Sentado en el sillón de cuero de su despacho del entresuelo, Bob Foy se levantó y fue a echar un vistazo al cronograma Sasco que colgaba de la pared. Se ocupaba de su mantenimiento de forma maniática: se adhería resueltamente a su sistema de claves a base de símbolos de colores, lo que indicaba un cuerpo de inspectores organizado y ordenado. No obstante, como la mayor parte de artefactos del mismo género, tendía más a la representación de deseos piadosos que a la realidad. El semblante de Foy adquirió un cariz lúgubre. Las cosas estaban en el aire, y eso no le gustaba. La entrevista para la plaza vacante del nuevo puesto de jefe de sección no sólo correría a cargo de él y de Cooper, sino también de los miembros electos del Comité de Sanidad y Medio Ambiente, pese a que personalmente Foy fuera de la opinión de que ninguno de los candidatos estaba a la altura.
Y sin embargo…
Danny Skinner se había comportado de un modo muy distinto en los días transcurridos desde el extraordinario percance de Brian Kibby. Se había espabilado, presentándose por las mañanas a primera hora en un estado de excepcional dinamismo. Kibby, por el contrario, su candidato preferido en un principio, se había echado a perder. Con la jubilación de Aitken y el ansiado traslado de McGhee a Glasgow, la cosa quedaba entre Skinner, Kibby y «la chavala», como acostumbraba Foy a referirse a Shannon McDowall.
Shannon fue la primera en ser entrevistada. Proyectaba una imagen culta y erudita. No era consciente, sin embargo, de que Foy y Cooper habían dedicado tiempo a amañar el perfil requerido para desempeñar el puesto para asegurarse de que sus aptitudes no fueran consideradas esenciales y que habían compilado por adelantado una lista de argumentos acerca de los motivos por los que ella no era la persona idónea para el puesto.
Danny Skinner impresionó al comité. Se presentó bien arreglado, y se mostró muy espabilado y vivaz, pero sobre todo deferente, poniendo buen cuidado en no dárselas de sabelotodo. Ante todo, proyectó una imagen diligente, vendiéndose con éxito como prototipo de funcionario veterano de la autoridad local.
Mucho menos impresionante resultó Brian Kibby, cuya entrevista fue una auténtica pesadilla. El jurado inhaló bruscamente, de forma colectiva y sincronizada, cuando vio comparecer aquel rostro maltrecho y magullado. Sudaba y estaba muy alterado; su voz, cuando resultaba audible, era un siseo moribundo. Kibby parecía menos un cero a la izquierda que una sórdida y desesperada ruina humana en plena crisis personal.
Mientras su compañero se sometía a la tortura del interrogatorio, Skinner y Shannon tomaban un café en el despacho.
«Por supuesto que aspiro al puesto, pero si no me lo dan a mí, ojalá te lo den a ti», le decía Skinner. Y era sincero.
«Gracias, Danny; igualmente», le correspondió ella, aunque de forma menos sincera. Ambos sabían que en realidad quien lo merecía era ella.
Tiene más experiencia que todos nosotros juntos. Es competente y cae bien.
Pero cuando poco después de que un destrozado Kibby apareciese y se desplomase en su silla vio a Foy y Cooper entrar en el despacho, pensó, casi con tristeza, qué lástima que sea mujer.
Pasaron unos días antes de que se anunciase la decisión acerca del ascenso. Foy consideró que Le Petit Jardin era el lugar idóneo para la comida de celebración. «Yo no soy sexista, pero sé que algunos de los varones de la sección sí lo son», le dijo a Danny Skinner, «así que estaba protegiendo a Shannon de sus actitudes. Algunos de ellos jamás serían capaces de trabajar a las órdenes de una jefa. No sería justo ponerla a ella en esa tesitura y no estoy dispuesto a sembrar la discordia en la sección. Y en lo que respecta al sector hostelero…, ¿crees que alguien como nuestro amigo el señor De Fretais se tomaría en serio a una mujer?». Bajó la voz y agregó: «Le metería mano bajo la falda y le sacaría las bragas antes de que ella pudiera decir “Ayuntamiento de Edimburgo, Inspección de Sanidad”».
