Fue la primera vez que dejó a los pollos a la intemperie. Llovió, los postes de la cerca se pudrieron y entraron los perros asilvestrados. Se había quedado sin pollos.

No lograba concentrarse. Sentía mareos; mareos y náuseas. El enorme y colorista póster de Star Trek: la última frontera, que le había regalado Ian, en el que aparecía una nave Enterprise emergiendo de un agujero negro, resonaba y palpitaba, orquestando el baile de sus nervios destrozados.

Levantándose temblorosamente del escritorio donde tenía el portátil, regresó a la cama tambaleándose, metiéndose debajo del edredón, sudoroso y lleno de náuseas, mientras oía los pasos de su madre subiendo las escaleras.

Joyce Kibby subió fatigosamente los peldaños con una bandeja de té plateada. Parecía pesar demasiado para sus raquíticos brazos, abarrotada como estaba con un gran plato de huevos revueltos, beicon y tomate, y uno más pequeño en el que se amontonaba una formidable pila de tostadas, así como una tetera. La llevó a la habitación de su hijo, y se sobresaltó al ver el aspecto tan poco saludable que éste presentaba aquella mañana.

«Te he traído algo de desayuno, hijo. Dios mío, Brian, no te veo con muy buena cara. Bueno, no importa, ya conoces el dicho: alimentar un resfriado y matar de hambre a una fiebre. ¿O es al revés? De todas formas, daño no te hará», declaró a la vez que depositaba la bandeja al pie de la cama.

Brian Kibby logró esbozar a regañadientes una sonrisa afligida. «Gracias, mamá. Estaré perfectamente», dijo, esforzándose por tranquilizarse a sí mismo. No le apetecía comer. Se sentía fatal, tenía la cabeza a punto de estallar y una sensación como si tuviera las entrañas cubiertas de ampollas y le estuvieran estallando por dentro. Siempre trataba de jugar un mínimo de tres partidas de Harvest Moon antes de desayunar. Aquella mañana apenas había logrado jugar dos y ahora todos los pollos habían desaparecido.

¿Cómo he podido ser tan estúpido?

«Será el virus ese que anda suelto por ahí», se aventuró Joyce mientras Brian se incorporaba, ahuecaba las almohadas y se recostaba de nuevo sobre ellas. Incluso ese esfuerzo tan minúsculo le hizo sudar. Tenía la boca seca y en los brazos y piernas sentía nódulos de calambre y fatiga. «Me siento fatal, es como si fuera a explotarme la cabeza».

Pero Brian Kibby también se sentía culpable. Era evidente que durante la presentación de ayer Danny Skinner también se encontraba mal, y todo el mundo lo achacó al alcohol, incluso después de que el propio Skinner dijera que había pillado alguna clase de resfriado o de virus.

Le hice pasar un mal rato cuando se encontraba fatal, no le concedí el beneficio de la duda. Ahora ya tengo mi castigo, se regañó Kibby a sí mismo.

Skinner me ha pegado el virus.

«Llamaré de tu parte para decir que estás malo, hijo», se ofreció Joyce mientras corría las cortinas.

Presa del pánico, Kibby se incorporó de golpe. «¡No! ¡No puedes! Hoy es el día de mi presentación. ¡Tengo que ir!».

Joyce sacudió la cabeza con frialdad. «Tú no estás para ir a trabajar, hijo. Fíjate cómo estás, sudando y tiritando. Lo comprenderán; tú nunca te coges la baja por enfermedad. ¿Cuándo fue la última vez que lo hiciste? ¿De qué serviría, Brian? ¿De qué serviría?».

Era cierto, Brian Kibby nunca se había cogido la baja por enfermedad. Y no pensaba hacerlo ahora. Se metió en el cuerpo lo que pudo del desayuno, se dio una ducha moderadamente caliente y se vistió con escaso entusiasmo. Cuando bajó las escaleras y entró en la cocina, se encontró con Caroline, que estaba sentada ante la mesa y guardaba con gesto furtivo sus libros en la bolsa de deportes. «Mamá dijo que te ibas a pasar el día en la cama», comentó.

