Brian Kibby permaneció en vela toda la noche, cociéndose en su propio sudor. La fiebre hizo estragos en su cuerpo maltrecho, y su mente torturada estuvo inundada de visiones delirantes, lo que le hizo temer por su estabilidad mental. Era incapaz de ver otra cosa que el rostro cruel y burlón de aquel matón psicótico de Danny Skinner.

¿Por qué me odia tanto?

En el colegio, Brian Kibby era lo bastante sensible, tímido e inseguro como para llamar la atención de muchachos agresivos como Andrew McGrillen, que olfateaban instintivamente el rastro de las presas del patio de recreo. Y, no obstante, ni siquiera en el colegio se había topado con alguien como Skinner, tan implacable, tan resuelto a transitar la senda de un odio controlado y manipulador contra su persona. Al mismo tiempo, sin embargo, su némesis estaba dotado de una inteligencia y de una personalidad que hacían pensar que tendría que estar por encima de semejante conducta. Este aspecto era el que más le perturbaba.

¿Por qué se tomará tantas molestias conmigo?

Llegado el sábado por la mañana, Brian Kibby se encontraba peor que cuando se había levantado el día anterior. Salió a rastras y gimiendo de la cama a su pesar, y se dirigió al centro, donde se encontró con Ian en la estación de Waverley. Éste estaba emocionado y los dos amigos intercambiaron su tradicional choque de palmas; Ian, en broma, sacó su iPod.

«¿Llevas el iPod en posición de “aturdir”?», preguntó Kibby, como era su costumbre, a lo que Ian respondió: «¡No, tío, el iPod está programado para matar! Maroon 5, Coldplay, U2…», dijo con entusiasmo.

«Si añadimos a Keane y a Travis a la lista, ya tenemos la fiesta montada», replicó Kibby con gesto cansino, levantando y meneando su propio aparato. Hasta aquel ritual, habitualmente vigoroso, resultaba ahora agotador, y Kibby se disculpó por el virus, subiendo su cuerpo somnoliento y sudoroso a bordo del tren. Normalmente los viajes en tren le producían gran placer, pero en aquella ocasión se limitó a sentarse, esforzándose por leer el periódico mientras, apretujado y abatido, sudaba profusamente.

Entretanto, Ian hablaba por los codos de la importancia de Star Trek como visión idealista y fuente de inspiración de cara al futuro: era un universo en el que no había países en guerra, ni dinero, ni racismo, y donde se respetaban todas las formas de vida. Le encantaban las convenciones y la gente a la que conocía en ellas, sus correligionarios Trekkies.

Kibby escuchó en silencio, con una sonrisa débil y afligida, que puntuaba de vez en cuando asintiendo fatigosamente con la cabeza. Su resentimiento iba en aumento, ya que su amigo parecía ajeno a su malestar. Dos Nurofen le habían ayudado un poco, pero seguía sintiéndose fatal. Al atravesar un túnel, el tren traqueteó, produciendo un repetitivo «zum» sonoro semejante al de los efectos especiales que simulaban una salva de misiles espaciales. Kibby temblaba, y se sintió contento al bajarse en Newcastle.

Ya en el hotel, Ian conectó sin dilación la consola de la Playstation que había traído consigo al televisor. Su amigo cargó Brothers in Arms: Road to Hill 30.

«Éste te va a encantar, Bri, Game Informer le dio un ocho y medio…».

Kibby asintió; estaba saliendo del cuarto de baño con un vaso de agua con el que bajó dos paracetamoles más. «Ocho y medio. No está mal», dijo con voz ronca, sentándose en la cama.

«Pues a mí me parece que tendrían que haberle dado un nueve, o quizá hasta un nueve y medio. Se basa en la historia real, sin censurar, de la invasión de Normandía. Ya he llegado al nivel francotirador. ¿Te apetece probarlo?».

«La resolución parece un poco desleída», dijo Kibby, desplomándose de nuevo sobre la cama.

«Vale». Ian se levantó. «Ya veo que quieres ir a lo que hemos venido. ¡Vamos donde la marcha!».

Kibby se incorporó a regañadientes y se afanó por ponerse la chaqueta.

En el National Gene Centre se respiraba un ambiente de intensa emoción. La iluminación era tenue y el formidable sistema de sonido emitía una vibrante música electrónica. De pronto, se encendieron y se apagaron unas luces de láser mientras las estroboscópicas resonaban a una cadencia lenta y la voz del actor William Shatner surcaba el aire:

El espacio, la última frontera. Éstos son los viajes de la nave estelar Enterprise, que continúa su misión de exploración de mundos desconocidos, descubrimiento de nuevas vidas y de nuevas civilizaciones, hasta alcanzar lugares donde ningún hombre ha podido llegar.

«Eso me parece un pelín sexista», dijo Ian mientras se internaban en el salón. «Tendrían que haber puesto la introducción de Patrick Stewart, la que dice “hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar”».