«Umm», dijo Skinner, asintiendo sin comprometerse. Aunque el éxito personal le complacía, resultaba un tanto doloroso por su relación con Shannon. Sus encuentros sexuales se habían vuelto más regulares, siendo ambos conscientes con frecuencia de que era un error. Skinner era el que más había insistido de los dos, sencillamente se sentía tan vigorizado, tan salido a todas horas. Al menos hasta ese momento.
A ella le conmocionó tremendamente que le dieran el puesto a él, pero logró felicitarle con elegancia, lo cual, combinado con su propia sensación de la injusticia cometida, hizo que Skinner se sintiera más bien mezquino.
Foy se arrimó, de lo que Skinner pudo deducir hasta qué punto la esencia de algunos hombres venía definida por su loción para después del afeitado. «Y las chicas, ya sabes, desde luego no son inspectoras por naturaleza. Reaccionan ante cosas diferentes. “¡Uy, qué mantel más bonito tienes ahí!”, o “¡Qué cortinas tan monas!” y todas esas chorradas. ¡Qué más da el estado en que se encuentre la puta cocina!».
Skinner sintió que la sangre se le helaba en las venas cuando de pronto se abrieron las puertas de la cocina y la voluminosa figura de Alan De Fretais —tocado con el delantal de rigor— entró majestuosamente en el comedor y se aproximó a ellos. Despavorido, Skinner se levantó con rapidez y fue derechito hacia los servicios. «El deber me llama», le dijo con una sonrisa a Foy mientras partía apresuradamente.
Mientras se iba, se volvió para echar un rápido vistazo al maestro cocinero departiendo con el funcionario municipal. En el retrete, Skinner echó una larga meada, mientras pensaba que era una temeridad mantener relaciones con gente de la oficina. Te la follas y encima le robas su futuro profesional, se lamentó, mirándose en el espejo. Después pensó en Kibby, y se preguntó en voz alta: «¿Y a él qué cojones le estoy robando?».
¿Qué siento en realidad? ¿Quién coño soy? ¿Y qué pensaría mi viejo de mi conducta? ¿La censuraría o la alabaría?
De Fretais. Él me daría su aprobación, estoy seguro.
¡Qué espanto!
El viejo Sandy fue su padrino. ¡No es de extrañar que el pobre vejestorio beba como una esponja! Él ya está totalmente descartado, pero De Fretais es un follador, eso es de dominio público. Puede que no sea el viejo esbelto, cachas y moreno que yo me imaginaba, pero es bebedor y ha triunfado.
Al regresar al comedor y tomar asiento, sintió un gran alivio al ver que De Fretais se había marchado, y que lo había sustituido una botella de Cuvée Brut. «Ah, esto es un obsequio que nos ha dejado nuestro buen amigo para que lo disfrutemos», dijo Foy, enarcando una ceja apreciativa.
Skinner no tuvo reparo alguno en paladear aquel elixir mientras recordaba cierto pasaje de Secretos de alcoba de los grandes chefs:
Esto desencadenó una vía de reflexión que me sentí movido a explorar en el transcurso de una comida con mi editor. Estábamos remojando con varias botellas de champán Krug 2000 la noticia de que mi libro Tras la pista del arte culinario: viaje por la mente de un chef había superado la cifra de los doscientos mil ejemplares vendidos en el Reino Unido. Mi hipótesis, inducida por el alcohol, era que el sensualista, tanto por predisposición como por deformación profesional, posee ciertos conocimientos y cierto nivel de destreza que transmitir a otros en la materia. La mayoría de los chefs (o maestros de cocina, como yo prefiero denominar a mis pares) son sensualistas por naturaleza. Si nos interesan el amor, el sexo y las relaciones humanas (¿acaso alguno de nosotros puede decir honradamente que no le interesan?), entonces parecía de cajón acudir a mis colegas como fuente privilegida en este recorrido en pos de la iluminación erótica.
Cuando regresó, el cocinero traía consigo una botella de excelente borgoña. Esto y el efecto del champán mitigaron la repulsión de Skinner. «Bien hecho, señor Skinner», dijo De Fretais en un tono ceremonioso, con una sonrisa forzada y calculadora en los labios.
Skinner se le quedó mirando durante unos segundos. Al sostenerse mutuamente la mirada, se sumergió en un extraño lodazal de emociones, pues la proximidad de aquel corpulento ser le atraía y le horrorizaba al mismo tiempo.
¿Este gordo cabrón, mi padre? ¡No me jodas! ¡Ni de coña!