«No puedo, tengo una pres…». Sus ojos repararon en los movimientos de su hermana. «¿Aún estás con ese trabajo de anoche?».

Ella se apartó de la cara el cabello rubio, que le llegaba hasta los hombros. «Sólo estaba introduciendo unos pequeños cambios», dijo.

«Caroline…», se quejó Brian Kibby, «tendrías que haberlo terminado anoche. ¡Prometiste que lo harías antes de ir a ver a Angela!».

Caroline rascó los bordes de la pegatina Streets de su bolsa de deportes con sus uñas esmaltadas. Levantó la vista para mirarle, enarcando de forma glacial unas cejas finas y depiladas. «¿Que lo prometí, Brian? Yo no le prometí nada a nadie, que yo recuerde». Sacudió la cabeza y reiteró con lentitud: «No recuerdo haberte prometido nada».

«¡Pero se trata de la facultad!», exclamó quejumbrosamente Kibby, sintiéndose con mal cuerpo y preguntándose por qué él pasaba apuros para acudir al trabajo mientras su hermana no hacía más que desperdiciar su tiempo y su talento. «Esa Angela no tiene ambiciones, Caroline. Ten cuidado, no te vaya a arrastrar a su nivel. ¡No sería la primera vez que sucede!».

Caroline y Brian Kibby estaban muy unidos y rara vez discutían. A veces se ponía plasta, pero por lo general su hermana lo toleraba. Cuando saltaba, siempre era contra su madre, jamás contra su hermano. Pero estaba acusando las copas que había tomado la noche anterior en el club nocturno Buster Brown’s, y el recién descubierto afán de su hermano por imponerle un régimen de estudios draconiano no le acababa de seducir. «Tú no eres mi padre, Brian. Acuérdate», le dijo en un tono lindante con la advertencia.

Brian Kibby miró a su hermana, notó cómo se le vidriaba la mirada y sintió el dolor compartido por ambos. Ninguno de los dos era propenso a invadir el espacio personal del otro y el advenimiento de la pubertad poco menos que había destruido cualquier contacto físico entre ellos. Ahora, sin embargo, sentía el impulso de rodearla con un brazo tembloroso y vírico. «Perdona…, no quise decir eso…».

«No, perdóname tú a mí…», resopló violentamente Caroline, «sé que sólo quieres lo mejor para mí…».

«Es sólo porque es lo que él hubiera querido», confesó Brian, reprimiendo sus propias lágrimas y dejando caer los brazos de los hombros de su hermana para que colgaran lánguidamente a los lados, «pero ahora ya eres una mujer, lo que hagas es cosa tuya, no tengo derecho a…». Tragó saliva. «Papá habría estado muy orgulloso de ti, ¿lo sabes?», dijo Brian, con cierta sensación de culpa, al sopesar el testimonio de los diarios que él y Joyce habían decidido ocultarle a Caroline.

Caroline Kibby besó a su hermano en la mejilla. Aún tenía aquella fina capa de pelusa que a ella siempre le había recordado los melocotones. «Él también habría estado orgulloso de ti, porque yo lo estoy. Eres el mejor hermano que nadie podría tener».

«Y tú la mejor hermana», poco menos que gritó Kibby en respuesta, estropeando un tanto el momento a ojos de Caroline con aquella reciprocidad chillona y lacrimógena, aunque logró transformar el impulso de hacer una mueca en el de sonreír.

Desesperados ambos por escapar del torbellino de emociones desconocidas e incómodas que se arremolinaba en torno a ellos desde la muerte de su padre, Brian y Caroline recobraron la compostura y se despidieron de Joyce, quien, tras hacer las camas, había bajado las escaleras. Se marcharon, al trabajo y a la Universidad de Edimburgo respectivamente.