Se rumoreaba que el actor DeForest Kelley, que interpretaba al doctor «Bones» McCoy en la serie original, estaba en el país, y que, de ser cierto, lo más probable es que hiciera acto de presencia. Mientras daban vueltas entre el gentío, inspeccionando los múltiples tenderetes, con sus expositores, sus mercancías y sus sociedades de ciencia ficción, Ian le comentó a Kibby: «Sería estupendo hablar con Bones. Me pregunto qué opinará de verdad de Leonard Nimoy como persona».

Fueron aglomerándose hacia la plataforma situada al fondo del salón para escuchar al presentador, vestido de representante de una especie alienígena conocida como los Borg, que les daba la bienvenida desde el estrado. «Así que disfrutad», les exhortó, «y no lo olvidéis: ¡toda resistencia será inútil!».

A Kibby le puso nervioso verse inmerso en aquella concurrida multitud, pero se sintió más nervioso aún al notar que algo le rozaba las nalgas.

¡Ha sido una mano!

Se volvió bruscamente y vio a un hombre de mediana edad con cabellos claros y canas incipientes a la altura de las sienes, que lucía un gran bigote tipo Zapata y que le sonreía lujuriosamente. Tenía una tez de un moreno anaranjado y llevaba una camiseta de color tan eléctricamente blanca bajo las luces como sus dientes. Llevaba impresa la palabra TELEPÓRTAME.

Volviéndose de nuevo, Brian Kibby oyó decir a Ian: «¡Al fin y al cabo no es DeForest Kelley, sino Chuck Fanon, que interpretó a un miembro de la tripulación Klingon en uno de los episodios de Deep Space Nine!».

¡Otra vez!

El roce inicial había dado paso a un magreo descarado. Algo en su fuero interno restalló como una cinta elástica. Tendría que volverse y soltarle un guantazo a aquel tipo o decirle que se fuera a tomar por ahí. Pero Brian Kibby no le pegaba a nadie, y no juraba ni montaba numeritos en lugares concurridos. Por razones desconocidas hasta para él mismo, siempre soportaba los insultos y humillaciones en silencio. En su lugar, chasqueó débilmente la lengua y se orientó hacia la salida, tras lo cual se encaminó al hotel.

Ian Buchan se dio la vuelta a tiempo para ver cómo Brian Kibby se abría paso entre la multitud, y salía cabizbajo. Estaba a punto de salir tras él cuando vio que a su amigo le seguía aquel tipo sórdido que siempre andaba por las convenciones y que era un notorio pervertido. Vaciló, tratando de descifrar lo que pasaba.

Con la cabeza gacha, atravesando un puente en compañía de un grupo de amigos con el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba para protegerse del viento frío y cortante mientras encendía un cigarrillo, Danny Skinner mantuvo la vista al frente, ansioso por ver aparecer los bloques de viviendas protegidas que habrían de protegerle del asalto del vendaval. Las displicentes nubes, que bullían y se arremolinaban en lo alto, se iban aproximando cual pandilla rival resuelta a infligirles serios daños. De pronto, una bolsa de aire levantada por el viento le arrojó arenilla a la cara. «Joder», escupió al chocar con una muchacha que venía en la dirección contraria: era obesa, estaba amargada y chasqueaba la lengua. Ante él bailaba una bolsa de patatas fritas cuyo revoloteante movimiento amanerado y sus colores chillones parecían burlarse de su situación.

A medida que lagrimeaba e iba expulsando el polvo, la palabra colocada en lo alto de una valla publicitaria, en austeros caracteres negros sobre fondo blanco, fue haciéndose legible: CONTACTO.

«Me alegraré que te cagas cuando estemos dentro del campo», le dijo gimiendo a McKenzie mientras se aproximaban a los molinetes.

«Ya, y yo», asintió McKenzie, entrechocando las palmas de sus heladas y voluminosas manos.

Skinner dirigió a Gareth una rápida mirada cómplice, que parecía indagar, de forma clandestina, cómo podía esperarse siquiera que un hombre de la envergadura de Rab el Grande atravesase los molinetes. En algún lugar había leído que desde la década de los cincuenta, el molinete británico había aumentado su anchura en una media de unos treinta centímetros. El artículo también decía que seguía siendo insuficiente, pues en la actualidad tenían que entrar más personas no discapacitadas que nunca por las puertas para discapacitados.

Seguía apeteciéndole un pastel.

«Creía que habías dejado el fumeque, Skinny», dijo Gary Traynor indicando el cigarrillo con un gesto de la cabeza.

«No parece que tenga mucho sentido», sonrió Skinner. «Soy de los que opinan que en realidad es bueno para la salud. Para mí que lo que mata de verdad es ser fumador pasivo».