«Muchas gracias», dijo Skinner, «muy agradecido».
«No hay de qué», repuso De Fretais con altivez. «Bien, señores, he de dejarles. Me marcho a la soleada España».
«¿De vacaciones?», preguntó Foy.
«Lamentablemente, no. A rodar otra serie televisiva. Pero volveré para el día 28, pues voy a celebrar una pequeña fiesta de cumpleaños. ¿Les gustaría asistir?».
Tanto Foy como Skinner asintieron con la cabeza mientras el maestro cocinero se marchaba.
¿Sería De Fretais como yo cuando era más joven, un palillo que se infló de repente al llegar a la madurez? ¡No puedo creerlo!
Quería hacerle preguntas a De Fretais sobre el Archangel, sobre Sandy Cunningham-Blyth, sobre el cocinero americano —Tomlin se llamaba— con el que se había formado, pero sobre todo sobre Beverly. Pero ahora la bebida comenzaba a hacer efecto y, por encima de cualquier otra cosa, quería pasárselo bien. ¿Y por qué no? ¡Estaba en su derecho y el precio lo iba a pagar Kibby!
Esta situación demencial no puede durar eternamente; pronto el orden normal se verá restablecido. Más vale que lo disfrute mientras pueda. ¡Que pague esa ratita viscosa!
Foy se volvió hacia Skinner y, sosteniendo la botella con gesto solemne, comentó con una risita burlona: «Claro, casi no me acordaba. A ti no te gusta el tinto, ¿verdad, Danny?».
Skinner deslizó su copa sobre el blanco mantel de lino. «Quizá haya llegado el momento de ser un poco menos conservador», dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
El siguiente sábado por la mañana, Ken Radden llamó a la puerta de la casa de los Kibby. Acudió a abrir Joyce, sobresaltada y nerviosa cuando miró más allá y vio a un grupo de rostros que la miraban desde un minibús aparcado frente a su hogar.
«Señor Radden…, eh…, Brian acaba de…».
Brian Kibby estaba ahora a su lado. Aún seguía con el rostro hinchado y los ojos inyectados en sangre.
«¿Lo pasaste bien anoche?», preguntó Radden, arrugando la nariz ante el olor de los aromas de comida casera y productos de limpieza que llegaban a la puerta.
«No…, no…, estuve en casa…, me quedé aquí…», protestó Kibby, mientras se le hundía el alma viendo el minibús. «Es una especie de virus, he ido a ver al médico…».
Por supuesto…, la excursión a Glenshee…, ¿cómo se me ha podido olvidar?
«Es cierto, es cierto», dijo Joyce con demasiada premura e insistencia.
«Es una especie de gripe», alegó Kibby en tono suplicante. «Hoy no puedo ir», dijo, fijándose, con una terrible sensación de desaliento, en que el prepotente Angus Heatherhill estaba sentado junto a Lucy.
«Muy bien», comentó secamente Radden, «ya te veremos cuando te encuentres mejor».
Pero en esos momentos parecía que faltaba mucho para que llegara ese «mejor». A lo largo de las siguientes semanas, Brian Kibby soportó pacientemente un montón de visitas a distintos especialistas médicos, e interminables baterías de pruebas. Éstas dieron lugar a toda clase de diagnósticos especulativos, en los que se sugirió con una desesperación cada vez mayor que Kibby padecía presuntos virus, la enfermedad de Crohn, cánceres desconocidos, trastornos metabólicos y víricos aún más sombríos, esquizofrenia, prácticamente cualquier cosa. Lo cierto era que el estamento médico no sabía qué pensar.
Pese a que la salud de Kibby seguía deteriorándose, éste se negó a doblegarse ante aquella misteriosa enfermedad. Se hallaba completamente agotado, pero acudía con regularidad al gimnasio local y trabajaba duro en un intento de adquirir algo de fuerza y resistencia. Y su cuerpo empezó a cambiar; a medida que hacía pesas, la gente notó que su esquelético cuerpo iba ganando peso. En un hombre tan delgado, en un principio pareció motivo de celebración, pero pronto quedó claro que no se trataba de músculo, sino que estaba echando barriga e hinchándose.