Brian Kibby fue recibido como un héroe por acudir al trabajo, según pudo constatar con amargura Danny Skinner. «Vaya aspecto tan terrible tiene, parece que tenga la gripe», comentó Shannon McDowall. Skinner asintió, sospechando sin poderlo remediar que cuando el día anterior había entrado él, el comentario había sido: «Danny tiene un aspecto terrible, parece que tenga la gripe o algo por el estilo…».

Ese crucial o algo por el estilo. Y es en esos apartes tan triviales donde se afianzan o se socavan las reputaciones de la vida profesional. Pero para socavar la de Kibby harán falta muchos. Tiene todo el beneficio de la duda de su parte.

De forma inexplicable, a Danny Skinner le acuciaba la idea de que quizá el tiempo estuviera de la suya. Se sentía sorprendentemente bien, sobre todo teniendo en cuenta la caña que se habían dado la noche anterior. Quizá le pasara lo que a Rab el Grande, meditó, y se estuviera volviendo inmune al alcohol y las drogas.

Estoy listo para lo que me echen, coño. Venga Kibby, chaval, ¡a ver de qué pasta estás hecho!

Los miembros de la plantilla se abrieron paso hasta la sala de conferencias y se acomodaron para escuchar la presentación de Brian Kibby. Mientras recogía sus cosas, Skinner le dedicó una sonrisa y, arrimándose a él, le cuchicheó al oído: «Ay, la que te espera, cabrón».

Sólo una o dos personas parecieron fijarse en el espasmo de temblor y agitación que recorrió brevemente a Kibby.

¡Hoy no vas a hacer una sola carrera, bobochorra!

Todos estaban ansiosos por ser testigos de la presentación de Kibby. Bob Foy le dio una palmadita de ánimo en la espalda, la cual, notó Skinner con regodeo, casi le da a su destinatario un susto de muerte. Kibby no era un orador seguro de sí mismo, pero lo compensaba con el salvavidas de las transparencias más meticulosas y detalladas, de las que echaba mano cuando las cosas se torcían un poco. O, más bien, así podría haber sido, de no haberles volcado encima una taza de café, empapándolas por completo. Acto seguido, sus intentos por limpiar el desaguisado sólo desembocaron en un desorden mayor. Oswald Aitken acudió en su auxilio, haciéndose cargo de la operación de limpieza e instándole a continuar.

¡Primer strike!

Danny Skinner permaneció sentado, observando con gran regocijo cómo Brian Kibby cavaba su propia tumba.

«Lo siento…, yo…, eh, no me encuentro muy bien…, algún virus o así…».

«Ya», dijo Skinner en voz alta, «últimamente hay muchos circulando por ahí».

«Así es, yo mismo me encuentro bastante enclenque últimamente». Oswald Aitken hizo un esfuerzo solidario por quitarle mordiente a la pulla de Skinner.

Mientras Kibby exponía a trancas y barrancas una presentación de lo más vergonzosa, las preguntas, salvo las procedentes de una instancia muy concreta, fueron poco exigentes. Danny Skinner jugueteaba con Brian Kibby, y sus preguntas, aparentemente inocuas, siempre sondeaban en pos de algún detalle que su adversario, trémulo y vacilante, era incapaz de recordar. La boca de Skinner adoptó una mueca cruel, el mohín de un señorito que se considera mal servido pero que no está dispuesto a causar un bochorno mayor montando un numerito. Por añadidura, hizo circular detalladas notas con cifras que explicaban su omisión de la semana anterior, lo cual sirvió para desautorizar a Kibby incluso antes del comienzo de su presentación.

Bob Foy estaba sentado, echando chispas silenciosamente, pero —y Skinner tomó nota de ello— su ira parecía menos dirigida contra él que contra Kibby, por defender de forma tan inepta su status quo y su posición.