Desde la destartalada grada este, «la sarnosa» o «el establo», como con mayor pertinencia la denominaban sus ocupantes, la grada sur, la de los visitantes, era un caleidoscopio de rostros apenas visibles. Traynor lamentó no haberse puesto las lentillas. A aquella distancia, divisar las caras de los del Aberdeen era imposible. Como sucedía con frecuencia, destacaba un gordo cabrón zumbando a un tipo calvo y pelirrojo próximo. El obeso casual del Aberdeen saludó el coro de «gordo cabrón, gordo cabrón» con una obsequiosa reverencia, lo que hizo aullar a los simplones, mirar fijamente y con malevolencia premeditada a los psicópatas, y sonreír con silenciosa gratitud a los chicos espabilados.

De repente el viento cambió de dirección, arrojando una rociada de lluvia al rostro de la multitud. Un minúsculo riff de politono interpretó el comienzo de «The Boys are Back in Town» mientras McKenzie encendía el móvil. Skinner, pese a aparentar despreocupación, sabía que era el proveedor de coca y se dio a sí mismo el gusto de ese «¡sí!» interno que seguía a una victoria psicológica de medio tiempo de ese calibre.

Skinner miró a sus amigos, subsumidos en el interior de una cuadrilla más grande. Aquel día había salido bastante gente. Se sentía preparado para un poco de movida en serio, más que hacía mucho tiempo. Para después del partido se había organizado un encuentro en East London Street, y se suponía que Is&firms tenían que trasladarse allí en grupos pequeños.

Mientras los seguidores de los Hibs comenzaban a marcharse diez minutos antes del pitido final, los muchachos del Aberdeen lanzaron un ataque sorpresa. En lugar de cruzar el puente de Bothwell Street, de algún modo lograron llegar a la parte de atrás de la Grada Sur, donde se enfrentaron a los restantes seguidores de los Hibs. La mayor parte de las brigadas de los Hibs había abandonado «la sarnosa» y se dirigían al punto de encuentro, pero hubo unos cuantos rezagados, entre ellos Skinner, que quedaron sorprendidos de ver a las cuadrillas del Aberdeen embistiendo contra manadas de hinchas aterrorizados mientras se abrían paso en su dirección.

Allá vamos…

Mientras la adrenalina le surcaba el cuerpo, Skinner sintió cómo se le aceleraba el pulso. La policía estaba pura y simplemente ausente cuando las brigadas del Aberdeen se lanzaron hacia delante. La cosa estaba desatada, pensó Skinner con emoción, y con unas multitudes casi del estilo de los años setenta y ochenta. Por todas partes. Una bulla de las de antes, como mandaban los cánones, de esas para las que habían pasado años preparándose, pero que debido a la ritualización de la violencia producto de la vigilancia policial y de los seguratas, rara vez tenía lugar a escala alguna fuera de las páginas de los periódicos. Skinner no sólo no cedió terreno, sino que se lanzó de cabeza hacia los muchachos del Aberdeen lanzando puñetazos por el camino.

Venga ya, follaovejas de mierda…

Al esquivar de un paso lateral a un fornido muchachote rural que lucía una chaqueta Stone Island de color negro, de repente Skinner se encontró intercambiando golpes veloces y entusiastas con un tipo dentudo y con el rostro chupado, de mirada dura y ojos de comadreja, el cual llevaba una Paul & Shark roja. Había decidido permanecer atento y en la guardia de combate correcta, pero su adversario fue el primero en golpear, asestándole un potente derechazo en la nariz que le dejó aturdido y le llenó los ojos de lágrimas, de modo que muy pronto Skinner empezó a lanzar golpes sin ton ni son, moviendo los brazos cual aspas de molino, como un aficionado cualquiera.

Hijo de puta…

Encajando una buena galleta en el ojo y otra en el mentón, Skinner reculó un poco a la vez que se tambaleaba, notando fugazmente la lánguida luz de la sosa farola de sodio sobre el tenebroso fondo del cielo crepuscular. Sólo entonces se dio cuenta de que había ido a parar al suelo. Al reparar en que no le sostenían las piernas, se dio cuenta de que era improbable que pudiera levantarse, por lo que se colocó en posición fetal. Aquello no iba a entrañar su defunción, pues sería otro el que se llevase la paliza. Sí, Kibby iba a sufrir, porque ahora él, Danny Skinner, era invencible. ¡Era inconcebible y demencial, pero suyo era el poder!

¡Hala, Aberdeen, venga, hostias!

Después de que le hubieran clavado un par de recias bota un aguafiestas gritó: «¡Ya vale, tío, ya es suficiente!».

Vete a tomar por culo… estúpido capullo…

Al inundarse el aire con el sonido de las sirenas policiales la lluvia de golpes empezó a remitir y después cesó.