Consultó los cuadernos de su padre de forma tan compulsiva como su madre, aunque siempre de un modo muy discreto, advirtiendo en ocasiones a Joyce de que no los dejase a la vista, donde Caroline pudiera verlos. Su hermana había empezado a beber, mostrándose tan taciturna al respecto como él, pese a no probar ni gota. Concluyó que su dolencia le había vuelto egoísta. Comprendía lo que le pasaba a Caroline.
Oyó que la puerta principal hacía ruido; avanzó pesadamente hacia ella para abrir, sólo para ver a dos chiquillos riéndose de él y salir corriendo.
Pequeños ca…
Brian Kibby regresó al goce furtivo de los estimulantes diarios de su padre. Aunque confirmaban el amor que Keith Kibby sentía por su familia, también estaban llenos de apuntes acerca de diversas novelas que había leído, lo que le reveló a Brian una faceta de su padre de la que hasta entonces no había sido consciente. Al parecer, a Keith le habían conmovido de forma especial libros como El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson. Y, sin embargo, Brian, que nunca había sido un gran lector de narrativa, era incapaz de recordar que en casa su padre hubiese leído otra cosa que el periódico. Por algún motivo, la literatura era una pasión que se había esforzado por ocultar.
Brian Kibby intentó buscar solaz en las novelas, pero tenía la cabeza a punto de reventar y no lograba concentrarse. A él se le antojaban áridas y monótonas, y acabó por regresar a los juegos de ordenador. Dejó de ir al gimnasio, pues suponía demasiado desgaste.
Una noche, estaba sentado respirando entrecortadamente en el sillón, viendo Coronation Street con su madre. Cada inspiración ruidosa por su parte ponía a prueba los nervios de ésta. Joyce miró a su hijo con una expresión de fatiga y comprensión.
«Si estuvieras bebiendo me lo dirías, ¿verdad, Brian?».
«Ya te lo he dicho», gimió éste exasperado, «¡yo no bebo! ¡¿Cuándo iba a hacerlo?! Estoy todo el día en el trabajo, estuve en el Royal Hospital para que me hicieran las pruebas…, ¡de dónde voy a sacar tiempo para beber!».
«Perdona, hijo», dijo Joyce, preocupada, pues últimamente había visto a su hija en claro estado de embriaguez en alguna que otra ocasión, «sólo quiero que sepas que puedes confiar en mí…».
«Lo sé, mamá», dijo Kibby agradecido, antes de añadir pensativamente: «¿Sabes los americanos esos que vienen por aquí? ¿Los misioneros?».
«El hermano Clinton y el hermano Alien, de la Nueva Iglesia de los Apóstoles de Cristo, en Texas…», dijo Joyce con una sonrisa. «Les he dicho que jamás me convertirán, pero son un par de muchachos encantadores».
«A ellos no les está permitido beber ni…, eh…, andar con chicas, ¿verdad?».
«No pueden beber alcohol y lo otro está excluido hasta que contraen matrimonio», dijo Joyce con añoranza. Opinaba que el Libro del Moderno Testamento era una sarta de bobadas y sus autores unos herejes y unos falsos profetas, pero el código moral de sus seguidores le había impresionado.
«Son jóvenes…, seguro que, eh, tienen ciertos impulsos».
«No dudo de que así sea», dijo Joyce, «pero para eso está la fe, Brian. Quizá te vendría bien pasar un poco más de tiempo en la iglesia».
No era aquello lo que él habría querido oír.
Poco tiempo después, Kibby estaba sentado en el comedor del ayuntamiento ante una ensalada, enfrentado a un nuevo dilema. Sentía un hambre voraz, en particular de comestibles azucarados y grasientos, pero trató de refrenarse, sintiendo cómo la tripa le sobresalía por encima de la parte superior de sus pantalones. «No puedo creer que esté engordando tanto», rumió desconsolado. Shannon McDowall trataba de confortarle diciéndole que era algo propio de la edad. Kibby miraba, boquiabierto de envidia a un inmaculado Skinner, que se estaba poniendo como el quico. Últimamente su antiguo rival se había venido mostrando más amigable, al menos a la cara. «No es justo, tú nunca pareces engordar, y sin embargo comes como una mula y bebes como un pez».
«Metabolismo acelerado», le informó Skinner con una sonrisa jovial, mientras miraba hacia el mostrador de la cocina. «Creo que me apetece otro trozo de ese pringoso pudín de toffee. ¡Jamás he podido resistirme a él!».