Fue Skinner quien, de hecho, cerró la reunión arremetiendo contra la defensa del sistema de informes en vigor efectuada por Kibby, al decir: «Entonces, Brian, lo que en sustancia propones es: cero pelotero. Dejémoslo todo como está», imitando la hastiada melancolía de Foy del día anterior hasta el punto de parodiarle, cosa de la que todos salvo el jefe parecieron darse cuenta. En cierto momento, Shannon, que había sido agasajada con dichas imitaciones en el pub, tuvo que ahogar una risita cuando Skinner hizo aquello con los ojos. «Mucha gente podría pensar que hacerles venir aquí para decirles aquello que podría haber circulado en un correo electrónico no constituye la mejor inversión posible de su tiempo», prosiguió Skinner con una arrogancia que iba en aumento, «y, por extensión, de los recursos municipales, cuyo empleo eficiente tanto dices que te importa», añadió sonriendo con frialdad, sin apartar del rostro de Kibby su sonrisa.

Brian Kibby estaba mudo de asombro. Fue incapaz de replicar. Tenía la cabeza a punto de reventar y se le aflojaron las piernas. Paralizado como un animal por los faros de un coche, miró en torno a los miembros de la tensa plantilla.

¡Segundo strike!

«Si algo no está estropeado, no hace falta arreglar…», empezó en tono débil, hasta que su hilillo de voz quedó reducido a un siseo gutural.

Colin McGhee se volvió hacia Skinner con expresión estupefacta, y luego hacia Kibby con idéntica cara de perplejidad, que se fue extendiendo por la mesa como un reguero de pólvora.

«Lo siento, Brian», interrumpió secamente Skinner, «no te oigo. ¿Podrías levantar un poquito la voz?».

«Si algo no está estropeado…», quiso reiterar Kibby con contumacia, pero no pudo acabar la frase, pues sintió cómo le subía algo desde la boca del estómago. Trató de taparse el rostro, y volviéndose, logró que gran parte del vómito fuera a parar a una papelera, pese a que parte del mismo cayó sobre la mesa y salpicó la manga del traje de Cooper.

¡Tres strikes y fuera!

Shannon y Colin McGhee acudieron en ayuda de Kibby; mientras tanto, Foy sacudía la cabeza con gesto cansino.

«Parece que el virus fantasma ataca de nuevo», dijo Skinner con cara de póquer, mientras Kibby potaba humillantes bocanadas de huevos revueltos, beicon y tomate dentro de la papelera, y Cooper se limpiaba la manga de la chaqueta con un pañuelo y una mueca de asco en la cara.

Danny Skinner se levantó y abandonó la sala de conferencias, como consagrado, dejando tras de sí a un afligido Kibby y a sus inquietos y divididos colegas. A despecho de su exaltación y emoción, se afanó por entender la situación.

¿Qué cojones ha pasado ahí dentro?

Se trata, sin duda, de algo puramente casual. Es obvio que Kibby tiene la gripe o algún virus auténtico, mientras que últimamente yo he estado bebiendo tanto que mi tolerancia se ha disparado. Resulta preocupante que te cagas; podría tratarse del último chispazo del alcohólico, de un subidón final de omnipotencia antes del comienzo del aciago declive.

Con todo… ¡Kibby la ha cagado! Ha estado total y absolutamente de los nervios.

¡Presentaba todos los síntomas de alguien que hubiese estado empinando el codo!

Nah…, qué más quisiera yo.

La tarde se le pasó volando, y quedó atónito al comprobar que, al llegar la hora del cierre, tenía el escritorio inmaculado. Completamente maravillado, de camino a casa se detuvo en varios de sus establecimientos hosteleros favoritos de Leith Walk: el Old Salt, el Windsor, Robbie’s, el Lorne Bar y el Central.

Aquella noche, en su piso, se quedó levantado pegándole a una botella de Jack Daniels con un litro de Pepsi sin gas, mientras veía El bueno, el feo y el malo en Channel 4. Algo, no obstante, le reconcomía a pesar de su satisfacción. Tenía que cerciorarse. Encendió un cigarrillo, y tras vacilar sólo un instante, lo apagó contra su mejilla. Prorrumpió en un feroz alarido de dolor; los ojos se le llenaron de lágrimas. El aborrecimiento que sentía por sí mismo le dolía más que la quemadura.