Los Kibby le deben una ronda a algún follaovejas decente, o mejor dicho, a la fuerza pública de Lothian. Con todo, ha sido una tunda de lo más completa…

Durante un rato pensó que lo habían apuñalado. Algunos de los golpes parecían demasiado crudos e incisivos como para haber sido ocasionados exclusivamente por puños o botas, pero cuando los enfermeros le levantaron del pavimento no vio ningún rastro de sangre. Antes de que éstos pudiesen subir su aturdido cuerpo a la parte trasera de la ambulancia, dos policías se lo arrancaron de las manos pese a sus protestas, esposándole y arrojándole al furgón, donde le quitaron una de las manillas y la cerraron de nuevo sobre una barra que corría a lo largo del vehículo. La locura del niki Lacoste, pensó, entre el aturdimiento de la doble visión, sentado en silencio dentro de la tocinera, mientras el efecto anestésico de la adrenalina se disipaba y se daba cuenta de que le dolían los costados y que tenía la cabeza a punto de estallar. A su lado estaba su adversario del Aberdeen. «¿Estás bien?», le preguntó el chico, mirando a un maltrecho Skinner con cara de arrepentimiento y ofreciéndole un cigarrillo.

Su oponente, dolorido y mareado, aceptó de buena gana. «La verdad es que lo habéis hecho muy bien», reconoció éste.

«Tío, vaya paliza te acabas de llevar».

«Ah, ya se sabe, accidentes laborales, colega. En cualquier caso, en Leith nos crían duros de pelar», dijo, sonriendo a través de su terrible y a la vez dulce dolor.

Espero, por el bien de uno que yo me sé, que hagan lo mismo en Featherhall.

Fijándose en la chaqueta del muchacho, Skinner comentó: «Bonitos trapos. ¿Una nueva gama de Paul & Shark?», preguntó, señalándole el pecho.

«Sí, me la pillé en Londres, ¿sabes?», le dijo el nativo de Aberdeen con una sonrisa de oreja a oreja. Skinner trató de sonreír a su vez, pero la cara le dolía demasiado. Sin embargo, el dolor no duraría demasiado, pensó con buen humor.

Vaya, en todo caso no a mí.

Ian Buchan se preocupó al ver que Brian Kibby regresaba temprano al hotel. Reflexionó acerca de por qué Brian se había marchado; quizá tendría que haberse ido con él. Pero ¿a qué venía eso de marcharse con aquel tipo tan extraño? ¿Podría ser… que Brian fuera gay? Seguro que no, siempre había mostrado interes por las chicas, como Lucy por ejemplo, y la chica esa de su trabajo de la que siempre hablaba. Pero quizá… se trataba de un caso de «dime de lo que presumes…».

Al llegar al hotel, Ian no quiso subir a la habitación. Brian era un adulto, lo que hiciera o dejara de hacer era cosa suya. Se detuvo en el malecón de la ribera, se fijó en el refulgir de la luz de luna sobre el Tyne, y en el nuevo bar temático a orillas del río asomando bajo el vidrio y el cromado.

¡Quizá Brian está en la habitación con aquel tío!

Se quedó levantado en el bar hasta altas horas con algunos Trekkies más, hablando de convenciones anteriores. La fiesta prosiguió en una de las habitaciones de hotel, donde Ian se despertó, completamente vestido, junto a un Trekkie al que apenas conocía de nada.

En una habitación del piso situado directamente encima de él se filtraba una luz tibia a través de las cortinas; estaba amaneciendo. Brian Kibby trató de levantar su dolorida cabeza de la almohada pero su cuerpo gruñía de forma amenazadora ante tal idea. Recordó, aterrorizado, los acontecimientos del día anterior. El tipo raro que le había metido mano. Se había sentido fatal por el acoso y la humillación, y había regresado al hotel sin decirle a Ian una palabra. Y ahora la cama de éste estaba vacía; no había venido a dormir.

¡El tío asqueroso aquel incluso le había seguido, diciéndole cosas repugnantes acerca de mantener relaciones sexuales ellos dos! Se estremeció al recordar las palabras de aquel pervertido: «Quiero petarte el culo. Quiero oírte chillar».

«¡DÉJAME EN PAZ!», le aulló a la cara Brian Kibby, quien rompió a llorar y echó a correr mientras todo aquel que entraba y salía del salón se volvía y miraba, para horror y vergüenza de Brian, al pervertido del mostacho.

Después, Kibby volvió al hotel con los nervios crispados, preguntándose qué le estaba sucediendo. Se hizo un ovillo bajo la manta. En lugar de conciliar un sueño reparador, se quedó ahí, aletargado; se sentía como si hubiera sufrido un accidente de automóvil. Tenía la boca y la garganta completamente secas, como si hubiese tragado tórrida arena candente. Trató de generar algo de saliva pero sólo logró soldarse la lengua al paladar. Ahora se atragantaba con aquel calor áspero y seco, que parecía habérsele incrustado en la garganta y el pecho… Extendió la mano para coger el vaso de agua que había junto a la cama, pero había olvidado llenarlo. Exhausto y dolorido, no era propenso a dejarse acosar de esa forma tan flagrante por sus necesidades, pero una tos convulsiva se apoderó de él, empezaron a llorarle los ojos y se vio forzado a levantarse y acudir tambaleándose hasta el minibar en busca de un poco de agua mineral, mientras experimentaba un insoportable y ardiente dolor en las piernas, la espalda y la cabeza.

