿Se trataba de Roger o Graeme o había entrado alguien más en la habitación? De Fretais le había levantado la falda a Clarissa; su nuca subía y bajaba entre las piernas de ésta mientras ella miraba a Skinner con intenso desdén. Las dos chicas que había tomado por prostitutas se acariciaban la una a la otra, incitadas por voces masculinas que parecían entrar y salir de su conciencia como las estaciones de radio sintonizadas en el transcurso de un largo viaje en automóvil.

Entonces se quedó dormido, y cuando recobró la conciencia se encontró solo en la habitación. Se subió los calzoncillos y los pantalones, se puso los zapatos y salió sigilosamente por la puerta. Cada paso que daba era una tortura, pues un dolor abrasador y ardiente le recorría desde el ojete hasta el intestino. Lloró de rabia y de dolor mientras renqueaba hasta su casa, y al llegar allí se metió el dedo en el ano; al extraerlo, vio que estaba ensangrentado.

Se sintió estúpido, violado y utilizado, hasta que pensó en aquella extraña somnolencia. ¿Serviría para curarle? Se quedó tendido en la cama, estremeciéndose en paroxismos temblorosos y desconsolados, hasta que por fin acudió a buscarle y se lo llevó.

Al despertar se sentía como nuevo. Se tocó el ano con el dedo. No había rastro de sangre, ni fresca ni seca. Era como si jamás hubiera sucedido.

Es como si le hubiese sucedido a otro.

Su propia salud nunca había sido particularmente robusta. Mujer nerviosa, con tendencia a las infecciones víricas, su piel casi translúcida presentaba a menudo un tono verdoso. Era propensa a las arcadas ante determinados olores, y los servicios públicos le producían especial aprensión. En efecto, era tal su conducta fatalista, que parecía que Joyce Kibby desarrollase tales enfermedades como muestra de solidaridad, primero con su marido, y luego con su hijo. No importaba lo mucho que se lavase el cabello; éste sólo parecía alternar entre escuálido y graso, o seco y quebradizo.

Sabía que antes de conocerla a ella Keith había sido alcohólico. Había llegado a la iglesia a través de AA, y a través de la iglesia llegó a ella. Cuando la enfermedad se agravó, Joyce dio por supuesto que había sido su cuantioso consumo de alcohol previo lo que había debilitado sus órganos internos, pero en vista de lo que ahora le sucedía a Brian, hubo de reevaluar el deterioro de su marido.

Joyce amaba profundamente a sus hijos, pero sabía que, en ausencia de Keith, éstos no iban a consentir con la misma paciencia su tendencia a alterarse por nimiedades. Era consciente de que a menudo era culpable de contagiarles sus propios temores y luchaba con tenacidad contra su inclinación natural a hacerlo. Joyce veía sobre todo en Caroline la fortaleza de su difunto marido Keith, y se resistía a socavarla o a amargar a la chica con su propia debilidad. Y, no obstante, últimamente Caroline había llegado a casa fatigada, medio adormilada y oliendo a alcohol en varias ocasiones, y pese a que Joyce lo había notado, no lograba comprenderlo. Se apuntó el tema en la agenda mental con intención de sacarlo en otro momento, pero como en muchas otras ocasiones, aquel apunte se perdió en una neblina de desesperación.

El miedo había delimitado los contornos de su existencia. Criada en Lewis, en el seno de la Iglesia Libre de Escocia, asimiló el temor de Dios en el pleno sentido de la expresión. Su Hacedor era esencialmente iracundo, y si a una le acaecía algo malo, pasaba el tiempo tratando de averiguar qué era lo que había hecho para desagradarle. Dado que no había nadie más a quien poder culpar por el estado de Brian, Joyce asumió sobre sus propios hombros la carga de la culpa. Le preocupaba haberle consentido en exceso, que sus mimos fueran de algún modo responsables de haber debilitado su sistema inmunológico. Aparte de aquel reproche contra sí misma, sus únicas estrategias consistían en escuchar las recomendaciones de los especialistas y rezar.

Aunque seguían sin saber un ápice más acerca del origen y las posibles causas de la enfermedad de Brian Kibby, los médicos se mostraban unánimes al menos en lo que se deducía de la observación de su estado. Dicho sin pelos en la lengua, parecía estar pudriéndose por dentro. El cerebro, la garganta, el pecho, los pulmones, el corazón, los riñones, el hígado, el páncreas, la vejiga y los intestinos, todos sus órganos internos estaban corroyéndose bajo los efectos de un asalto prolongado y feroz, pero la causa exacta seguía siendo igual de fantasmal y abstrusa que antes.

Su relación con el hermano Alien y el hermano Clinton (qué extraño resultaba referirse así a unos hombres tan jóvenes) se había enfriado un poco, y no la visitaban con tanta frecuencia, a pesar de las formidables comilonas que les preparaba y que tanto apreciaban. Quedaron desconcertados cuando ella trató de endilgarles literatura de la Iglesia Libre de Escocia, la cual sostenía que el Libro del Moderno Testamento era una malvada herejía propagada por falsos profetas. Su fervor resultó desconcertante para los jóvenes misioneros, que entendían que ellos habían venido a convertir, no a ser convertidos.

Arriba, en su dormitorio, Brian Kibby se esforzaba por seguir los consejos del panfleto sobre la masturbación. No obstante, mientras jugaba a Harvest Moon para no distraerse pensando en Lucy, se topó con Muffy en la aldea y se le quedó la boca seca.

Sólo es un icono…, sólo es una representación…, sólo es un juego…

Joyce no había logrado conciliar el sueño, por lo que había bajado a la cocina para preparar algo de comida. Mientras rumiaba acerca de cuestiones espirituales a la vez que preparaba su sopa de cordero a la escocesa, arriba Brian sufrió un punzante ataque. Sentado ante su ordenador, insomne, había logrado resistirse a los encantos de Muffy y andaba a mitad de una partida, reparando vallas estropeadas por la lluvia y cosechando trigo, cuando le sobrevino una extraña sensación de aturdimiento. Después, de repente, sintió como si se le venciesen y retorciesen las entrañas; cayó de la silla al suelo, gritando en vano ante un dolor ardiente que se abría paso en el núcleo mismo de su ser.