¿Cómo he podido ser tan estúpido, joder? Probablemente me he hecho una cicatriz para toda la puta vida.

Vio el resto de la película en un estado de honda depresión, tentándose de vez en cuando el feo quemazo que se había hecho en la mejilla.

Finalmente Skinner se fue a la cama, a la espera de uno de esos sueños dolorosos e intermitentes, del tipo que solía tener cuando estaba empapado de alcohol. Pero durmió profundamente, y a la mañana siguiente, al despertarse, se sentía tonificado. Se examinó el rostro en el espejo del cuarto de baño. Algo no cuadraba. Faltaba algo. Sintió desatarse en él tal grado de excitación que tuvo que sentarse en la taza, temeroso de desmayarse, mientras las implicaciones se le agolpaban en la cabeza.

El caso es que dolía una barbaridad. Brian Kibby se estremecía de dolor mientras Joyce aplicaba un poco de antiséptico sobre la fea herida que su hijo tenía en la mejilla. «Desde luego, fea es. Tienes que recordar haber hecho algo. Parece como una quemadura o un bocado…».

Aquel dolor era horrible y repugnante, y le preocupaba que ni siquiera se hubiese dado cuenta de cuándo había tenido lugar. Parecía que se le hubiese inflamado en plena noche. Le despertó el escozor, y encendió la luz, blandiendo un ejemplar enrollado de la revista Which Computer, y mirando por todas partes bajo la cama, detrás de las cortinas, en busca de algún exótico intruso con muchas patas. No logró encontrar nada. «Qué más quisiera yo», se quejó desconsoladamente.

«Tienes un aspecto terrible, hijo», dijo Joyce, sacudiendo la cabeza con expresión lúgubre, «estoy segura de que has cogido algo. Deberías ir a ver a un médico».

Brian Kibby tenía que reconocer que no se encontraba nada bien, pero se sentía poco inclinado a dar alas a los aspavientos de su madre, pues sabía por experiencia que eso sólo le hacía sentirse peor. La forma en que ella le mimaba había sido un punto de fricción frecuente entre su padre y ella. Ahora que Keith ya no estaba entre ellos, Brian era el hombre de la casa, y estaba resuelto a comportarse como tal. «Estaré perfectamente, no es más que una picadura de algún insecto que habrá llegado con la primavera. Son cosas que pasan», dijo alegremente, pero sintiéndose mucho más débil y enfermo de lo que dejaba ver.

Sin embargo, en su vida estaban ocurriendo muchas cosas emocionantes, y sentía que en aquel momento no podía permitirse el lujo de doblegarse ante la enfermedad. El viernes iba a haber una reunión de los Hyp Hykers en el McDonald’s de Meadowbank, lugar que se había convertido en uno de sus lugares de encuentro regulares. En ocasiones Kibby disfrutaba del placer prohibido de un Big Mac, pese a saber que al estar lleno de azúcar, sal, grasa y aditivos, aquello no podía ser saludable. Pero lo más emocionante era que Lucy y él habían quedado en ir al polideportivo para disputar un partido de bádminton después de la reunión.

¡Eso sí que dará que hablar en el club!

Tenía mal cuerpo, pero la cabeza ya le daba vueltas con la noción prematura, quizá incluso ridícula, de que ya eran novios con todas las de la ley. A lo mejor después del partido hasta la invitaba al pub Golden Gate a tomar una copa, aunque probablemente él se ciñera al zumo de naranja fresco con gaseosa.

Ian había llamado anoche para recordarle lo de la convención de Star Trek a la que pensaban acudir el sábado en Newcastle.

¡Pues sí, este fin de semana pinta movidito!