Tenía los labios extrañamente entumecidos e hinchados: al sorber el agua, ésta se le escurrió sobre el pecho y el pijama.

Las primeras horas de la madrugada fueron transcurriendo lentamente, al igual que lo había hecho la noche, entre agónicos desvelos. A Kibby le dolían y le picaban los ojos, que tenía hinchados y llenos de légañas fantasmas del insomnio. Se retorció en la cama como una marsopa varada, empapado en sudor.

Al oír que llamaban a la puerta, se levantó dificultosamente, sintiendo como si un desfile de tamborileros tocase una retreta sobre sus piernas, espalda, cabeza y brazos. Al abrir tímidamente la puerta, vio cómo Ian contraía el rostro, horrorizado.

Lejos de que formulasen cargos contra él por sus actividades durante la pelea que tuvo lugar tras el partido con el Aberdeen, Danny Skinner se llevó tal paliza que el sargento de guardia le envió directamente a urgencias, reprendiendo a los agentes que lo habían arrebatado de manos de los enfermeros. Allí decidieron mantenerle en observación durante una noche. En el pabellón habló con un reportero del Evening News que trataba de sonsacar información a los heridos. Era un tipo joven, con una calvicie incipiente y una piel terriblemente picada de viruelas. Viendo sus ademanes serios pero nerviosos, Skinner sintió lástima por él. El reportero colocó una grabadora delante de él y le preguntó «¿Te importa?» con el mismo tono con que podría haber preguntado si le importaba que encendiera un pitillo.

La postura adoptada por Skinner fue decir que mientras abandonaba el campo unos matones del Aberdeen se le habían echado encima. La suerte le había sonreído, pues en el único trozo de metraje de televisión por circuito cerrado concluyente en lo que se refería a su participación en el conflicto, aparecía postrado en el suelo mientras varios individuos le pateaban. Habló largo y tendido mientras el reportero escuchaba, con expresión preocupada pero imparcial.

Aquella misma noche le administraron unos analgésicos que no hicieron absolutamente ningún efecto sobre los terribles dolores que estaba padeciendo. En cierto momento sintió la necesidad de ir al baño, pero se encontraba demasiado dolorido como para moverse. Permaneció quieto hasta sumirse finalmente en un sueño regular. Al despertar por la mañana temprano, saltó de la cama y vació la vejiga, mirándose acto seguido en el espejo.

¡No tengo ni un rasguño!

Disgustado por su pobre rendimiento durante la pelea, adoptó una guardia y practicó boxeo de sombra durante un rato. Luego se vistió y abandonó el pabellón, dándose de alta, avergonzado por la ausencia en su rostro de la más mínima marca. «Antes de que se marche tendrá que verle el médico», le dijo una sorprendida enfermera, mirando las notas y tratando de reconciliar al Skinner que tenía delante con el que habían admitido sus compañeros el día anterior.

Fue a buscar al médico de guardia, pero cuando regresó Skinner había desaparecido.

Al llegar a casa aquel domingo por la mañana, Skinner oyó sonar el teléfono tres veces antes de que saltara el contestador. Llamó al 1471, deseando que fuera Kay preocupada por sus lesiones, pero el número que apareció era el de su madre. Debía de haber leído algo sobre él en el Mail. Pensó en llamarla, pero su orgullo se lo impidió, diciéndose que si tanto le importaba, ya volvería a llamar.

«Venga, tortuguita», le dijo Ken Radden a un maltrecho y magullado Brian Kibby, que iba jadeando y resollando a unos pasos de distancia del resto del pelotón por la ruta de West Highland. «Como no lleguemos a ese refugio antes de que anochezca…», le espetó en un tono que no auguraba nada bueno, agregando a continuación: «Tú deberías saberlo mejor que muchos».

Ken jamás le había dicho eso antes. Aquélla era su frasecita privada de chantaje emocional, utilizada habitualmente para descalificar discretamente a otros que, en opinión de ellos, hacían quedar mal al conjunto del grupo. Peor aún, le había llamado «tortuguita», aquel insulto genérico y condescendiente de los Hyp Hykers para alguien que en realidad no daba la talla.

Ahora Brian Kibby se arrepentía de los hastiados bufidos de exasperación que profería cuando Gerald —siempre Gerald el Gordo— les hacía ir con retraso. Había que ver el interés que ponía en prodigarle en tono superficialmente amigable voces de ánimo entreveradas de censura a Gerald cuando Lucy estaba lo suficientemente cerca como para oírle: «¡Venga, Ged! Tú puedes, colega. ¡Ya queda menos!».

Y Lucy. Lo único que hicieron fue intercambiar chocolatinas. Esta vez la suya había sido una Yorkie y la de ella una Bournville Dark. La veía ahora, a poca distancia, tratando de aguardarle, pero incapaz de remediarlo a medida que él se iba rezagando más. Se quedó mirando su mochila naranja, cada vez más fuera de su alcance. Un joven Hyp Hyker de tez morena llamado Angus Heatherhill, con quien Kibby no había hablado nunca, se colocó a su altura. Heatherhill tenía una mata rebelde de cabellos negros, bajo la cual a veces se divisaban un par de ojos oscuros de mirada acerada.

Kibby se sintió apesadumbrado, lo que engrosó su carga física; su corazón, plúmbeo, pareció hundirse unos centímetros dentro de la cavidad torácica. Las cosas estaban yendo tan terriblemente mal… No podía comprenderlo. Todas las mañanas se despertaba sintiéndose fatal. Y había que ver el estado en que se encontraba ahora…

Y encima Ian no había llamado. Se había comportado de una forma muy extraña durante el viaje de regreso en tren, cuando Kibby se despertó, magullado de mala manera, tras sufrir lo que desde entonces había postulado con trepidación como cualquier cosa, desde una reacción alérgica grave a la estrambótica improbabilidad de que se hubiese caído por unas escaleras en estado de sonambulismo. Su madre, al igual que Ian, no podía creerlo; pensaba que le habían pegado una paliza. ¡Ni siquiera iba a dejarle ir a las excursiones de los Hyp Hykers!

A medida que veía la espalda, cada vez más lejana, de Lucy, y los brazos de Heatherhill gesticulando a su lado como las aspas de un molino, Kibby pensó en sus rasgos delicados y frágiles, tan acentuados por aquella fina montura dorada que en ocasiones llevaba en lugar de las lentillas.

A menudo fantaseaba con ser el novio de Lucy. En aquellas ensoñaciones, unas prosaicas escenas domésticas le producían casi tanta satisfacción y menos remordimientos que las imágenes masturbatorias prefabricadas. En una de sus favoritas, Lucy iba sentada a su lado, viajando en el coche, el viejo Capri de su padre, con Joyce y Caroline montadas detrás.

A mamá le encantaría Lucy, y Caroline y ella se harían grandes amigas, como hermanas, pero por las noches estaríamos Lucy y yo solos en nuestro piso y nos daríamos besos y… ¡pero basta ya!

Espabilado por aquella fantasía semiadolescente, Kibby elevó la vista hacia el cielo, cada vez más oscuro.

Señor, siento mucho lo de todos esos tocamientos porque sé que está mal. Si me consiguieras una novia la trataría bien y no tendría necesidad alguna de…

A Kibby se le cortó de nuevo la respiración al mirar adelante y ver cómo las espaldas del grupo iban perdiéndose cada vez más en el horizonte. Pero alguien se había detenido. Caminó tambaleándose sobre sus doloridas piernas. ¡Era Lucy! Su rostro casi translúcido pareció abrirse mientras él avanzaba de modo vacilante. Un molde de inquietud —¿o sería lástima otra vez?— pareció cincelar su quebradiza sonrisa mientras Kibby sentía que le fallaban las piernas. A cada paso parecían hacerse más cortas o que se estuviera hundiendo en una ciénaga. Pero la tierra empapada subía con rapidez para encontrarse con él y lo último que vio antes del topetazo fue la boca de Lucy formando una O perfecta.

Estaba en la parada del autobús, esperando que uno de los vehículos granates de la región de Lothian le llevara al otro extremo de Leith Walk, y rebosaba de energía, entreteniendo a los demás parroquianos de la cola con su palique. La prensa dominical había hecho mención de los disturbios en Easter Road, y los periódicos del lunes no hablaban de otra cosa. Ya había salido en el Daily Record, donde le describieron como Daniel Skinner, empleado del gobierno local e inocente víctima de la violencia del sábado.

Apareció un 16 y vio bajar del mismo a Mandy, la aprendiza de peluquera de su madre, que le contempló con gesto sorprendido: «¡Danny! ¿Te encuentras bien? Es que… ¡en el periódico decían que habías sufrido heridas graves en la cabeza!».

«Siempre he estado mal de la cabeza», se rió él antes de agregar: «No, en serio, menos mal que sólo fue en la cabeza». Se golpeó el cráneo con los nudillos con bastante contundencia, preguntándose si Kibby lo notaría. «La prensa siempre exagera, no dicen más que chorradas».

Ya en el despacho, Skinner hizo méritos presentándose con un estado de ánimo rebosante de aplomo, sin quejarse de sus lesiones una sola vez y, curiosamente, sin una marca en la cara. Sí que cojeaba ostensiblemente, pero fue Dougie Winchester quien reparó en que, tras unas cuantas pintas a la hora de comer, pareció haberse curado de forma milagrosa.

Brian Kibby, en cambio, no se había presentado, tras telefonear para solicitar la baja por enfermedad, algo extremadamente insólito en él.