El peliagudo problema de su matrimonio estaba todavía por resolver. Decidió asesorarse en un chat de Internet de Harvest Moon. Como tantos otros jugadores, su favorita era Ann. Tenía que reconocer que había algo en ella que en la versión 64 era mejor que en la BTN, pero además de ser guapa, era fiel y seria.

Una buena esposa. Un buen activo.

Sin embargo, no lograba quitarse a Muffy de la cabeza. Le encantó ver que Jenni Ninja estaba on-line. Ella (dio por supuesto que era mujer) era muy sensata, y conocía el juego al dedillo, por lo que acumulaba unas puntuaciones muy altas.

05-03-2004, 7.58

Über-Priest Rey del

Cool

Hola, Jenni, preciosa. Sigo atascado con lo de mi decisión matrimonial. Es muy importante. La cosa está tomando visos de convertirse en una batalla de las supermonas, Ann contra Muffy, aunque Karen y Elli siguen siendo candidatas. ¿Algún consejo?

05-03-2004, 8.06

Jenni Ninja

Una Deidad Divina

Sí. He de reconocer que yo voté por Ann y Muffy. Son mis favoritas de siempre. Antes me gustaban Karen y Celia pero ya no. Buena suerte con tu decisión, Über-Priest. Espero que todo vaya sobre ruedas.

Me ha respondido inmediatamente. Y lo entendió. ¿Quién será Jenni Ninja? Parece de lo más enrollada y sexy, pero a lo mejor es lesbiana, y quiere casarse con otras chicas y tal. ¡Pero sólo es un juego! A lo mejor debería contestarle y preguntarle dónde vive. Pero eso me parece un poco baboso.

05-03-2004, 8.21

Über-Priest Rey del

Cool

Gracias por tus consejos, Jenni, preciosa. Se trata de una decisión difícil de tomar pero aquí, desde el Palacio del Amor, el Rey del Cool toma nota de la sabiduría de tu verbo.

Sonrío ante mis propias palabras pero noto un calor ardiente en las mejillas. Me siento tentado de esperar y ver si Jenni Ninja contesta, pero tengo que ponerme en marcha y me encuentro fatal. Cierro la ventana del chat, y luego salgo de Harvest Moon y apago el monitor. En el reflejo veo la fea cicatriz de mi mejilla. La cabeza me da vueltas y tengo náuseas; me siento sucio, sucio por dentro. Aquí hay algo que no cuadra.

Así pues, Brian Kibby fue a trabajar como un zombi. En la oficina se sintió muy desasosegado. Danny Skinner había llegado antes que él y eso era algo que rara vez, si alguna, había sucedido. Por añadidura, Skinner parecía encantado de verle, lo que hizo que Kibby se sintiera cohibido, pues los ojos de aquél no abandonaban su rostro, donde se encontraba la marca de la picadura. «Eso tiene mala pinta, Bri, ¿qué es?».

«¿A ti qué te importa?», saltó éste, inusitadamente irritable. Era la gripe aquella, que le secaba la boca, hacía que le doliera la cabeza, le envenenaba las tripas y le destrozaba los nervios.

Skinner levantó los brazos en un ademán burlón de rendición. «Perdona, si lo sé, no digo nada», dijo, suscitando un gesto de empatía por parte de Colin McGhee y otro de Shannon, a pesar de que se pasó un pelín al añadir: «¡Esta mañana alguien se ha levantado con el pie izquierdo!».

Brian Kibby salió a efectuar sus inspecciones. De camino a sus lugares de destino, leyó todo lo que pudo acerca del ayuntamiento y de su modo de funcionar, así como viejos papeles del comité e informes sobre iniciativas relativas a la salud pública. Quería estar bien preparado para la prueba.

Tengo que obtener este ascenso.

A la salida de un restaurante italiano, una jovencita que llevaba un chaleco adornado con el logotipo de la asociación para la investigación del cáncer le sonrió con gesto suplicante. No debía haberse detenido, pero aquella mirada torva le conmovió.