Los dedos de Beverly Skinner extendían el suavizante por la cabellera gris y estropajosa de Jessie Thomson. La información de la etiqueta decía algo acerca de «aceites de frutas» y los describía como «nutrientes» y, cosa extraña, parecía que, en efecto, al masajear el cuero cabelludo de la anciana, produjera cierto efecto rejuvenecedor. Los ojos y la boca de Jessie se iban animando por momentos. «Por supuesto, Geraldine siempre ha sido propensa a los quistes ováricos. Su hermana también los sufría. Martina, ¿te acuerdas? La del chico que murió en aquel accidente de moto, ¿te acuerdas? Qué peligrosas son. Qué pena, y un chaval tan majo además. ¿Cómo se supera algo así? A ver, que mis dos hijos no son unos angelitos precisamente, pero si les pasara algo…».

La clienta iba a la caza de algo, tratando de sonsacar a Beverly sobre el mal trago que acababa de pasar Danny. Debería ir a visitarle. La agresión futbolística llevaba preocupándola todo el fin de semana.

Llevo años cantándole las cuarenta a ese estúpido cabroncete por lo de esas tonterías del fútbol…

Es todo lo que tengo. Mi chiquitín. No era mal chico. Era…

Mandy Stevenson entró como Pedro por su casa, con el pelo pegado al cuero cabelludo y a un lado de la cara, y las hombreras de su abrigo beige oscurecidas por un súbito chaparrón.

«Siento llegar un poco tarde, Bev. He visto a Danny al pie de Leith Walk».

«¿Qué?… Ah, ¿cómo estaba?».

«Justo en ese momento subía al autobús para ir al trabajo», dijo Mandy con una sonrisa. «Tenía muy buen aspecto. Ya conoces a Danny, siempre de broma».

«Vaya que si lo conozco», caviló Beverly. [Cabroncete egoísta. Joder, mira que preocuparnos por nada,] pensó, haciendo penetrar más suavizante en los agradecidos rizos de Jessie. «Ya verás como esto te sienta de maravilla, cariño», amenazó, mientras Jessie Thomson se sumía en un abrupto silencio puntuado por una mirada tensa.

Brian Kibby era propenso a la hipocondría desde hacía mucho tiempo. De colegial rara vez andaba lejos de la consulta del médico: un certificado de baja procurado para poder gozar de cierta tregua ante el acoso era un bien preciado. Pero desde entonces, se había vuelto remiso a visitar a su médico y jamás faltaba al trabajo. Cualquier supuesta enfermedad era ahora, por lo general, poco más que un hábito de autocompasión, y acostumbraba a hacer uso de su frase rutinaria «Creo que he debido de coger algo», para recabar algún tipo de atención femenina. Ahora que tenía una dolencia auténtica y sin diagnosticar, le preocupaba la posibilidad de estar perdiendo el juicio.

Sin embargo, aquel lunes por la mañana, las insinuaciones de Joyce, sus magulladuras y terribles dolores, por no hablar de su embarazoso colapso durante la caminata, le obligaron finalmente a realizar una visita al doctor Phillip Craigmyre, el médico de cabecera, en su consulta de Corstorphine. «Escucha, hijo…», empezó su madre con cierto desasosiego, «no te olvides de mudarte de calzoncillos…, acuérdate de que vas a ir al médico».

«¿Qué…?». Kibby se puso rojo como un tomate. «Por supuesto que llevo calzoncillos limpios…, yo siempre…».

«Es que cuando fui a echar tus calzoncillos a la lavadora me encontré… unas manchas de “eso”…», dijo Joyce con nerviosismo, «ya sabes, de esas que a veces puede dejar un chico…».

A Kibby se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza de vergüenza. Su madre le había mencionado aquello en otra ocasión, pero había sido hacía muchísimo tiempo, cuando era adolescente.

«Sé que puede resultar difícil, Brian, pero es pecado y puede ser muy debilitador, no digo más. Recuerda», dijo ella mientras levantaba la vista hacia el cielo, «Él lo ve todo».

Kibby estaba a punto de decir algo pero lo pensó mejor. Se sintió más mortificado aún cuando ella insistió en acompañarle, e incluso tuvo que convencerla para que aguardase fuera mientras el médico le sometía a un examen físico a fondo. La confianza que tenía con éste permitió a Kibby reunir el coraje suficiente para plantearle tímidamente la pregunta.

«Doctor, ¿podría esto deberse a que, eh, porque, eh, a veces me… toco?».

Craigmyre, hombre de aspecto rapaz, de cabellos cortos y plateados y aire de gran energía, miró a Kibby con una expresión inequívoca.

«¿Te refieres a la masturbación?».

«Sí…, es que mamá dice que es muy debilitadora y yo…».

Sacudiendo la cabeza, Craigmyre dijo en tono tajante: «Creo que aquí están pasando cosas mucho más relevantes que una vulgar masturbación», antes de tomarle muestras de sangre, orina y heces. Fue tal el disgusto de Kibby que a su cuerpo le costó un rato deshacerse de sus excrementos.