Parece una chica realmente encantadora y una persona muy agradable.

Sheryl Hamilton estaba harta. Se sentía como una prostituta, todo el día abordando a tíos. Los que se detenían eran o repulsivos hombres de negocios o víctimas absolutas, como éste. Ahora hasta pienso como una puta, reflexionó, mientras soltaba de nuevo su perorata. Kibby descubrió, cosa alentadora, que la mayoría de cánceres pueden prevenirse y son tratables, y que constantemente se estaban produciendo grandes avances médicos. Sin embargo, añadió Sheryl con tono grave, para poder seguir realizando tales progresos hacían falta fondos de forma urgente.

Kibby firmó diligentemente por debajo de la línea de puntos, animado por la conciencia de estar haciendo algo solidario y útil. Pensó en preguntarle a la chica si alguna vez le apetecería quedar a tomar un café, pero Sheryl se puso inmediatamente a hablar con otra persona y pasó su oportunidad.

Más adelante empezó a sentirse un poco mejor. Durante el descanso de la tarde, se sentó al lado de Shannon, maravillado por su esmalte de uñas rojo, como si estuviera en un club nocturno en lugar de en la oficina. Estaba leyendo una revista del corazón y Danny Skinner estaba presente, tomándole el pelo.

«No es más que una inofensiva distracción popular, Danny. A ver, que ya sé que no es la clase de publicación que va a lograr que el mundo cambie».

«Ya lo ha hecho. A peor», dijo Skinner, levemente preocupado por parecerse a su madre.

Shannon enrolló la revista y fingió golpear con ella a Skinner antes de arrojarla sobre el escritorio. A éste le puso un poco nervioso aquella muestra pública de intimidad. Se fijó en la raqueta que asomaba de la bolsa de deporte de Kibby. «¿Bádminton, Bri?».

«Sí…», dijo éste con recelo. «¿Tú juegas?».

«Demasiado duro para mí. Esta noche voy a salir por ahí a ponerme ciego», le dijo con una sonrisita de suficiencia.

Como si a mí me importara, pensó Kibby mientras recogía la revista de Shannon.

Kibby se fijó en las gemelas norteamericanas, las Olsen; en la portada de la revista estaban hablando de su próxima película. Consideraban que se trataba del «paso siguiente», opinión compartida, al parecer, por las chicas, el equipo de dirección y el redactor de la revista. A él le parecían unas muchachas muy dulces y muy bonitas.

Esas chicas son preciosas. No puedo decidir cuál de ellas más. Lo cierto es que parecen idénticas.

Skinner se dio cuenta de la atención con la que Kibby leía. «No hay pervertido que no lleve siglos esperando a que lleguen a la pubertad», dijo como quien no quiere la cosa, lo que hizo que Kibby pasara la página tímidamente. «Es el rollo de las gemelas. Apetece tirarse a las dos sólo por ver si una de ellas resulta ser diferente. ¿No, Bri?».

«Piérdete», saltó Kibby, pese a estar un poco desasosegado.

«Venga», insistió Skinner, fijándose en que ahora parecía haber captado el interés de Shannon, «tienes que sentir cierta curiosidad. Unas gemelas idénticas, criadas en el mismo hogar, que lo han hecho todo de la misma manera e interpretado el mismo papel en la tele…, ¿tendrán inclinaciones sexuales diferentes?».

«No pienso tomar parte en esta conversación», dijo Kibby con aire estirado.

«¿Y tú, Shannon?».

«¿Quién sabe? ¿Tendrá uno de los Bros la polla más grande que el otro?», dijo ella, cogiendo el auricular y llamando a una de sus amigas, ajena al hecho de que aquel comentario de pasada, que Skinner parecía estar sopesando, había dejado helado a Kibby.

Ha conseguido que ella se vuelva tan mala como él. ¡Jamás de los jamases permitiré que se acerque lo más mínimo a Lucy! ¡Es un cabronazo enfermo y malvado!