Cuando hubo acabado, el doctor Craigmyre invitó a la preocupada madre de Brian a pasar al interior de la consulta. Describió los síntomas de modo diligente, y a continuación sostuvo sin alterarse: «Desde luego, está claro que aquí ha habido alguna clase de exceso», expuso.

«¿Qué quiere decir?», preguntó Joyce.

«Fíjese en su hijo, señora Kibby, está lleno de contusiones».

«Pero no se ha peleado…, no es de los que se meten en líos», alegó ella.

«Es verdad…, no lo hago», insistió Kibby, rompiendo a llorar.

Craigmyre se mantuvo impasible, quitándose el estetoscopio y depositándolo sobre la mesa. «A decir verdad, todo lo que aquí vemos concuerda con las secuelas que dejaría un fin de semana de libertinaje alcohólico». Sacudió la cabeza. «Estas contusiones son del mismo género que las que se ven cada fin de semana en la unidad de urgencias como resultado de reyertas callejeras en estado de embriaguez», sostuvo mientras Brian Kibby y su madre eran incapaces de creer lo que estaban oyendo. «Y esta marca en la mejilla parece una quemadura de cigarrillo, de la clase que podría infligirse alguien a sí mismo en un momento de depresión alcohólica. Me decías antes que hace poco perdiste a tu padre…».

«Sí, pero no bebo…», protestó Kibby.

«A pesar de todo, su hijo dice que no bebe y que no ha consumido alcohol durante el fin de semana», expuso Craigmyre casi con sorna, mientras Joyce se quedaba convulsionada. «He de decirle que en caso de que Brian tenga un problema con el alcohol se trata de un asunto muy serio y que ni él ni nadie facilita las cosas ocultándolo».

¡Ahora el muchacho estaba siendo estigmatizado como un alcohólico que se negaba a reconocerlo pese a sus lágrimas insistiendo en que no bebía! ¿Qué clase de médico era aquél?, se preguntó Joyce, hirviendo de indignación. «¡Pero si ni siquiera bebe! ¡Este fin de semana asistió a una convención de Star Trek, doctor!», imploró ella, antes de mirar fijamente a su hijo en busca de signos de duplicidad. «¿No es así?».

«¡Sí! ¡Sí! ¡Estuve con Ian! ¡Estuvimos juntos todo el tiempo! ¡Él te dirá que en ningún momento bebí!», chilló Kibby ante tamaña injusticia, mientras se le enrojecía la cara y comenzaba a sudar. «Regresé al hotel yo solo cuando empecé a encontrarme un poco mal…, ¡pero no bebí en ningún momento!».

«A mí me gustaría tener alguna prueba de ello», dijo Craigmyre. Había visto a montones de alcohólicos con anterioridad, algunos de los cuales llegaban a extremos muy enrevesados con tal de minimizar su problema con la bebida.

«Yo se las conseguiré», saltó Joyce. «Gracias», dijo con aire despreciativo mientras se dirigía hacia la puerta. «Vamos, Brian», y Kibby salió lastimeramente tras su madre, resoplando y transpirando por el camino.

Le llevó hasta el final de la semana encontrarse lo bastante bien como para regresar al trabajo, y los moratones y la hinchazón seguían siendo prominentes. Pero cuanto más hablaba de su desconcertante enfermedad, más parecía sumirse en la autocompasión. Al menos se libró de los improperios de Skinner, pues su rival se había tomado dos días de fiesta para preparar la entrevista de la semana entrante.

Kibby se quedó en casa durante la mayor parte del fin de semana, preparando su propia entrevista. Aparte de eso, tenía justo la energía suficiente para subir las escaleras metálicas hasta su bienamado ferrocarril en miniatura, y pasó algún tiempo viendo al City of Nottingham recorrer el circuito, imaginando a los pasajeros en el interior del vagón. En su imaginación, se veía a sí mismo y a Lucy viajando en el interior de un lujoso compartimiento. Lucy iba vestida al estilo victoriano, con un ceñido corsé realzándole el escote. En la vida real había determinado de forma subrepticia que sus pechos tiraban más bien a pequeños, pero a efectos de su fantasía Kibby los había dilatado generosamente. Ahora, mientras el tren se dirigía hacia West Highland —no atravesaba Europa, al estilo del Orient Express—, Kibby bajaba la cortina y jugueteaba con los encajes del vestido para liberar aquel par de domingas.

Craigmyre parecía pensar que era inofensiva…

«Para, Brian…, no debemos…», jadeó Lucy, tiernamente excitada pese a su temor.

«Ahora ya no puedo parar, nena, y tampoco creo que tú quieras que lo haga…».

Pero está mal…, esto está mal…, tengo que parar…

Era demasiado tarde. Kibby resollaba sonoramente mientras bombeaba su lefa en el pañuelo y se quedaba tendido sobre el suelo de contrachapado, más consumido aún por sus esfuerzos.